Soy feliz en Cartagena
Mi libreta dice: "?Calor!". Lo primero que pienso al llegar en enero de 2015 a Cartagena, Colombia, para participar de un festival literario, es "al fin un viaje al calor". Porque los viajes que hago, salvo excepciones, tienen como destino sitios con climas desesperantes: Lima, envuelta en bruma; Bogot¨¢, del calor al fr¨ªo y de ah¨ª a la lluvia ocho veces al d¨ªa. (En mayo de este a?o estuve en un lugar en el que, se supone, el clima es bueno, Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, pero llovi¨® todos los d¨ªas e hizo un fr¨ªo desp¨®tico).
El cuarto del hotel era enorme. Las puertas que daban al balc¨®n no cerraban bien, as¨ª que improvis¨¦ una pared con almohadones para tapar la separaci¨®n entre las hojas de vidrio. Llov¨ªa cuando di una conferencia, y llov¨ªa cuando, al terminar, un hombre del p¨²blico me pregunt¨® qu¨¦ pensaba de los periodistas que pierden la vida haciendo lo que hacen.
Hay mucha gente que pierde la vida haciendo lo que hace -trabajadores portuarios, alba?iles, prostitutas-, y no creo que los periodistas tengamos m¨¢s derecho que otros a no perderla. Pero dije, simplemente, algo que de todos modos es verdad: que me parec¨ªa atroz. Despu¨¦s anot¨¦ en mi libreta: "?Soy hip¨®crita?"). Cartagena, dec¨ªa.
He estado aqu¨ª muchas veces. El centro hist¨®rico es peque?o, hipermaquillado, y nunca comprend¨ª su fama, pero siempre soy feliz en esta ciudad. Duermo en un hotel que da al patio de un colegio donde miles de chicos atronan con el himno a las siete de la ma?ana y no paran de gritar en todo el d¨ªa. Pero no me importa. Voy a las fiestas, bebo, bailo. Mi uniforme habitual -camisetas negras, jeans- cambia por zapatos de tac¨®n y faldas.
Un d¨ªa, el fot¨®grafo Daniel Mordzinski nos toma a varios de los autores invitados algunas fotos en la muralla. Hacemos todo lo que nos pide, sin chistar, y nos pide cosas que no har¨ªamos en ninguna otra situaci¨®n (Mordzinski me tom¨® fotos por primera vez en una playa de Portugal, en 2009. Me propuso saltar desde un mangrullo hacia la arena y lo hice con tanto entusiasmo y tantas veces que se me rompieron los tacos de las dos botas. Lo volver¨ªa a hacer).
En un c¨®ctel encuentro a J., un escritor querido y prestigioso. Estamos conversando cuando nos avisan que quieren entrevistarnos para la televisi¨®n. Me piden que vaya primero. Voy. Saludo a la entrevistadora. Ella no me mira: mira su tel¨¦fono y mastica chicle. La c¨¢mara se enciende. Dice: "Lila Guerreiro, cu¨¦ntanos de tu ¨²ltimo libro, Frutos extra?os". Aunque ese es un libro de 2009, y he publicado cuatro m¨¢s despu¨¦s, le digo que en efecto Frutos extra?os es mi ¨²ltimo libro, que contiene cuentos de ciencia-ficci¨®n (yo no escribo cuentos), y que estoy trabajando en la saga: Frutos secos y Frutos rojos. Ejerzo una hostilidad fantasma (ahora la ves, ahora no la ves), y s¨¦ que est¨¢ mal, y no puedo evitarlo. Cuando termina conmigo, le toca a J. Con ¨¦l, se derrite, se muestra informada, interesad¨ªsima. M¨¢s tarde le cuento a J. mi entrevista autohumillante y nos re¨ªmos como hienas.
Salgo al sol at¨®mico de la ciudad. Siento algo parecido al j¨²bilo, un optimismo idiota. Recuerdo esa frase de Hebe Uhart: "Arre, hermosa vida"
Al d¨ªa siguiente pasan cosas raras. Una mujer me detiene en la calle al grito de "?Leila Guerriero!". Despu¨¦s, una pareja. Despu¨¦s, una madre y su hija. Despu¨¦s, seis adolescentes. Segura de que me est¨¢n gastando la broma del siglo, busco la c¨¢mara oculta por todas partes, pero se corta la luz en la zona y quedo a oscuras, igual que mi fama inexistente. Voy a un c¨®ctel, a una cena, a una fiesta. Me pierdo volviendo al hotel, sola. Camino un rato, sin ganas de irme a dormir. Me acuesto de madrugada.
Los ni?os de la escuela me despiertan a las seis, cantando un hip-hop que despachurra la letra del himno nacional: "Ces¨® la horrible noche / La libertad sublime / derrama las auroras / de su invencible luz". Quiero demoler el colegio. Llamo a Diego a casa, a Buenos Aires, para despotricar contra los ni?os cantores de Cartagena, pero no contesta. En el desayuno me encuentro con una escritora que acaba de llegar. No le digo nada de los ni?os cantores y salgo al sol at¨®mico de la ciudad. Siento algo parecido al j¨²bilo, un optimismo idiota: el calor, esta ciudad, los amigos. Pienso: "Es como si me corriera jugo de naranja por las venas". Recuerdo esa frase de un relato de Hebe Uhart: "Arre, hermosa vida". Por una vez, me parece una frase genial.
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