?D¨®nde se juegan los partidos de f¨²tbol?
LOS ARGENTINOS, siempre tan pendientes de la mirada extranjera, no cab¨ªan en s¨ª de gozo bobo: lo dec¨ªa un diario ingl¨¦s, el enemigo. Hace a?os, The Guardian?public¨® una lista de los espect¨¢culos deportivos que ¡°hab¨ªa que ver antes de morirse¡± ¨Ca¨²n no sab¨ªan c¨®mo hacerlo despu¨¦s¨C y el primero de todos era un Boca-River en la Bombonera.
La Bombonera es el estadio del Boca Juniors y uno de los m¨¢s famosos de este mundo: lo inauguraron en 1940 y no ha cambiado mucho desde entonces. Cavernaria, ululante, bravucona, sus tribunas de cemento se mueven cuando sus ocupantes saltan, pero el dicho pretende que ¡°no tiembla, late¡±. Los d¨ªas de partido, muchos turistas extranjeros toman un tour/safari?para internarse en esa selva. Proliferan; por ahora, no tanto como para hacerle lo mismo que sus colegas le hicieron a Cartagena de Indias o al g¨®tico de Barcelona: transformarla en un parque tem¨¢tico.
Pero hay m¨¢s amenazas: el presidente actual del club ¨Cseguidor del presidente Macri, que lo fue entre 1995 y 2008¨C dice que la Bombonera se ha quedado chica y que hay que reemplazarla por un estadio nuevo, y el debate sacude a la mitad m¨¢s uno del pa¨ªs. Los que se oponen son tachados de nost¨¢lgicos, tradicionalistas; los que apoyan ser¨ªan los adalides del progreso ¨Co de esa idea tan vendida que pretende que el capitalismo es como los aviones: si se para se cae. Quiz¨¢s ellos sean los nost¨¢lgicos, los que no entienden el proceso: que el f¨²tbol ya no sucede en esos sitios tan arcaicos, los estadios.
El f¨²tbol nunca fue un espect¨¢culo mayoritariamente presencial. Durante d¨¦cadas fue el relato oral o escrito de alguien que contaba a millones lo que s¨®lo unos miles ve¨ªan de verdad. Pero ahora ¨Cy de ah¨ª su difusi¨®n mundial¨C es un relato audiovisual, televisi¨®n en todo su esplendor. Un gran partido puede reunir a 50.000 personas en una Bombonera, 100.000 en un Camp Nou; en las pantallas son legi¨®n.
La televisi¨®n domina la econom¨ªa del f¨²tbol y ha cambiado la forma de mirarlo: invent¨®, entre otras cosas, la posibilidad de ver partidos solo ¨Cque antes no exist¨ªa. Es casi peor que beber solo, mucho peor que tener sexo solo, tanto peor que charlar solo ¨Cpero lo hacemos m¨¢s y m¨¢s. Y lo hacemos distinto: frente a la pantalla el espectador es m¨¢s anal¨ªtico, menos emocional. Las acciones importantes se diseccionan desde todos los ¨¢ngulos: se pueden ver mejor pero falta, justamente, el chucho de lo irrepetible. Todo se ve de cerca, las caras, los insultos, las patadas ¨Cy se pierde la visi¨®n de conjunto. Y las im¨¢genes repiten las jugadas m¨¢s vistosas, y ahora cada chico que empieza a jugar intenta la bicicleta antes que el pase.
As¨ª, los estadios ¨Csus hinchas, sus gritos, sus colores¨C son cada vez m¨¢s la escenograf¨ªa necesaria para que el f¨²tbol suceda donde realmente sucede: en la pantalla. Para eso la Bombonera es imbatible, un capital, un s¨ªmbolo. La idea de ganar unos miles de localidades y perder ese marco ¨²nico parece tan necia que despierta sospechas: en toda gran obra hay negocios peque?os.
La Bombonera, ahora, tiembla ante la amenaza. En un pa¨ªs normal la ?proteger¨ªan los socios de su club, los hinchas, los empresarios de las televisiones, los vendedores de gaseosas y un ministerio de algo, que la declarar¨ªa monumento. Pero est¨¢ en la Argentina, o sea: en peligro.
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