Compadre Pedro Moreno
RECUERDO estar en la sala de tu casa mientras escuch¨¢bamos uno tras otro The Trinity Session, Astral Weeks, Fisherman¡¯s Blues, Indianola Mississippi Seeds, Horses,?de Patti Smith, y el primer disco de Violent Femmes. Era 1992, yo ten¨ªa 21 a?os, rara vez me tomaba una cerveza, estaba desempleado y me gustaba mucho el rock. Mi formaci¨®n era la de un chico rural adicto a las estaciones de radio de amplitud modulada: The Beatles, Led Zeppelin, Pink Floyd, algo de country?y una untadita de Robert Johnson. Muchos a?os despu¨¦s, frente al pelot¨®n de fusilamiento, cuando fundamos juntos un instituto municipal de cultura y ya era yo un borracho de clase mundial, me abrazar¨ªas en las fiestas y presumir¨ªas: ¡°Yo a este cabr¨®n le ense?¨¦ a beber pero tambi¨¦n a trabajar¡±. Nunca dijiste lo importante: me ense?aste a amar la m¨²sica con la pasi¨®n de una bestia.
Tambi¨¦n por esas fechas me presentaste a Jos¨¦ Agust¨ªn, uno de mis escritores mexicanos favoritos. Pepe y t¨² hab¨ªan cultivado una amistad fundada con cimientos de acero inoxidable: el intercambio erudito de ¨¢lbumes de rock de toda ¨¦poca. Jos¨¦ Agust¨ªn escribi¨® que t¨², un periodista nacido en 1955 que pas¨® su juventud y buena parte de su vida adulta en Monclova, una ciudad sider¨²rgica perdida en el desierto, eres una autoridad nacional en lo que respecta a la cultura y el coleccionismo de m¨²sica; estoy de acuerdo. Siempre me ha costado imaginar c¨®mo un provinciano de tu talla, en una ¨¦poca sin Internet, logr¨® hacerse con una de las fonotecas m¨¢s bellas que conozco. Supongo tambi¨¦n que es, para quienes habitamos la lengua espa?ola, uno de los escasos privilegios de haber pasado la Guerra Fr¨ªa en el ¨²ltimo basti¨®n de la periferia, a 300 kil¨®metros de la frontera con el imperio.
Hubo un momento en los noventa en que fundamos una peque?a tradici¨®n que yo procuro mantener viva a trav¨¦s de las redes sociales, y que persiste tambi¨¦n en un grupo secreto de Facebook llamado Isla de Encanta: el #RockChino. El nombre no es nuestro, sino del poeta Alberto Blanco, y designa ese proverbial ejercicio de sentarse a beber en silencio con amigos, intercambiando pocas se?as y escuchando, en un buen equipo, canciones o ¨¢lbumes enteros. Y tambi¨¦n senequistas reflexiones acerca de la pentat¨®nica o el cambio de escala y telegr¨¢ficas trifulcas a favor o en contra de la flexibilidad de una Telecaster, la cachonda gordura de la Gibson, la nitidez de una Chet Atkins con cuerdas de nailon¡ M¨¢s que eruditas, se trata de sesiones hinchas; algunos somos vagamente m¨²sicos, la mayor¨ªa solo mel¨®manos feraces: podr¨ªamos enloquecer hasta sangrar por las narices tras escuchar 10 discos seguidos del Bowie.
Hace un par de meses, cuando me separ¨¦ de mi mujer, eleg¨ª de golpe las primeras cosas que ten¨ªan que acompa?arme a mi nueva casa. ?Sabes qu¨¦ fue lo primero que eleg¨ª? Todos esos casetes de m¨²sica maravillosa que grabaste para m¨ª en los noventa y que son la piedra angular de lo que m¨¢s amo en el mundo despu¨¦s de mis hijos: la m¨²sica, esa otra madre que me gu¨ªa desde que soy un hu¨¦rfano. Ni siquiera tengo un aparato en que tocar esos casetes: los veo, los leo, los huelo por las noches como a novias sedadas.
La m¨²sica es como la humedad o la amistad: se cuela por todos lados, y en especial donde menos esperas. Son (la m¨²sica y la amistad) como ese verso de Silesius traducido al tiro por Borges: ¡°La rosa sin porqu¨¦, florece porque florece¡±.
La m¨²sica, compadre. El trabajo y el alcohol qu¨¦.
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