Un alto en el camino
Flaubert dec¨ªa que ¡°se vive para escribir¡±. En ochenta a?os, la mayor parte de ellos dedicados a la escritura, la literatura se funde con la vida
Cumplir ochenta a?os no tiene m¨¦rito alguno, en nuestros d¨ªas cualquiera que no haya maltratado excesivamente su organismo con alcohol, tabaco y drogas lo consigue. Pero tal vez sea una buena ocasi¨®n para hacer un alto en el camino y, antes de reanudar la cabalgata, mirar atr¨¢s.
Lo que yo veo son historias, much¨ªsimas, las que me contaron, las que viv¨ª, le¨ª, invent¨¦ y escrib¨ª. Las m¨¢s antiguas, sin duda, son aquellas que me contaban en Cochabamba la abuelita Carmen y la Mama¨¦ para que fuera tomando la sopa y no me volviera tuberculoso. La tisis era el gran cuco de la ¨¦poca, como lo ser¨ªa d¨¦cadas despu¨¦s el sida, al que, ahora, la medicina tambi¨¦n ha conseguido domesticar. Pero de cuando en cuando se desatan todav¨ªa las pestes medievales que asolan el ?frica, como para recordarnos de vez en cuando que es imposible enterrar del todo el pasado: lo llevamos a cuestas, nos guste o no.
He conocido en mi larga vida muchas personas interesantes, pero, la verdad, ninguna est¨¢ tan viva en mi memoria como ciertos personajes literarios a los que el tiempo, en vez de borrar, revitaliza. Por ejemplo, de mi infancia cochabambina recuerdo con m¨¢s nitidez a Guillermo y a su abuelito, a los tres mosqueteros que eran cuatro ¡ªD¡¯Artagnan, Athos, Portos y Aram¨ªs¡ª, a Nostradamus y a su hijo y a Lagard¨¨re que a mis compa?eros del Colegio de la Salle donde, en la clase del hermano Justiniano, aprend¨ª a leer (maravilla de las maravillas).
Algo parecido me pasa cuando recuerdo mis a?os adolescentes de Piura y de Lima, donde no hay ser viviente que est¨¦ tan vivo en mi memoria como el Jean Valjean de Los miserables cuya tr¨¢gica peripecia ¡ªlargos a?os de c¨¢rcel por haber robado un pan¡ª me estremec¨ªa de indignaci¨®n, as¨ª como la generosidad de Gisors, el activista de La condici¨®n humana que regala su ars¨¦nico a dos j¨®venes muertos de pavor de que los echen vivos a una caldera y acepta esta muerte atroz, me sigue conmoviendo como la primera vez que le¨ª esa extraordinaria novela.
Hab¨ªa mucho de locura en querer ser escritor en el Per¨² en que yo crec¨ª y descubr¨ª mi vocaci¨®n
Es dif¨ªcil decir la inmensa felicidad y riqueza de sentimientos y de fantas¨ªa que me han dado ¡ªque me siguen dando¡ª los buenos libros que he le¨ªdo. Nada me apacigua m¨¢s cuando estoy en ascuas o me levanta el esp¨ªritu si me siento deprimido que una buena lectura (o relectura). Todav¨ªa recuerdo la fascinaci¨®n maravillada con que le¨ª las novelas de Faulkner, los cuentos de Borges y de Cort¨¢zar, el universo chisporroteante de Tolst¨®i, las aventuras y desventuras del Quijote, los ensayos de Sartre y de Camus, y los de Edmund Wilson, sobre todo esa obra maestra que es To the Finland Station que he le¨ªdo de principio a fin por lo menos tres veces. Lo mismo podr¨ªa decir de las sagas de Balzac, de Dickens, de Zola, de Dostoiesvki, y el dif¨ªcil desaf¨ªo intelectual que fue poder llegar a gozar con Proust y con Joyce (aunque nunca consegu¨ª leer el indescifrable Finnegans Wake).
Quiero dedicar un p¨¢rrafo aparte a Flaubert, el m¨¢s querido de los autores. Nunca olvidar¨¦ aquel d¨ªa, reci¨¦n llegado a Par¨ªs en el verano de 1959, en que compr¨¦ en La Joie de Lire, de la rue Saint-S¨¦verin, aquel ejemplar de Madame Bovary, que me tuvo hechizado toda una noche, leyendo sin parar. A Flaubert le debo no s¨®lo el placer que me depararon sus novelas y cuentos, y su formidable correspondencia. Le debo, sobre todo, haberme ense?ado el escritor que quer¨ªa ser, el g¨¦nero de literatura que correspond¨ªa a mi sensibilidad, a mis traumas y a mis sue?os. Es decir, una literatura que, siendo realista, ser¨ªa tambi¨¦n obsesivamente cuidadosa de la forma, de la escritura y la estructura, de la organizaci¨®n de la trama, de los puntos de vista, de la invenci¨®n del narrador y del tiempo narrativo. Y haberme mostrado con su ejemplo que si uno no nac¨ªa con el talento de los genios, pod¨ªa fabricarse al menos un suced¨¢neo a base de terquedad, perseverancia y esfuerzo.
Hab¨ªa mucho de locura en querer ser escritor en el Per¨² de los a?os cincuenta, en que yo crec¨ª y descubr¨ª mi vocaci¨®n. Hubiera sido imposible que lo consiguiera sin la ayuda de algunas personas generosas, como el t¨ªo Lucho y el abuelo Pedro. Y m¨¢s tarde, en Espa?a, sin el aliento de Carlos Barral, que movi¨® cielo y tierra para poder publicar La ciudad y los perros, salvando el escollo de la severa censura de entonces. Y de Carmen Balcells, que hizo esfuerzos denodados para que mis libros se tradujeran y vendieran a fin de que yo pudiera ¡ªalgo que siempre cre¨ª imposible¡ª vivir de mi trabajo de escritor. Lo consegu¨ª y todav¨ªa me asombra saber que puedo ganarme la vida haciendo lo que m¨¢s me gusta, lo que pagar¨ªa por hacer: escribir y leer.
Ya se ha dicho todo sobre esa misteriosa operaci¨®n que consiste en inventar historias y fraguarlas de tal manera vali¨¦ndose de las palabras para que parezcan verdaderas y lleguen a los lectores y los hagan llorar y re¨ªr, sufrir gozando y gozar sufriendo, es decir ¡ªresumiendo¡ª vivir m¨¢s y mejor gracias a la literatura.
Escrib¨ª mis primeros cuentos cuando ten¨ªa quince a?os, hace por lo menos sesenta y cinco. Y sigue pareci¨¦ndome un proceso enigm¨¢tico, incontrolable, fant¨¢stico, de ra¨ªces que se hunden en lo m¨¢s profundo del inconsciente. ?Por qu¨¦ hay ciertas experiencias ¡ªo¨ªdas, vividas o le¨ªdas¡ª que de pronto me sugieren una historia, algo que poco a poco se va volviendo obsesivo, urgente, perentorio? Nunca s¨¦ por qu¨¦ hay algunas vivencias que se vuelven exigencias para fantasear una historia, que me provocan un desasosiego y ansiedad que s¨®lo se aplacan cuando aquella va surgiendo, siempre con sorpresas y derivas imprevisibles, como si uno fuera apenas un intermediario, un correveidile, el transmisor de una fantas¨ªa que viene de alguna ignota regi¨®n del esp¨ªritu y luego se emancipa de su supuesto autor y se va a vivir su propia vida. Escribir ficciones es una operaci¨®n extra?a pero apasionante e impagable en la que uno aprende mucho sobre s¨ª mismo y a veces se asusta descubriendo los fantasmas y aparecidos que emergen de las catacumbas de su personalidad para convertirse en personajes.
¡°Escribir es una manera de vivir¡±, dijo Flaubert, con much¨ªsima raz¨®n. No se escribe para vivir, aunque uno se gane la vida escribiendo. Se vive para escribir, m¨¢s bien, porque el escritor de vocaci¨®n seguir¨¢ escribiendo aunque tenga muy pocos lectores o sea v¨ªctima de injusticias tan monstruosas como las que experiment¨® Lampedusa, cuya obra maestra absoluta, El Gatopardo, la mejor novela italiana del siglo XX y una de las m¨¢s sutiles y elegantes que se hayan escrito, fuera rechazada por siete editores y ¨¦l se muriera creyendo que hab¨ªa fracasado como escribidor. La historia de la literatura est¨¢ llena de estas injusticias, como que el primer premio Nobel de literatura se lo dieron los acad¨¦micos suecos al olvidado y olvidable Sully Prudhomme en vez de Tolst¨®i, que era el otro finalista.
Quiz¨¢s sea un poco optimista hablar del futuro cuando se cumplen ochenta a?os. Me atrevo sin embargo a hacer un pron¨®stico sobre m¨ª mismo; no s¨¦ qu¨¦ cosas me puedan ocurrir, pero de una s¨ª estoy seguro: a menos de volverme totalmente idiota, en lo que me quede de vida seguir¨¦ empecinadamente leyendo y escribiendo hasta el final.
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? Mario Vargas Llosa, 2016.
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