Meditaci¨®n en Atenas
Las democracias son mortales y la antigua Grecia nos lo demuestra. Paseando por sus ruinas no podemos olvidar que la demagogia subvirti¨® la democracia desde dentro. Cuando la segunda fue abolida, ning¨²n discurso fue recordado
¡°La democracia es una estructura no de piedras sino de palabras¡±. Sentado en un desgastado escal¨®n del Pnyx, donde en un par¨¦ntesis de la historia (de 507 a 322 a. C.) se reuni¨® la Asamblea Popular para dar vida a la democracia ateniense, record¨¦ esa reflexi¨®n de mi amigo, el fil¨®sofo y poeta Julio Hubard. De dif¨ªcil acceso, vac¨ªo de atractivos art¨ªsticos (templos, columnas, estelas), el Pnyx semeja ahora un paisaje lunar. Se trata de una inmensa ¨¢rea semicircular de roca caliza contenida por un tosco contrafuerte, un peque?o estrado, denominado ¡°Bema¡±, desde donde hablaban los oradores frente a seis mil ciudadanos, y los vestigios de unas escalinatas excavadas en la piedra. Nada m¨¢s. Acompa?ados de mi sobrina Sof¨ªa y sus hijas Alpha y Zoe (mitad mexicanas, mitad griegas), Andrea y yo lo visitamos una ma?ana de junio y permanecimos varias horas.
Por la tarde, en una librer¨ªa de viejo, compramos Greece: Pictorial, Descriptive, and Historical, precioso libro ilustrado de Christopher Wordsworth (maestro de Trinity College, sobrino del gran poeta). Basado sobre todo en las cr¨®nicas de Pausanias (ge¨®grafo griego del siglo II), y publicado por primera vez en 1839, recrea l¨ªricamente el trance del orador en aquel espacio abierto al este de la Acr¨®polis. ¡°A poca distancia bajo el orador, el ?gora, llena de estatuas, altares y templos [¡] M¨¢s all¨¢ el Are¨®pago, el m¨¢s antiguo y venerable tribunal de Grecia [...] Por encima, la Acr¨®polis, presentando a sus ojos las alas, el p¨®rtico y el front¨®n de los nobles propileos. Y alzando a¨²n m¨¢s la vista, el coloso de bronce de Minerva [¡] y el Parten¨®n¡±. A los costados del Pnyx, el sabio distingue las veredas que conducen a los or¨¢culos de Eleusis y la colina donde Jerjes contempl¨® la batalla. Y a espaldas del recinto, el Pireo y el mar, nav¨ªos y flotas que llegaban hasta los confines del mundo.
Otros art¨ªculos del autor
La imaginaci¨®n rom¨¢ntica de Wordsworth atribuye la inspiraci¨®n del orador ateniense a aquel escenario que lo circunda:
Estos son los objetos que lo rodean al subirse a su Bema. Ante esa presencia habla. Son las alas que lo empujan hacia la gloria. Son tambi¨¦n, si se puede decir, las palancas con las que eleva a su audiencia, en tanto que avivan sus corazones de la misma manera que el suyo. No cabe duda, por eso, de que en una tierra como ¨¦sta la elocuencia floreciera con un vigor desconocido en otros lugares.
Hermosa evocaci¨®n, pero quiz¨¢ lo inverso sea m¨¢s cierto: buena parte de ese escenario (art¨ªstico, hist¨®rico, mitol¨®gico), y las obras que se produjeron en esa corta ¨¦poca (tragedias, comedias, historias, tratados filos¨®ficos) era producto de la vida ¨¢spera, incierta, valerosa, igualitaria y, ante todo, deliberativa que eligieron los atenienses. Eran producto de la democracia.
Debemos honrar las voces de aquel pasado y defender la palabra libre ante la tiran¨ªa
En una rese?a sobre The Athenian Democracy in the Age of Demosthenes: Structure, Principles, and Ideology del historiador dan¨¦s Mogens Herman Hansen (obra suprema, no traducida que sepamos al espa?ol), Julio Hubard escribi¨® no hace mucho en Letras Libres: ¡°El secreto [de Atenas] es la voz en el espacio p¨²blico. Un polit¨¦s ateniense tiene la obligaci¨®n de hablar entre sus pares [¡] y hacerlo claramente: las ambig¨¹edades eran consideradas defecto moral¡±. Seg¨²n Hansen, los oradores razonaban desde la Bema, unos a favor, otros en contra, y la asamblea (reunida no menos de cuarenta veces al a?o) deliberaba y votaba a mano alzada. A diferencia de Roma, no los mov¨ªa la obediencia a una autoridad superior, la excitativa del Estado o el af¨¢n de divertirse. Ni pan ni circo. Los mov¨ªa la alta vocaci¨®n de participar en la vida en com¨²n y decidir el destino de la polis.
En el Pnyx se tomaron decisiones trascendentales, muchas ben¨¦ficas, otras desastrosas: declaraciones de guerra, tratados de paz, decretos justos e injustos de ostracismo y muerte. A juzgar por sus obras, acert¨® m¨¢s veces de las que err¨®. Seg¨²n Herodoto, el ¨¦xito militar de Atenas se deb¨ªa a la democracia. Golpeada por las plagas, acosada por los enemigos, deturpada por los oligarcas, la democracia us¨® la persuasi¨®n, alent¨® la cr¨ªtica (aun la m¨¢s feroz, contra ella misma), y resisti¨® hasta sucumbir por dos causas principales: la fuerza externa (la conquista) y la mentira interna (la demagogia).
En el Museo de la Stoa, en el ?gora, vimos una estela con la figura de una joven honrando a un anciano en su trono. La joven era la democracia (elevada al rango de diosa en 404 a. C.) coronando al venerable Demos, el pueblo. ¡°Si alguien se levanta contra la democracia y contra el Demos buscando establecer la tiran¨ªa ¨Crezaba la inscripci¨®n inferior¨C quien lo mate, no tendr¨¢ culpa¡±. La fecha de la estela (337/6) coincide con la s¨²bita muerte de Filipo II (vencedor de los atenienses dos a?os antes, en Queronea) y el ascenso de su hijo Alejandro Magno, que culmin¨® con la conquista de Grecia. Al morir s¨²bitamente Alejandro, un torvo sucesor culmin¨® la destrucci¨®n: ¡°No hay ¨Cescribe Hansen¨C un solo discurso posterior a la abolici¨®n de la democracia, llevada a cabo por Ant¨ªpatro en 322 a. C¡±. Antes que vivir en servidumbre, Dem¨®stenes, el orador supremo, el cr¨ªtico de Filipo y Alejandro, se quit¨® la vida. Y el Pnyx guard¨® silencio desde entonces.
Casi un siglo antes, una enemiga m¨¢s sutil ¨Cla demagogia¨C hab¨ªa comenzado a insinuarse en el cuerpo de la democracia para minarla y subvertirla desde dentro, mediante el uso torcido, falaz e interesado de la palabra. A fines del siglo V Arist¨®fanes y Tuc¨ªdides la denunciaron por su nombre. Lo mismo (copiosamente) Plat¨®n y Arist¨®teles, en el IV. Estos fil¨®sofos no eran amigos de la democracia, pero comprendieron que la demagogia era a la democracia lo que la sof¨ªstica a la filosof¨ªa: una adulteraci¨®n letal de la verdad, un culto c¨ªnico al ¨¦xito a trav¨¦s de la mentira.
En la misma librer¨ªa de viejo compr¨¦ un grabado de Le Roi (segunda mitad del siglo XVIII) con una vista del Pnyx en tiempos de la dominaci¨®n turca. Unos hombres con turbante conversan animadamente al pie del Are¨®pago; otros ascienden por sus escaleras; y, en las ruinas del antiguo Ode¨®n, otro m¨¢s reza mirando hacia La Meca. Ninguno sospecha ni remotamente lo que significa ese escenario, el tesoro que resguarda, hecho de palabras antes que de piedras. Nosotros no podemos caer en esa amnesia. Advertidos de que las democracias son mortales, debemos honrar las voces de aquel pasado y defender la palabra libre, razonada, transparente y veraz, ante la tiran¨ªa y la demagogia.
Enrique Krauze es escritor y director de la revista Letras Libres.
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