Contra los apocalipsis cotidianos
Si los mayores se quejan de no entender a los j¨®venes es porque estos se esfuerzan deliberadamente en no ser comprendidos
Si se leen bien, las tablillas de escritura cuneiforme, en torno al 3500 a. C., ya contienen un reproche de que la juventud mesopot¨¢mica no es como la de antes, que se pasan el d¨ªa holgazaneando a la sombra de los zigurats, indolentes, como si el creciente f¨¦rtil fuese a cultivarse solo. Invierten sus d¨ªas en ocios vanos porque la civilizaci¨®n ya les vino dada por sus padres, que la levantaron a pulso desde un neol¨ªtico iletrado. Los primeros columnistas cuneiformes se preguntaban, estilete en mano, qu¨¦ iba a ser de esa Mesopotamia cuando aquellos decadentes que derrochaban la vida haci¨¦ndose grabados-selfie en los muros de arcilla, asumiesen el poder.
Hay otro lugar com¨²n en microeconom¨ªa que dice que las empresas familiares duran tres generaciones: los hijos viven a su sombra e inercia, y los nietos, sin contacto con el esfuerzo herc¨²leo del fundador, la derrochan hasta malvenderla. Un reciente art¨ªculo sobre los millennials publicado en este diario me ha despertado algunas ideas m¨¢s al respecto. Sin sentirme aludido, claro, pues escapo por cuatro meses a la concepci¨®n millennial que se suele manejar y que englobaba a los nacidos entre 1980 y 2000 (generosa horquilla): yo nac¨ª en agosto de 1979. Soy, por tanto, parte de la ancianidad, pero tambi¨¦n soy de esos ancianos que se resisten a pensar como tales y que conservan ese optimismo demencial, tan demod¨¦ como las locomotoras de vapor, acerca del progreso de la humanidad.
La idea de la decadencia est¨¢ muy asentada y constituye una forma casi natural de ver el mundo. Tiene que ver con el sentido de la mortalidad y con la ilusi¨®n de que no se vive en vano: la convicci¨®n de que los hijos y nietos malograr¨¢n el legado propio lleva impl¨ªcita la noci¨®n de que uno ha sido capaz de legar algo. Por tanto, la vida ha tenido un sentido y un prop¨®sito. Las eleg¨ªas al mundo que se va son cierres argumentales, formas tr¨¢gicas de hacer mutis. Sin embargo, la idea del conflicto generacional es muy nueva. Aparece con los rom¨¢nticos y alcanza su perfecci¨®n en la posguerra mundial, cuando surge algo novedos¨ªsimo: la moda juvenil. Hasta 1960, como apunta Tony Judt en Postguerra, los j¨®venes se vest¨ªan como sus padres. Se pasaba de la ropa de ni?o a la de adulto sin transici¨®n. A partir de entonces, los j¨®venes sintieron tanto despego por sus viejos que crearon toda una cultura con c¨®digos agresivos que ridiculizaba la conducta y los modales vigentes.
Si los mayores se quejan de no entender a los j¨®venes es porque estos se esfuerzan deliberadamente en no ser comprendidos. Son las reglas de juego del conflicto.
La convicci¨®n de que los hijos y nietos malograr¨¢n el legado propio lleva impl¨ªcita la noci¨®n de que uno ha sido capaz de legar algo
Es normal, por tanto, que mucha gente no aprecie un prop¨®sito claro en la juventud. Se lo impiden, como a tantos otros, la naturaleza del conflicto y el arraigo de la noci¨®n de decadencia. Sin embargo, quienes seguimos creyendo en el progreso de las ideas, encontramos argumentos para sostener esa vieja intuici¨®n positivista, hija de la ilustraci¨®n, de que los sucesores aprenden de los antecesores y los mejoran. El profundo di¨¢logo con la tradici¨®n de una Silvia P¨¦rez Cruz (1983) o la capacidad de actualizar y renovar debates pol¨ªticos de un Owen Jones (1984), por ejemplo, son ejemplos dispares y radicales de lo que quiero decir.
Surgen nuevas corrientes feministas, como la doctrina de los cuidados. A partir del pensamiento de Bauman o de Zizek se lanzan nuevas preguntas a la condici¨®n contempor¨¢nea que tienen que ver con la ruptura de las esferas p¨²blica y privada. Artistas y escritores de muy diversos estilos rastrean en la tradici¨®n para huir de un mundo globalizado donde las diferencias y las posibilidades de vidas alternativas se achican: no es casualidad que Walden, el libro de Thoreau, sea una referencia contempor¨¢nea, como lo son otros eremitas como Wittgenstein, o que se revalorice la obra de individualistas como George Orwell.
Nada de eso est¨¢ en la calle lanzando adoquinazos, como en el Par¨ªs del 68. Hay que buscarlo con paciencia, porque el sosiego, frente al frenes¨ª aparente de las redes sociales, s¨ª es un rasgo de la cultura actual: nadie (o casi nadie) espera transformar el mundo a bombazos. La muerte del padre es ya solo metaf¨®rica.
Sergio del Molino es escritor y periodista.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.