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El puerto de Dora Krumm

uando por fin llegaba junio y el verano nos cog¨ªa de la mano con aquella alegr¨ªa nueva y vieja a la vez, con aquella dulzura que tan bien conoc¨ªamos y que tanto esper¨¢bamos, el puerto despertaba y nada parec¨ªa entonces que pudiera ser imposible para nadie: ni para aquellos que llegaban ni para aquellos que esperaban a los que llegaban ni, por supuesto, para nosotros, es decir, para aquellos que and¨¢bamos siempre por all¨ª de un lado para otro sin nada mejor que hacer porque era en aquel lugar donde la vida nos hab¨ªa puesto felizmente para crecer y empezar a tomar conciencia del mundo./

Los d¨ªas de verano en el puerto de Ibiza eran largos e intensos, parec¨ªan no tener fin, la noche y el d¨ªa estaban separados por una suave frontera, el verano mismo era como un largo d¨ªa interminable en el que la oscuridad y la luz se turnaban sin demasiada convicci¨®n, s¨®lo por continuar con una vieja costumbre. Barcos y gente llegaban por el d¨ªa y por la noche, aunque es verdad que, seg¨²n la hora, no la misma clase de barcos ni tampoco el mismo tipo de gente, pero la variedad era lo que hac¨ªa de aquel puerto, con su colorido y sus olores distintos y contrapuestos, un atractivo teatro al aire libre: un escenario din¨¢mico en el que se suced¨ªan sin descanso espect¨¢culos que nunca decepcionaban, con personajes sorprendentes e inolvidables. En aquella ¨¦poca de la que hablo, ¨²ltimos a?os sesenta y primeros de los setenta, casi nadie viajaba a¨²n en avi¨®n, por supuesto, si no era, como sol¨ªa decirse, estrictamente necesario.

No s¨¦ ahora, pero entonces en un puerto era posible aprender muchas cosas, simplemente garbeando incansablemente por los andenes, incluso en un puerto tan peque?o como el nuestro, de una isla tambi¨¦n peque?a. Nuestros sentidos infantiles pod¨ªan percibir con gran intensidad aquella densa atm¨®sfera en la que se mezclaban de la manera m¨¢s natural el pescado reci¨¦n cogido, el chirrido de las gr¨²as, los helados, el tabaco, las bolsas de basura, la horchata, los gritos de los estibadores, el vino, las redes del pescador, las gaviotas, el humo de las cocinas, los gatos solitarios, el v¨®mito de la madrugada, el mar en calma con sus verdes y azules muy diversos.

Lo que m¨¢s nos gustaba a mis amigos y a m¨ª era ir a ver a los pasajeros de los barcos cuando descend¨ªan por la escalerilla y pisaban por fin la tierra de aquella isla al parecer tan deseada: desde entonces no puedo dejar de asociar la idea de felicidad con aquellos rostros desconocidos y alegres, rostros que no disimulaban ¨Cni siquiera aquellos desencajados por el mareo¨C una satisfacci¨®n nueva que era tambi¨¦n, o sobre todo, una amalgama de expectativas. Rostros distintos y extra?os que aprend¨ª a conocer mejor, a descifrarlos incluso como un experto fisonomista, con la ayuda de nuestra amiga alemana Dora Krumm.

Dora era muy conocida en el puerto: llevaba all¨ª, en un peque?o apartamento blanco y soleado, desde principios de los a?os cincuenta.

No tengo un primer recuerdo de Dora porque se trataba de una de aquellas mujeres extranjeras que tambi¨¦n viv¨ªa en el puerto, como nosotros, que frecuentaba los mismos bares que mis padres y que, desde antes de que yo naciera, ya se pasaba por casa a menudo para charlar un rato con mi madre, pedir sal, az¨²car, aceite, o para traer alguno de sus deliciosos pasteles afrutados. Su aspecto f¨ªsico no era relevante: peque?a, flaca, miope. Parec¨ªa ocultarse detr¨¢s de unas enormes gafas de concha sobre las que ca¨ªan siempre algunos mechones de su cabello hirsuto y negro. Pasaba con mucho de los 40 y era soltera, aunque aparentaba menos edad, seg¨²n se dec¨ªa siempre en mi casa, y ten¨ªa un amante ocasional, camarero en la barra de uno de aquellos bares de siempre, el Saturno, seg¨²n supe mucho despu¨¦s. Dora era muy conocida en el puerto: llevaba all¨ª, en un peque?o apartamento blanco y soleado, desde principios de los a?os cincuenta. Y tambi¨¦n muy querida, pues era extrovertida y amable, generosa y alegre: al menos as¨ª la ve¨ªamos siempre los ni?os. (Y puedo asegurar, con los conocimientos adquiridos gracias a ella, que sus rasgos faciales lo confirmaban). De todos los extranjeros que viv¨ªan en aquel barrio marinero, ella era nuestra preferida.

Y tambi¨¦n como casi todos los extranjeros que viv¨ªan por all¨ª, Dora pintaba. Pero, a diferencia de los cuadros de aqu¨¦llos, que parec¨ªan pintados para ser ¨²nicos y alcanzar pronto la celebridad, y que no comprend¨ªamos de ninguna manera, los de Dora ¨Cpeque?as acuarelas y dibujos al carboncillo: siempre bonitos paisajes de la isla¨C ten¨ªan un destino m¨¢s modesto. Cuando llegaban los barcos, cuyos horarios conoc¨ªa bien, Dora abandonaba r¨¢pidamente todo lo que estaba haciendo y a quienes estaban con ella, recog¨ªa sus cartones pintados y el caballete, y se iba directamente a los andenes. Se situaba a cierta distancia de la escalerilla del barco reci¨¦n llegado, instalaba all¨ª su precaria galer¨ªa ambulante e intentaba vender sus obras a aquellos nuevos visitantes que pasaban por delante de ella todav¨ªa un poco deslumbrados por la luz y la cal mediterr¨¢neas.

S¨¦ que un d¨ªa la acompa?¨¦ ¨Cella estaba en nuestra casa, tal vez de tertulia con mi madre, cuando lleg¨® el barco de Valencia¨C y desde entonces me convert¨ª en su fiel ayudante. Aprend¨ª tambi¨¦n el horario de los barcos de pasajeros, lo que no era dif¨ªcil, pues no llegaban m¨¢s de dos o tres al d¨ªa, casi siempre con retraso, y aprend¨ª a sujetar bien con mis peque?as manos aquellos cartones ¨¢speros y rugosos para mostrarlos a los turistas. Mientras que Dora no se mov¨ªa nunca de su sitio, junto al caballete que hac¨ªa las veces de expositor, yo s¨ª iba y ven¨ªa, me acercaba incluso hasta el pie de la escalerilla, ante la mirada complaciente de los viajeros. Vender, se vend¨ªa muy poco, ¨¦sa es la verdad, as¨ª que Dora no deb¨ªa de vivir s¨®lo de aquellos cuadros, aunque ¨¦ste no fuera un pensamiento que me viniera a la cabeza en aquellos d¨ªas. (Otra reflexi¨®n que no hice entonces: ?por qu¨¦ no ¨ªbamos a vender tambi¨¦n cuando aquellos barcos part¨ªan de la isla, igualmente llenos de pasajeros pero tal vez incluso mejor dispuestos para comprar aquellos dibujos como souvenirs?).

Ser observado de aquel modo resultaba divertido, pero Dora quiso ense?arme a ser yo tambi¨¦n el observador. En los siguientes veranos aprend¨ª a distinguir, examinando los rostros de los reci¨¦n llegados, a las personas generosas de las avaras, a las sinceras de las falsas, a las confiadas de las recelosas, a las inteligentes de las idiotas, a las bondadosas de las malvadas. Seg¨²n Dora, hab¨ªa suficientes rasgos en las caras como para saber distinguirlas sin equivocarse: labios estrechos o anchos, el color de los ojos y el tama?o de las pupilas, las cicatrices, la forma de la nariz, de las orejas y de la barbilla, la disposici¨®n de los dientes, las ojeras, el pelo, etc¨¦tera. Una combinaci¨®n escrupulosa de rasgos en un solo rostro pod¨ªa revelar un car¨¢cter determinado, y de este modo, siempre seg¨²n Dora, la figura perfecta del perfecto malvado, por ejemplo, conten¨ªa sin lugar a dudas una boca peque?a, una nariz ancha, una mand¨ªbula amplia con tres lunares grandes y una cicatriz en la sien izquierda. Su habilidad para el dibujo me ayudaba a comprender mejor todas aquellas explicaciones que inmediatamente yo trataba de poner en pr¨¢ctica. Todav¨ªa hoy, aunque sin cre¨¦rmelo tanto como me lo cre¨ªa entonces, examino el rostro de las personas que acabo de conocer para descubrir en ellas lo que, de todos modos, se acaba sabiendo tarde o temprano.

Aquel era un juego divertido que dur¨® dos o tres veranos. Vi muchas veces al t¨ªmido con sus dientes peque?os, al espont¨¢neo con sus ojos saltones, al avaricioso con su nariz ganchuda, al audaz con sus cejas altas, al envidioso con su boca hundida. Hasta que una ma?ana, en un barco procedente de Barcelona, lleg¨® un hombre no muy alto, un poco encorvado, con una maleta en cada mano, en cuyo rostro vi una boca diminuta ¨Cla m¨¢s peque?a que yo hab¨ªa visto jam¨¢s¨C, una nariz ancha y abierta, una mand¨ªbula enorme con tres lunares oscuros y, por supuesto, la cicatriz en la sien izquierda. El perfecto malvado acababa de llegar y yo lo hab¨ªa descubierto.

Corr¨ª hacia Dora para contarle la novedad y ella, al principio, s¨®lo esboz¨® una sonrisa, tratando de tranquilizarme, pues me atropellaba al hablar, pero poco despu¨¦s me pidi¨® que no me moviera del sitio, junto al caballete, y vi c¨®mo se iba en su b¨²squeda. Sin duda ella tambi¨¦n, pens¨¦, quer¨ªa ver a aquel hombre, pues se trataba de un caso rar¨ªsimo, como sol¨ªa decirme pronunciando las erres como si tuviera cubitos de hielo en la boca. Regres¨® al cabo de una hora, muy seria, y sin apenas pronunciar palabra desmont¨® la galer¨ªa y nos fuimos. ?Lo hab¨ªa visto? Me dijo que no, pero se hab¨ªa encontrado con una amiga y se hab¨ªa quedado un rato charlando con ella. Recuerdo que me decepcion¨® bastante aquella actitud suya tan displicente.

Al d¨ªa siguiente acud¨ª a la llegada del barco de Valencia, pero Dora no apareci¨®. Al atardecer s¨ª lo hizo cuando lleg¨® el de Palma. Durante los tres d¨ªas que siguieron, no acudi¨® a todos los barcos, s¨®lo a algunos, y parec¨ªa menos interesada que nunca. Por fin, cuatro d¨ªas despu¨¦s de mi descubrimiento, Dora vino a nuestra casa al mediod¨ªa con una tarta de chocolate y frambuesa para m¨ª, pues sab¨ªa que el d¨ªa de mi und¨¦cimo cumplea?os estaba muy cerca, para despedirse de todos nosotros: part¨ªa de viaje aquella misma tarde, en avi¨®n, para pasar unas vacaciones en Alemania y ver a algunos amigos.

Nunca m¨¢s la vimos ni supimos de ella. Quince a?os despu¨¦s, sin embargo, ocurri¨® un hecho inesperado que desencaden¨® noticias sorprendentes.

Nunca m¨¢s la vimos ni supimos de ella. Quince a?os despu¨¦s, sin embargo, ocurri¨® un hecho inesperado que desencaden¨® una serie de noticias sorprendentes. Otra de nuestras vecinas extranjeras, la danesa Brita, se volvi¨® loca y fue internada en el Hospital de Beneficencia, donde trabajaba mi padre. En aquel lugar, del que ya no saldr¨ªa nunca, empez¨® a contar a todos los que quer¨ªan y ten¨ªan la paciencia de escucharla lo que ella misma llamaba la historia secreta de su amiga Dora Krumm. (Al parecer, contaba tambi¨¦n otras muchas historias secretas de personas que hab¨ªa conocido desde su llegada a Ibiza en 1955, extranjeras y nativas, ante la estupefacci¨®n general).

Seg¨²n Brita, Dora Krumm hab¨ªa sido detenida y torturada brutalmente por agentes de la Gestapo en Berl¨ªn a finales de los a?os treinta junto con su novio y uno de sus hermanos. De estos dos nunca m¨¢s se supo, seguramente fueron enviados a un campo de concentraci¨®n del que ya no salieron. Los tres eran j¨®venes y audaces opositores al r¨¦gimen nazi. Dora consigui¨® salvarse y huir de Alemania, y pocos a?os despu¨¦s de acabada la guerra, se instal¨® en Ibiza porque alguien le hab¨ªa dicho que aquella isla, por entonces poco conocida y por tanto muy solitaria y tranquila, se estaba convirtiendo en refugio de alemanes con oscuro pasado.

Desde su llegada, adquiri¨® la costumbre de ir a recibir los barcos, primero como paseante, poco despu¨¦s como vendedora de sus acuarelas y dibujos, pero siempre con un ¨²nico objetivo: reconocer a sus torturadores. Ten¨ªa fe en que llegar¨ªan tambi¨¦n alg¨²n d¨ªa, como turistas de un nuevo mundo que hab¨ªa empezado a olvidarse de ellos. Pero el relato de Brita acababa en este punto, no sab¨ªa si Dora hab¨ªa tenido ¨¦xito alguna vez, si hab¨ªa llegado a reconocer a sus torturadores nazis, como tampoco sab¨ªa la raz¨®n por la que hab¨ªa abandonado la isla para siempre. O al menos nada dec¨ªa sobre estos asuntos, y yo mismo se lo pregunt¨¦ en varias ocasiones. ¡°De todas formas ¨Cme dijo la ¨²ltima vez que la visit¨¦¨C, no hay que hacer mucho caso de lo que dijera o hiciera Dora: ?era una mentirosa!, ?jam¨¢s me devolvi¨® los 2.000 d¨®lares que le prest¨¦!¡±.

Mi inquietud se basaba en una sospecha que hab¨ªa ido creciendo con los a?os desde la desaparici¨®n de Dora: ?qu¨¦ fue de aquel hombre que vimos en el puerto y que ahora sab¨ªa, si lo que contaba Brita desde las nieblas de su demencia era cierto, que sin duda hab¨ªa sido largamente esperado por Dora? En busca de respuestas, una ma?ana fui a la hemeroteca para consultar la prensa local y descubr¨ª que en aquellos d¨ªas un hombre hab¨ªa aparecido asesinado en una playa. Pero nada m¨¢s se dec¨ªa de ¨¦l. Dos d¨ªas despu¨¦s concert¨¦ una entrevista con el comisario, que muy amablemente busc¨® los papeles de aquel crimen para mostr¨¢rmelos. Yo esperaba ver una fotograf¨ªa o al menos una descripci¨®n f¨ªsica del cad¨¢ver que me permitiera confirmar mis sospechas. Pero ni siquiera hab¨ªa un nombre, nunca fue identificado y nadie lo reclam¨® jam¨¢s. El caso no hab¨ªa sido resuelto y el comisario ni siquiera quiso saber la raz¨®n de mi inter¨¦s. Aunque no consegu¨ª las respuestas que buscaba, sal¨ª de la comisar¨ªa temblando y sudoroso como cuando corr¨ª hacia Dora aquella ma?ana de verano para contarle mi descubrimiento.

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