Deliberar no es debatir
El d¨ªa en que un diputado le diga al del partido contrario que sus argumentos le parecen convincentes habr¨¢ empezado la aut¨¦ntica deliberaci¨®n parlamentaria
Las invitaciones a deliberar suponen una actitud de di¨¢logo tolerante que es muy beneficiosa para la convivencia entre distintas posturas y muy sana frente a la tendencia hisp¨¢nica a la confrontaci¨®n, pero es frecuente que caigan en la equiparaci¨®n entre deliberar y debatir, t¨¦rminos que muchas veces se usan como si fuesen sin¨®nimos cuando hay entre ellos una diferencia que pr¨¢cticamente los opone.
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La apunta bien el diccionario de la Academia, cuando define ¡°deliberar¡± como ¡°considerar atenta y detenidamente el pro y el contra de los motivos de una decisi¨®n, antes de adoptarla, y la raz¨®n o sinraz¨®n de los votos antes de emitirlos. Resolver algo con premeditaci¨®n¡±. Se?ala, en cambio, que debatir ¡°(del lat. debattu?re 'batir, sacudir', 'batirse')¡± es ¡°discutir un tema con opiniones diferentes. Luchar o combatir¡±.
La distancia sem¨¢ntica entre ambos es enorme. Debaten los partidarios de dos equipos de futbol cuando defienden en el bar la superioridad del suyo. Debaten los candidatos de los partidos pol¨ªticos cuando repiten sus tediosos argumentos sin la menor intenci¨®n de convencer al contrario, pero con el objetivo de quitarle alg¨²n votante. Debatir es vencer al rival, es intentar ganarse al p¨²blico para que compre nuestro producto y no el de la competencia. Deliberar es ofrecer al interlocutor argumentos que desconoc¨ªa y recibir a cambio de ¨¦l otros que uno mismo ignoraba. Gana un debate quien consigue seducir a los espectadores y convencerles de que el detergente propio lava m¨¢s blanco que el del contrario. Gana una deliberaci¨®n quien logra superar muchas de las ideas que ten¨ªa al comenzarla y cambiarlas por otras, m¨¢s valiosas, que le ha ofrecido su interlocutor. Deliberar es lo que se hace en un proceso judicial honesto. Deliberar es lo que deber¨ªan hacer nuestros representantes en el Parlamento, aunque debatir es lo que, desgraciadamente, hacen. El d¨ªa en que un diputado le diga al del partido contrario que sus argumentos le parecen convincentes, que no hab¨ªa pensado en ellos y por tanto va a cambiar el sentido de su voto, habr¨¢ empezado la aut¨¦ntica deliberaci¨®n parlamentaria; no parece que ese acontecimiento vaya a darse en el futuro pr¨®ximo.
Nos agrada que aplaudan nuestras ocurrencias, pero nos hace muy poca gracia que nos lleven la contraria
El principal estudioso del concepto ¡°deliberaci¨®n¡± en nuestro pa¨ªs, Diego Gracia, sostiene que, desde Arist¨®teles, deliberar es contrastar opiniones diversas sobre los temas que, por su naturaleza, no admiten demostraciones rotundas sino razonamientos dial¨¦cticos. La experimentaci¨®n cient¨ªfica nos ofrece datos acerca de hechos; la deliberaci¨®n nos permite hacer juicios sobre conflictos de valores. Se trata de encontrar la v¨ªa que permita, en la pr¨¢ctica, optimizar al m¨¢ximo todos los valores en juego, o al menos conseguir el mejor equilibrio posible entre ellos. El objetivo que se plantea al deliberar es contrastar saberes y experiencias de diverso origen para poder tomar una decisi¨®n prudente y acertada sobre cuestiones en las que no caben juicios ciertos o falsos, sino solo probabil¨ªsticos. La sensatez, la sabidur¨ªa y la prudencia, junto con la apertura al di¨¢logo con el otro, son los factores que determinan el resultado. La tesis de Diego Gracia es, por supuesto, mucho m¨¢s compleja y menos esquem¨¢tica que mi telegr¨¢fico resumen.
El problema es que la deliberaci¨®n va contra la tendencia m¨¢s profunda del animal humano. Somos los miembros de esta especie una curiosa mezcla de orgullo y deseo, pero nuestro mayor deseo suele ser que nos gratifiquen el orgullo. Hay que haber alcanzado un nivel de racionalidad muy alto y un ¨¢nimo muy templado para llegar a escribir sinceramente lo que Unamuno escribi¨® en una carta a Cajal: ¡°No me gustan los que me dicen lo que yo me digo, y me aficiono a los que de vez en cuando me contradicen¡±. Lo habitual es lo contrario: a todos nos gusta instintivamente que nos den la raz¨®n pero nos molesta que nos refuten. Nos agrada que aplaudan nuestras ocurrencias, pero nos hace muy poca gracia que nos lleven la contraria. Si es cierto que pensar es cambiar de ideas, no es menos cierto que el pensamiento es siempre doloroso: lo dulce es seguir creyendo que ten¨ªamos desde el principio toda la raz¨®n.
Si admiti¨¦semos la cuestionada oposici¨®n entre naturaleza y cultura, podr¨ªamos decir que lo natural, lo estimulante, lo energ¨¦tico, lo cat¨¢rtico es debatir; lo dif¨ªcil, lo molesto, lo enriquecedor, lo civilizado, es hacer el esfuerzo de elevarnos a la deliberaci¨®n. Ya nos explic¨® Freud que la cultura se basa en la renuncia a los impulsos m¨¢s b¨¢sicos. Quiz¨¢ sea esa la raz¨®n de que prolifere en nuestro entorno el agrio debate y sea tan dif¨ªcil llegar a la aut¨¦ntica deliberaci¨®n.
Jos¨¦ L¨¢zaro es profesor de Humanidades M¨¦dicas en la UAM y promotor de la revista Deliberar (en preparaci¨®n)
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