Ella es la voz de los ind¨ªgenas de Guatemala
Sara Curruchich canta y conecta al pueblo kaqchikel con su pasado. Por m¨¢s que este duela. Reivindica la cultura maya en un pa¨ªs, Guatemala, donde el 79% de la poblaci¨®n ind¨ªgena vive en la pobreza
Sara Curruchich aprendi¨® que el cielo era m¨²sica en una habitaci¨®n a oscuras. All¨ª, bajo el manto de las velas y la melod¨ªa del M¨¢s all¨¢ del sol que su padre entonaba noche tras noche, la joven kaqchikel descubri¨® un altavoz contra la discriminaci¨®n que lleva d¨¦cadas marginando a su pueblo. ¡°Rompimos los estereotipos¡±. Esos que dicen que los ind¨ªgenas s¨®lo valen para servir. Esos que les borran hasta su propio nombre. Esos que llenan de ¡°Mar¨ªas¡± los servicios dom¨¦sticos de la capital de Guatemala.
¡ª?Vos Mar¨ªa?
¡ª?Yo tengo un nombre! Soy Sara.
La joven que da voz a la revoluci¨®n ind¨ªgena.
A la llegada a San Juan Comalapa, un peque?o pueblo enclavado entre colinas frondosas donde se dice que en cada familia nace un artista, un muro ocre invita a detenerse. Sus pinturas, que hablan de agricultores afanados y j¨®venes torturados, advierten de una frontera imaginaria: la de la conciencia. Centenares de personas fueron aqu¨ª asesinadas, descuartizadas y violadas durante el conflicto armado. Lo fueron Jacinto y Eduardo Cat¨² en marzo de 1981. O los 60 feligreses de la iglesia de Xiquin Sinai. Tambi¨¦n los 40 hombres que se encontraban en agosto de 1982 en el caser¨ªo de Papumay. Pero a diferencia del silencio que envuelve a menudo estas masacres 20 a?os despu¨¦s de la firma de la paz, aqu¨ª nadie olvida a los suyos. A los ca¨ªdos. O a los que, como la matriarca de los Curruchich, Mar¨ªa, fueron obligados a vivir olvidando lo que hab¨ªan visto. ¡°A m¨ª jam¨¢s me hablaron del conflicto. Conocemos la historia occidental, pero no la nuestra. Eso es parte de la discriminaci¨®n¡±, recuerda la peque?a de la familia, cuyas canciones han conectado al pueblo kaqchikel con su pasado. Por m¨¢s que este duela.
No se trata de revanchismo, sino de fortalecer la propia identidad: ¡°Mis canciones hablan de convivencia con la naturaleza, del respeto a los mayores, de la soberan¨ªa alimentaria...¡±. Un relato para construir la conciencia de un pueblo.
Un camino para entenderse a s¨ª misma
Antes de saber incluso que quer¨ªa cambiar el mundo, Sara Curruchich tuvo que aprender a entenderlo. Porque a ella, la menor de una familia de mujeres irreductibles la educaron lejos de su propio idioma. ¡°Nunca recib¨ª una clase en kaqchikel¡±. Mar¨ªa, su madre, no sab¨ªa leer ni escribir, pero dominaba el arte de sobrevivir, as¨ª que aprendi¨® el espa?ol necesario para alimentar a sus hijas con lo que ganaba comerciando en los mercados de la capital.
Lo que ocurre es que los ladinos (mestizos) ¡°se r¨ªen cuando escuchan a los ind¨ªgenas hablando en espa?ol. Se burlan del acento. Por eso mucha gente intenta que sus hijos s¨®lo aprendan ese idioma¡±. Eso fue lo que pens¨® Mar¨ªa. ¡°No quer¨ªa que sus hijas pasaran lo que ella pas¨®¡±, arguye Rut, convertida con los a?os en el espejo de su madre: lucen sus mismos ojos azabachados, su alma irreductible y ese talento tan especial para cocinar tortillas de ma¨ªz negro.
Sentada sobre una peque?a alfombra que la protege de la humedad del piso, Mar¨ªa acaba de repartir los platos: hay habas, carne y hierbitas, una mezcla de chipil¨ªn, berro y hierbabuena, que m¨¢s que comida es una forma de entender la vida. Y es que la tierra no siempre bendice el sudor de los campesinos de Comalapa con buenas cosechas. Es entonces cuando los kaqchikel se agarran a las hierbitas. Para no morirse de hambre.
En un entorno donde la miseria corroe las almas, los Curruchich siempre miraron distinto. Si los dem¨¢s s¨®lo volv¨ªan la vista al campo, las peque?as Curruchich acumulaban cuadernos escritos. Si las dem¨¢s chicas dejaban de estudiar, ellas no olvidaban la m¨²sica. "Ten¨ªa cinco a?os y la sala estaba iluminada con una vela. Mi pap¨¢ tocaba una canci¨®n religiosa. M¨¢s all¨¢ del sol. As¨ª durante muchas noches¡±. Cuando acud¨ªan a la iglesia, tomaba la trompeta y el viol¨ªn. ¡°Mi padre fue mi primera aproximaci¨®n a la m¨²sica¡±.
Por eso, su muerte apag¨® por un tiempo sus ganas de hablar con canciones. ¡°Nunca pens¨¦ en cantar, me recordaba mucho a mi padre¡±. Hasta que el hermano Daniel, uno de las decenas de religiosos que residen en Comalapa, le devolvi¨® su pasi¨®n: ten¨ªa 15 a?os, una guitarra prestada y el recuerdo de c¨®mo sonaban las notas en una flauta. ¡°Busque en Internet c¨®mo se afinaba la guitarra y no funcion¨®, pero sab¨ªa c¨®mo se escuchan en la flauta, as¨ª que lo hice de o¨ªdo¡±.
No se trata de revanchismo, sino de fortalecer la propia identidad: ¡°Mis canciones hablan de convivencia con la naturaleza, del respeto a los mayores, de la soberan¨ªa alimentaria...¡±
Durante semanas, no dej¨® de escucharse El Norte de Ricardo Andrade. ¡°Se me ampollaron los dedos de tanto practicar. Mis hermanas estaban cansadas de tanto o¨ªrme¡±, recuerda Sara. ¡°?S¨ª!¡±, vocifera Rut desde el otro lado de la puerta. Su risa tiene el mismo eco que la de Sara. Ambas suenan a Mar¨ªa.
Pronto comenz¨® a componer sus propias canciones. Acordes en los que hablaba de la familia, del respeto por la naturaleza y de la memoria de los pueblos mayas. Mas por aquel entonces, su principal reto era tocar con Sobrevivencia, el grupo de mam con el que recorri¨® toda Guatemala y junto al que aprendi¨® que la m¨²sica puede cambiar el mundo. A finales de 2012, la Orquesta Filarm¨®nica de Dresden buscaba una voz para su concierto por el cambio de era maya y encontr¨® a Sara en un v¨ªdeo que un desconocido hab¨ªa subido a la red. Aquella fue la primera vez que sali¨® de Guatemala.
De vuelta al pa¨ªs, un 16 de febrero, la peque?a de las Curruchich asalt¨® el escenario vac¨ªo. Fue en un restaurante a pocas cuadras de su casa, El Adobe, hoy entablillado v¨ªctima de la presi¨®n urban¨ªstica. Su madre y su hermana Lidia estaban en primera fila escuchando sus versiones de Ricardo Arjona, Coldplay o Laura Paussini. En medio del repertorio, confiesa, inclu¨ª Amigo y Ch'uti'xt?n (Ni?a). ¡°No dije que eran m¨ªas, pero a la gente le gusto o¨ªr cantar en kaqchikel¡±.
En marzo de 2014, la Orquesta Filarm¨®nica de Dresde la invit¨® a cantar de nuevo durante el XXX Festival del Centro Hist¨®rico de M¨¦xico. Como reconocimiento, le regalaron la grabaci¨®n en estudio de su canci¨®n Ch¡¯uti¡¯ Xt?n. ¡°Yo la colgu¨¦ en mi muro de Facebook y no m¨¢s de quince personas le dieron a me gusta. Sin embargo, un d¨ªa al abrirlo vi que ten¨ªa muchas notificaciones¡±. Un programa local lo hab¨ªa emitido y en pocas horas se volvi¨® un fen¨®meno viral: m¨¢s de dos millones de visitas que la convirtieron, sin esperarlo, en la voz de una revoluci¨®n.
El triple estigma del racismo: mujer, ind¨ªgena y del ¨¢rea rural
¡°Pero ella quien es. ?Ella es la que est¨¢ cantando? S¨®lo se pone el traje, verdad?¡±.
Al lado de la se?ora, do?a Irma, una de las habituales de L'Aper¨®, la m¨¢s famosa de las pizzer¨ªas de la capital, permanece en silencio, mordi¨¦ndose las ganas de callarla.
¡°Seguro que se pone el traje s¨®lo para cantar¡±, contin¨²a la mujer, de mediana edad y mirada tapiada. ¡°C¨®mo va a ser ind¨ªgena y estar cantando y tocando la guitarra?¡±.
Aquella noche de 2015 hab¨ªa m¨¢s de 400 personas escuchando a Sara. Su nombre empezaba a sonar entre la nueva escena musical. La chica que canta en kaqchikel. El rostro de ONU mujeres en la lucha de los pueblos originarios. Para muchos, sin embargo, era s¨®lo una india m¨¢s.
¡°Se nos llama indios de forma despectiva. Hace unos meses, mientras caminaba, una se?ora se qued¨® mirando la funda de mi guitarra. ¡°Los indios no son para la m¨²sica, sino para trabajar¡±, me dijo. En aquel momento me qued¨¦ callada, no sab¨ªa que responder. Pero me doli¨® mucho. Llegu¨¦ a casa y no entend¨ªa¡¡±.
¡°Hay mucha gente para la que no es cre¨ªble un caso como el de Sara. El racismo y la discriminaci¨®n siguen vigentes en la sociedad. Para ellos somos s¨®lo mano de obra barata¡±, interviene Rut, ya con las tortillas sobre la mesa. ¡°La discriminaci¨®n est¨¢ en c¨®mo te hablan, en c¨®mo te miran, en c¨®mo te tratan, en c¨®mo no te tratan¡±.
Cuando acuden a la capital en busca de empleo y la primera norma es hacerlo sin sus trajes tradicionales, el corte y g¨¹ipil. Si lo hacen como clientes, a menudo son evitadas hasta que desisten. Lo cierto es que pocas son las mujeres que pasean por los glamurosos centros comerciales de la capital y casi ninguna la que se viste con las ropas que definen su cultura. Como si Guatemala, donde al menos el 41% de la poblaci¨®n se define como ind¨ªgena, quisiera borrar el rastro de lo que es. ¡°Se ha tratado de ladinizar al ind¨ªgena¡±. Rut, con m¨¢s vivencias que a?os, alude al c¨ªrculo universal de la pobreza: sin posibilidad de recibir educaci¨®n en sus idiomas maternos, la sociedad ind¨ªgena termina marginada en trabajos de baja cualificaci¨®n, ¡°empleos que la burgues¨ªa no har¨ªa¡±, como tortiller¨ªas o servicios dom¨¦sticos, donde son ¡°presas f¨¢ciles de la red de trata de personas¡±.
El resultado: el 79,2% de los ind¨ªgenas viven en situaci¨®n de pobreza, con menos de 1.339 d¨®lares al a?o, frente al 46,6% de los mestizos. Mas una nueva generaci¨®n est¨¢ empe?ada en cambiar el paradigma: desde el coraz¨®n maya tambi¨¦n se puede construir el universo, levantar una industria de ropa o llenar una sala de conciertos sin apelar a la l¨¢stima. El suyo, el de todas las Saras de Centroam¨¦rica, es un talento al otro lado de la compasi¨®n.
La revoluci¨®n ser¨¢ ind¨ªgena o no ser¨¢
En Comalapa, el fr¨ªo de los tr¨®picos asoma por el oeste, justo detr¨¢s de la iglesia colonial de San Juan Bautista. Al acabar el servicio, los feligreses retoman la charla: en el pueblo falta agua, sobran ni?os desnutridos y se necesitan medicinas.
En la entrada del centro de salud, un edificio de paredes desconchadas ubicado junto a un camino desde el que se adivinan ya los paisajes arcillosos de los cultivos, una anciana aguarda impaciente. Con las extremidades envueltas sobre s¨ª mismas, agacha la cabeza hasta que escucha que es uno de los suyos, un kaqchikel, quien le habla. En otra de las salas del centro, Giovani no pierde ojo a su peque?o ?ngel. Tiene cinco a?os y graves problemas en los pulmones. Toma agua nebulizada y un medicamento cada 15 d¨ªas. Aunque eso le cueste la salud a su padre. ¡°Estamos escasos de medicamentos¡±, confiesa. Tiene el rostro cansado y muchas ganas de llev¨¢rselo a casa, aunque teme que el ni?o empeore. Si lo hacen tendr¨¢n que llevarlo a Chimaltenango. En Comalapa no pueden atenderlo m¨¢s.
Dos d¨¦cadas despu¨¦s del fin del conflicto armado, las comunidades ind¨ªgenas siguen al margen del desarrollo. La desnutrici¨®n cr¨®nica ronda el 70% y sus tierras son objetivo de grandes proyectos transnacionales, lo que se traduce en constantes enfrentamientos con las autoridades: casi una diaria desde el a?o 2000. ¡°Los ataques se producen cuando los activistas exigen sus derechos frente a las ¨¦lites econ¨®micas que han adquirido concesiones de forma an¨®mala¡±, resume la analista guatemalteca Stephanie Rodr¨ªguez.
En Comalapa, los vecinos rumorean sobre un nuevo proyecto para sacar oro en la zona. Temen la contaminaci¨®n de la tierra y la mirada cortoplacista que dibuja este modelo. Por eso se rebelan: si alguien va a decidir sobre el futuro, han de ser ellos. ¡°La revoluci¨®n se tiene que dar por parte de los ind¨ªgenas. Ah¨ª podr¨ªa estar el verdadero cambio para este pa¨ªs¡±, asegura Eduardo Cot, el hombre al que dos veces en la vida le dijeron que no iba a llegar a nada y hoy regenta una librer¨ªa, la Popol Vuh, desde la que convence al mundo de que el futuro en Guatemala ser¨¢ el de los ind¨ªgenas o no ser¨¢.
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