La incertidumbre de la Tierra Media
Una radiograf¨ªa de los centros de recepci¨®n de refugiados en Grecia
En Elliniko, el antiguo aeropuerto y sede ol¨ªmpica de Atenas, atrapados entre estadios abandonados, campos de hockey fantasmales, vestuarios, aparcamientos y carpas que acogen peque?as tiendas de campa?a, viven m¨¢s de 2.300 solicitantes de asilo, en su mayor¨ªa afganos. Llevan all¨ª desde el 20 de marzo de 2016; la fecha que todos conocen de memoria y mencionan a cada poco. El d¨ªa en que entr¨® en vigor el acuerdo entre la Uni¨®n Europea y Turqu¨ªa, y Grecia dej¨® de ser un pa¨ªs de tr¨¢nsito para pasar a ser el custodio indefinido de 66.000 refugiados. Responsables de hacer lo preciso para que lo ef¨ªmero y temporal se convierta con casi total seguridad en permanente para una gran mayor¨ªa de ellos. A finales de este a?o, la mitad deber¨ªan estar ya reubicados en distintos pa¨ªses europeos, pero lo cierto es que no llegar¨¢n a 5.000.
Samir lleva ocho meses en Elliniko con los dos hijos que sac¨® de Kabul a rastras, cuando los talibanes les devolvieron el cad¨¢ver torturado del mayor. Uno se ha recuperado bastante, pero Samir no alberga muchas esperanzas de que el de diecis¨¦is a?os, seriamente da?ado en mente y alma, recupere la raz¨®n, ni de que resista hasta que puedan viajar a Alemania y reunirse con su madre y sus otros tres hermanos. Cumplen los requisitos para la reunificaci¨®n, salvo que son afganos. No saben nada; solo esperan. Y Samir se desespera. Habla un ing?¨¦s excelente, fuma sin parar y ejerce de patriarca protector de las carpas donde se api?an las tiendas de las familias. Hay otras dos carpas para los hombres solos. Todos, ellos y ellas, pero sobre todo ellas, se nos acercan, nos aprietan el brazo, nos piden en susurros: por favor, vayan a ver los ba?os. Se quejan de los sanitarios, porque no est¨¢n separados los de hombres y mujeres, porque no hay tazas y el suelo est¨¢ fr¨ªo... Expresan con estas quejas lo que no dicen: que se sienten asustadas, inseguras. Humilladas. Ocurre cuando lo ¨ªntimo y cotidiano se convierte en un calvario, en medio de la desesperanza y el no saber. El no saber.
Pero, a base de excusas y apremios, no hubo manera de visitar esos aseos. Nuestro acceso a los centros de recepci¨®n nos lo facilita el gobierno griego, luego la insistencia solo puede llegar hasta un punto. Elliniko no cuenta en absoluto con las condiciones para atravesar un invierno, por eso el plan era cerrarlo en oto?o y trasladar a sus residentes a otra ubicaci¨®n con una infraestructura adecuada a la nueva perspectiva temporal. Pero el a?o, y el invierno, se echa encima. El gobierno me reconoci¨® que la fecha, en el mejor de los casos, ser¨¢ enero, aunque trabajan contrarreloj para encontrarles acomodo. Mientras, un m¨¦dico y un pediatra en dos turnos atienden a las 700-800 personas que viven en cada uno de los tres sectores. Lo que se sale de la medicina b¨¢sica que prestan las ONG en este como en todos los centros de recepci¨®n (nadie habla de campos de refugiados) lo ha de cubrir la exhausta y menoscabada sanidad p¨²blica griega. La escolarizaci¨®n de una proporci¨®n creciente de menores es el otro gran reto. C¨®mo combinar la transici¨®n a unas instalaciones con visos de permanencia con la ligera vacuidad de la escuela informal; c¨®mo cumplir con los objetivos educativos de escuela p¨²blica en griego con la diversidad de lenguas y procedencias. C¨®mo navegar la vulnerable inestabilidad y los a?os de desarraigo de millares de cr¨ªos.
La obligaci¨®n de atenci¨®n prioritaria a los menores no acompa?ados, cuyo n¨²mero se ha sextuplicado hasta superar los 2.000, sigue sin ser atendida: el Gobierno griego asegura que tiene ya a 400 preparados con los papeles en orden para ser objeto de reubicaci¨®n o reunificaci¨®n familiar. Pero no pasan del 10%, los que tienen un destino asignado en Europa. Hay, no obstante, muchas iniciativas prometedoras y bien orientadas, pero con una visi¨®n necesariamente a largo plazo. Como las casas de Praksis, un oasis de serenidad y luz para estabilizar la vida de centenares de menores no acompa?ados. Con sus 800 plazas a plena capacidad, son dolorosamente conscientes de los casi 1.500 chicos en lista de espera. M¨¢s de 300 en puntos calientes en las islas, sobrepobladas, a veces durante meses y sin acceso a registro y procedimiento de asilo. Sin informaci¨®n alguna sobre qu¨¦ pasos seguir o qu¨¦ hacer. Sin saber.
En el "paseo mar¨ªtimo" de Skaramagas, los hombres pescan junto al Egeo y los adolescentes remolonean en el malec¨®n. A 11 kil¨®metros de Atenas, en una zona portuaria abigarrada de gr¨²as y contenedores, el paisaje superpuesto de casetas prefabricadas lo ha convertido en el centro de recepci¨®n m¨¢s grande de Grecia. Con m¨¢s de 3.400 habitantes registrados, Skaramagas es apacible y ruidoso a la vez, con aire de pueblo marinero y riadas de ni?os jugando al bal¨®n y montando en bicicleta entre las casetas y la ropa tendida. En su mayor¨ªa son sirios. En cuanto llegaron, se organizaron para concentrar sus casas y establecieron los pocos negocios que hay: la barber¨ªa del espejo encastrado, el restaurante del falafel fragante. Los afganos lamentan su doble marginaci¨®n: ellos no pueden solicitar la reunificaci¨®n familiar. Todos vinieron despu¨¦s del fat¨ªdico 20 de marzo que abri¨® bajo sus pies la zanja del No Pasar.
Saben que dif¨ªcilmente, muy pocos y con mucha lentitud, van a poder seguir su camino, pero se agarran con u?as y dientes a lo que les dicen sus sentidos m¨¢s profundos, el com¨²n y el de la justicia: "Yo no quer¨ªa irme de mi casa, pero gracias por ayudarme. Quiero reunirme con mi familia, me est¨¢n esperando, ?por qu¨¦ seguir aqu¨ª? Yo no quiero ser una carga". Me lo cuentan las mujeres. Las chicas no me lo cuentan: lo denuncian. Hierven. Se indignan. Y aprenden ingl¨¦s para poder explicarse sin intermediarios, y se aplican en dominar la tecnolog¨ªa, para contarlo todo alto y lejos, a ese mundo que ya saben que es uno y redondo.
La obligaci¨®n de atenci¨®n prioritaria a los menores no acompa?ados, cuyo n¨²mero se ha sextuplicado hasta superar los 2.000, sigue sin ser atendida
Aeichan es una de esas chicas, pero a¨²n m¨¢s especial. Tiene 20 a?os y es yazid¨ª, de la regi¨®n monta?osa del norte de Irak que Daesh masacr¨® hace dos a?os. Logr¨® llegar a la isla de Leros, y desde septiembre vive en Skaramagas con su marido Dalbah y su hijita de un a?o Fariha, en una de las casetas que cobijan a los m¨¢s de 600 yazid¨ªes de este centro. Al principio eran 800, pero cada semana diez o doce se van con los traficantes de personas, que siguen activos. Aeichan me recibe en su casa, menuda, t¨ªmida, su gesto tan determinado como sus ojos. Progresa mucho en su ingl¨¦s. Es la ¨²nica mujer yazid¨ª que sale del centro: coge el autob¨²s, va al hospital a ver enfermos, a comprar. Veo las marcas de cortes en sus brazos. Kristina, mi ¨¢ngel gu¨ªa, me ha explicado que se los hace para recordar que vio morir a toda su familia y que el dolor la sigue acompa?ando. Aeichan iba a la escuela con Nadia Murad, Premio S¨¢jarov 2016, y a ella le dirige un largo mon¨®logo ensimismado en su lengua kurmanji, creando un incandescente espacio ¨ªntimo entre ellas al que asisto en silencio, grab¨¢ndolo para Nadia con manos temblorosas.
Jamal y su madre Thawra, tambi¨¦n de Sinjar, entran, me abrazan y me ofrecen caf¨¦. Jamal es un triunfador. Locuaz, pol¨ªglota, cari?oso. No tendr¨¢ m¨¢s de quince a?os. Dalbah entra por la puerta cabeceando pensativo. ?Atrapados sin remedio por llegar despu¨¦s del 20 de marzo? "Somos griegos, t¨ªo", le dice Jamal en ingl¨¦s, con su sonrisa inabarcable. Aeichan frunce el ce?o y me mira. S¨¦ lo que est¨¢ pensando. Llegar¨¢.
Beatriz Becerra es vicepresidenta de la Subcomisi¨®n de Derechos Humanos del Parlamento Europeo.
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