?Por qu¨¦ a los t¨ªos nos gustan las medallas?
Insignias y medallas. Emblemas que se llevan en el pecho y que a los hombres les gusta lucir, aunque sea en la intimidad
El otro d¨ªa durante la clase de tenis encontr¨¦ un diente de cocodrilo en el suelo (en puridad, hierba artificial). Enseguida pens¨¦ que lo hab¨ªa perdido yo, porque en mi pista no ha jugado nunca, que se sepa, Ren¨¦ Lacoste (el famoso jugador franc¨¦s apodado Le Crocodile o L¡¯Alligator ¨Cde ah¨ª sus c¨¦lebres polos¨C) y porque precisamente luzco desde hace unas semanas en torno al cuello un colgante con un colmillo de cocodrilo australiano. Result¨® que no, que el diente no era el m¨ªo (aunque nadie lo ha reclamado y, claro, me lo he quedado), lo que es una extra?a casualidad: ?qu¨¦ probabilidad hay de que encuentres un diente de cocodrilo en una pista de tenis mientras llevas colgado otro?
El asunto me dio que pensar y acab¨¦ reflexionando sobre las cosas que me pongo como adorno. No llevo anillos, pendientes (excepto uno falso de lobo de mar, cuando mi cu?ado me saca a navegar) ni m¨¢s pulseras que algunas peque?as el¨¢sticas de tela o cord¨®n y, en ocasiones especiales, una de cuentas que canje¨¦ a un guerrero mas¨¢i cerca del Ngorongoro por una gorra de pinturas Titanlux. Collares tampoco, con contadas excepciones como la del diente de cocodrilo. Soy, como muchos hombres, de una aburrida sobriedad. El diente de cocodrilo incluso lo llevo por dentro de la camisa.
Probablemente sea por esa tendencia a la austeridad y moderaci¨®n que a muchos t¨ªos nos atraen las medallas e insignias, elementos decorativos, s¨ª, pero que tienen un motivo y un prop¨®sito
Probablemente sea por esa tendencia a la austeridad y moderaci¨®n que a muchos t¨ªos nos atraen las medallas e insignias, elementos decorativos, s¨ª, pero que tienen un motivo y un prop¨®sito. Acabo de escribir esto y me asaltan dudas sobre lo de la austeridad y la moderaci¨®n al recordar el tois¨®n de oro, o el pecho completamente cubierto de condecoraciones del mariscal Timoshenko, incluida tres veces la orden de Suv¨®rov. Pero, en fin, estar¨ªamos nosotros m¨¢s por distinciones parcas, como el discreto bot¨®n rojo de la L¨¦gion d¡¯Honneur, que tan elegante queda con la americana y que Hubert Barr¨¨re de Tartas (Louis de Fun¨¨s) se pirraba por conseguir ¨Chasta llegar a arranc¨¢rselo a su abogado (¡°?me hace falta para ma?ana!¡±)¨C en Hibernatus, mi abuelo congelado (1969).
Ah¨ª est¨¢ tambi¨¦n la tan sobria y severa Victoria Cross (VC), la gran medalla al valor brit¨¢nica, hecha del bronce de los ca?ones rusos tomados en Sebastopol y que todos quisi¨¦ramos lucir, aunque a ser posible no p¨®stumamente. Y la Estrella de Plata. Y el Coraz¨®n P¨²rpura. O la muy fr¨ªa Medalla Polar. Para rom¨¢ntica, la Medalla del Asedio de Jartum, instaurada por el general Gordon (Gordon Pach¨¢) para subir la moral antes de que la capital sudanesa cayera en manos del Mahdi y al propio general le adornaran la guerrera con una jabalina derviche.
He de confesar mi debilidad por una condecoraci¨®n tan pol¨ªticamente incorrecta como la Cruz de Hierro. Se reparti¨® tanto que acab¨® perdiendo parte de su marcial glamour. La tengo hasta yo: una de la I Guerra Mundial, adquirida no en los embarrados campos de Flandes sino en una tienda de coleccionista. Solo me la pongo en la intimidad y siempre lo compenso releyendo Sin novedad en el frente.
La de la II Guerra Mundial es igual, pero peor: con una esv¨¢stica. Codiciada por el canalla y cobarde capit¨¢n Stransky de La cruz de hierro, la novela de 1955 de Willi Heinrich llevada al cine por Sam Peckinpah con James Coburn como el esc¨¦ptico sargento Steiner (que la portaba con tan pocas ganas como el uniforme y el exclusivo Broche de Combate Cuerpo a Cuerpo), es una condecoraci¨®n que da mal rollo. ¡°Le ense?ar¨¦ d¨®nde crecen las Cruces de Hierro¡±, le espeta el correoso Steiner a Stransky mientras le arrastra al infierno de la batalla, a los campos de Marte donde, es sabido, brotan guerreros sangrientos del suelo si dejas caer dientes de drag¨®n, o de cocodrilo.
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