Los dos Rulfos
El escritor no quer¨ªa escribir m¨¢s, se dec¨ªa, porque tem¨ªa caer del pelda?o que hab¨ªa alcanzado con sus obras maestras
Pienso en Rulfo y oigo las primeras palabras de Pedro P¨¢ramo. Pienso entonces, mexicana y sacr¨ªlegamente, que son mejores que las primeras de El Quijote.
Son estas:
"Vine a Comala porque me dijeron que ac¨¢ viv¨ªa mi padre, un tal Pedro P¨¢ramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le promet¨ª que vendr¨ªa a verlo cuando ella muriera. Le apret¨¦ sus manos en se?al de que lo har¨ªa, pues ella estaba por morirse y yo en plan de prometerlo todo".
Recuerdo el deslumbramiento solitario de haber le¨ªdo esto hace m¨¢s de medio siglo, sin saber qu¨¦ le¨ªa. He vuelto a leer a Rulfo en estos d¨ªas, sabiendo algo m¨¢s de ¨¦l. Su magia resonante y ¨¢spera volvi¨® a apretarme las manos.
Hace unos d¨ªas, el 17 de abril, rele¨ª El llano en llamas, el cuento. Ah¨ª est¨¢ todo lo que hay que saber y sentir de la violencia heredada de M¨¦xico. De la violencia hereditaria a secas.
El autor de Pedro P¨¢ramo y de El llano en llamas est¨¢ intacto en el resplandor sombr¨ªo, asombrosamente seco y r¨ªtmico de su voz.
Tambi¨¦n est¨¢ vivo el otro Rulfo, el de la comidilla literaria sobre la persona que escribi¨® estos libros.
M¨¢s del autor
Desde que recuerdo existen los dos Rulfos: el autor de Pedro P¨¢ramo, maestro del murmullo de los muertos, y la persona que escribi¨® aquello, fuente de interminables leyendas sobre su dudosa o imposible autor¨ªa.
Cuando le¨ª a Rulfo la primera vez ya era el mito que es ahora, el autor cabal de dos obras maestras. Se dec¨ªa que no hab¨ªa seguido escribiendo o escrib¨ªa a escondidas, asustado de sus logros. Ca¨ªan sobre ¨¦l toda clase de hip¨®tesis, chismes, confidencias, preguntas:
?Por qu¨¦ hab¨ªa dejado de escribir? ?No iba a escribir m¨¢s? ?Estaba escribiendo en secreto?
La flagrante maestr¨ªa de sus libros daba para responder estas preguntas de manera ladina y ambigua, a la vez elogiando y disminuyendo al autor.
Rulfo no quer¨ªa escribir m¨¢s, se dec¨ªa, porque tem¨ªa caer del pelda?o que hab¨ªa alcanzado con sus obras maestras. Rulfo estaba asustado de haberse descubierto un genio. Rulfo escrib¨ªa a escondidas buscando infructuosamente llegar a sus propias alturas.
El mar de fondo de la comidilla era un elogio derogatorio, una elogiosa derogaci¨®n, del objeto de tanto asombro y tanta ro?a: la obra era enorme, pero el autor no; en mala hora se hab¨ªa dado cuenta de su estatura; todos sus intentos de alcanzarse hab¨ªan quedado cortos.
La murmuraci¨®n literaria que acompa?a al genio de Rulfo fue y sigue siendo una mezcla de admiraci¨®n y maledicencia: ignorancia maravillada ante su mundo, desd¨¦n ilustrado ante sus dones.
Rulfo convoc¨® desde el principio esta doble moral literaria, no tan infrecuente como parece, de la rendici¨®n art¨ªstica ante la obra y la reticencia profesional de los hombres de letras ante el autor.
Sucedi¨® con ¨¦l m¨¢s que con nadie, porque Rulfo era un escritor de genio que no parec¨ªa serlo. Era s¨®lo la encarnaci¨®n, en estado puro, del escritor genial.
La murmuraci¨®n, la historia, la biograf¨ªa, la torpe cotidianidad, acompa?an la posteridad de Rimbaud. No explican el fulgor de su obra.
Algo parecido sucede con Rulfo, salvo que Rulfo era un mejor ser humano y lleg¨® a leer y a saber m¨¢s cosas serias de su oficio que Rimbaud.
Regreso al origen:
Mi primera lectura de Rulfo fue hace medio siglo. Ya era un cl¨¢sico vivo de la literatura mexicana y ya cargaba la sombra que lo acompa?¨® el resto de sus d¨ªas: la versi¨®n de un escritor hecho por otros, un autor al que le hab¨ªan ordenado en su casa editorial los cuentos de El Llano en llamas y al que le hab¨ªan recompuesto, hasta volverlo legible, el desordenado manuscrito de fantasmas y rencores llamado Pedro P¨¢ramo.
Era inexplicable que aquella perfecci¨®n inquietante hubiera salido de la mano de un escritor que parec¨ªa cualquier cosa menos un hombre de letras, cualquier cosa menos un escritor profesional. Era s¨®lo un tipo silencioso que hab¨ªa dejado de escribir, y que no hab¨ªa escrito sino eso, dos libros geniales.
La leyenda de Rulfo como un diamante en bruto pulido por otros ha sido revisada y desmentida una y otra vez. Una y otra vez ha quedado viva.
El muy buen escritor que fue Ricardo Garibay resumi¨® esta leyenda con una frase particularmente dura y desafortunada. Dijo: "Rulfo es el burro que toc¨® la flauta".
Tratando de elogiar a Rulfo, en la ocasi¨®n de recibir el premio de la feria de Guadalajara que llevaba su nombre, Tom¨¢s Segovia, poeta y hombre de letras si los hay, dijo algo que est¨¢ en la franja del dictum salvaje de Garibay.
Dijo:
"Es el tipo de escritor que tiene el puro don, es decir, es un escritor misterioso. Nadie sabe por qu¨¦ Rulfo ten¨ªa ese talento, porque en otros escritores uno puede rastrear el trabajo, la cultura, las influencias, incluso la biograf¨ªa, pero Rulfo es un puro milagro, nadie sabe por qu¨¦ tiene ese talento. No tuvo una vida muy deslumbrante, no fue un gran estudioso ni un gran conocedor, ¨¦l simplemente naci¨® con el don".
Garibay y Segovia, tan lejanos como son en su oficio de escritores, tienen este rasgo com¨²n de no entender por qu¨¦ Rulfo toc¨® la flauta o tuvo el don. Nos pasa esto a todos los escritores con los colegas que han tocado la flauta o tenido el don.
Pero este es el hecho absoluto de Rulfo: recibi¨® de los dioses la flauta que hab¨ªa que tocar y el don que hab¨ªa que tener, para ganar un sitio aparte en el pante¨®n de la literatura, que no es un cementerio de autores muertos sino un enjambre de lectores vivos, que siguen leyendo a sus cl¨¢sicos.
De mi escaso trato personal con Rulfo tengo la memoria de un hombre mudo, sentado a la mesa locuaz que a veces presid¨ªa Fernando Ben¨ªtez en la casa de Alba y Vicente Rojo, a la que acud¨ªan, a principios de los a?os setenta en la Ciudad de M¨¦xico, Augusto Monterroso y Carlos Monsiv¨¢is.
Rulfo no hablaba. Un d¨ªa habl¨® de unas milpas de por el rumbo de Zapotl¨¢n donde se met¨ªan unos fulanos a escondidas a hacer sabe qu¨¦ cosas. Hac¨ªan mecerse las milpas de mala manera. Entraban y sal¨ªan. Entraban otros y sal¨ªan los de antes. Algunos no sal¨ªan. Las milpas segu¨ªan movi¨¦ndose. Suced¨ªa todo esto todo el tiempo en ese tiempo en Zapotl¨¢n, pero nadie hablaba de eso en ese tiempo en Zapotl¨¢n.
Recuerdo que coincidimos en una mesa redonda sobre cultura durante la campa?a presidencial de Miguel de la Madrid, en el a?o de 1981. Los participantes hab¨ªamos sido invitados a esa mesa en la ciudad de Tijuana.
A la hora del reparto de los cuartos de hotel, a Rulfo le toc¨® un motel de mala muerte llamado El sombrero. Tan de paso era el hotel que el cuarto de Rulfo no ten¨ªa cerradura. Le dieron un gancho para que atrancara la puerta por dentro. El gancho era una percha de alambre de tintorer¨ªa.
Al d¨ªa siguiente, en el autob¨²s atestado donde ¨ªbamos, Rulfo le cedi¨® el lugar a ?ngeles Mastretta, que hab¨ªa sido su alumna en el Centro Mexicano de Escritores.
Alguien grit¨®: "Ese es hombre, no pedazos".
Rulfo alz¨® la mano en agradecimiento.
Todav¨ªa tra¨ªa en ella la percha de alambre que llevaba para demostrar lo que le hab¨ªa pasado en El sombrero. No fuera que no fu¨¦ramos a creerle.
H¨¦ctor Aguilar Cam¨ªn es escritor, director de la revista Nexos.
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