Carboneros ilustrados
Los grandes te¨®logos son gentes que, como Unamuno y Pascal, han pasado por las aulas del saber. Pero hay una asignatura que ni los m¨¢s eruditos aprueban: el anuncio cristiano de la resurrecci¨®n. Es algo siempre ¡°esperado¡± y nunca ¡°sabido¡±
A Hans K¨¹ng en su 90 cumplea?os,
con gratitud
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Miguel de Unamuno consider¨® siempre que San Manuel Bueno, m¨¢rtir era su mejor novela filos¨®fico-teol¨®gica. En ella puso, seg¨²n propia confesi¨®n, todo su ¡°sentimiento tr¨¢gico de la vida cotidiana¡±. De hecho, la di¨®cesis imaginaria a la que pertenece la aldea de Valverde de Lucerna, en la que Unamuno sit¨²a su relato, se llama Renada, es decir, doble nada, o una nada muy agrandada. La nada, como destino ¨²ltimo de los seres humanos, es la mejor expresi¨®n del sentimiento tr¨¢gico, ag¨®nico, unamuniano. Unamuno sinti¨® incluso, en una noche de marzo de 1897, las ¡°garras del ?ngel de la Nada¡±. Tampoco olvid¨® la nada nuestra de cada d¨ªa, la hermana menor de la nada final, los sinsentidos intrahist¨®ricos.
Hay en esta novela una figura que siempre ha despertado ternura: Blasillo, el bobo del pueblo. Su nombre parece remitir a Blas Pascal, figura muy presente en la obra del pensador vasco. Obviamente, Unamuno no pretend¨ªa llamar ¡°bobo¡± a Pascal. Lo que Blasillo simboliza es la fe sencilla de Pascal, fe que siempre a?or¨® Unamuno, la fe de su ni?ez y de sus a?os j¨®venes en su Bilbao natal. Es, podr¨ªamos aventurar, la ¡°fe del carbonero¡±, la fe heredada en la que se nace y se muere, la fe m¨¢s sentida que pensada, la fe sin ilustraci¨®n. Es la que practica Pascal cuando aconseja ¡°encargar misas¡±, o cuando escribe: ¡°Toma agua bendita y acabar¨¢s creyendo¡±. Es, tambi¨¦n, la fe que practican hoy creyentes musulmanes que, al ser ciegos o analfabetos, deslizan cada d¨ªa sus dedos por un n¨²mero determinado de p¨¢ginas del Cor¨¢n; as¨ª, al terminar el mes, habr¨¢n ¡°le¨ªdo¡± el libro santo entero.
Es claro el contraste con don Manuel, el cura de Valverde de Lucerna que ni ¡°celebrando misa¡± ha logrado creer. Preguntado por su fe, el p¨¢rroco, llam¨¦moslo ¡°carbonero ilustrado¡± ¡ªhab¨ªa estudiado teolog¨ªa¡ª ¡°baj¨® la mirada al lago y se le llenaron los ojos de l¨¢grimas¡±. Y, preguntado por la resurrecci¨®n de los muertos, ¡°el pobre santo sollozaba¡±. ?Conmovedora forma unamuniana de revelar al lector el drama del cura! Era un santo, sus feligreses lo adoraban, pero su fe era d¨¦bil, viv¨ªa m¨¢s de la b¨²squeda de la verdad que de su posesi¨®n. Eso s¨ª: nunca revel¨® a sus parroquianos su drama personal; y no lo hizo, escribe bellamente Unamuno, ¡°para no quebrantar su contentamiento¡±, para no arrebatarles el consuelo de la fe. Hay en la novela un sostenido elogio de la fe del carbonero, del creer de las gentes sencillas que contin¨²an creyendo porque siempre creyeron.
Descartes dijo ¡°pienso, luego existo¡± y Pascal opt¨® por su conocido ¡°creo, luego existo¡±
Blasillo recorr¨ªa una y otra vez las calles del pueblo repitiendo en tono pat¨¦tico el grito de Jes¨²s en la cruz que ¨¦l tantas veces hab¨ªa escuchado de labios de don Manuel: ¡°?Dios m¨ªo, Dios m¨ªo! ?por qu¨¦ me has abandonado?¡±. A las buenas gentes del pueblo se les saltaban las l¨¢grimas al o¨ªrlo. Y, lleno de regocijo, Blasillo festejaba su triunfo iniciando una nueva vuelta a la aldea. Unamuno hace coincidir, magistralmente, la muerte del p¨¢rroco con la de Blasillo, que se hab¨ªa sentado en la iglesia a los pies de un don Manuel ya moribundo. Con memorable sensibilidad escribe: ¡°As¨ª que hubo luego que enterrar dos cuerpos¡±. De esta forma, el carbonero ilustrado y el carbonero a secas, Blasillo, quedaron unidos para siempre.
Pero Unamuno era consciente de que la fe de Pascal no siempre oli¨® a carb¨®n. De hecho se refiere al gran cient¨ªfico como ¡°un alma que llevaba cilicio¡±. Un alma, en definitiva, que muri¨® a los 39 a?os ¡°de vejez¡±. Su conversi¨®n, la que le sac¨® del ¡°mar de distracciones¡± en el que navegaba, tuvo lugar, como ¨¦l mismo informa, el 23 de noviembre de 1654 ¡°ente las diez y media y las doce y media de la noche¡±. Al parecer se trat¨® de una intensa experiencia religiosa, de una conmoci¨®n interior, de una sacudida m¨ªstica. Algo muy diferente del sue?o de Descartes ante su estufa. Al autor del Discurso del m¨¦todo se le revel¨® una ¡°ciencia admirable¡± que le resolvi¨® su duda met¨®dica. Pero la duda de Pascal, como la de don Manuel, era existencial, dram¨¢tica, tr¨¢gica incluso. La consign¨® en su Memorial, un papel arrugado, cosido al forro de su levita, encontrado por un criado despu¨¦s de su muerte. La primera palabra lo dice todo: ¡°Fuego¡±. A continuaci¨®n, Pascal contrapone el Dios de los fil¨®sofos y de los sabios al Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob y de Jesucristo. Es de este ¨²ltimo Dios de quien Pascal espera ¡°certidumbre, paz, alegr¨ªa¡±. Si Descartes hab¨ªa dicho ¡°pienso, luego existo¡±, Pascal optar¨¢ por su conocido ¡°creo, luego existo¡±. En su caso triunfaron las razones del coraz¨®n. La fe de Pascal, afirma Unamuno, no era fruto de la ¡°convicci¨®n¡±, sino de la ¡°persuasi¨®n¡±, ten¨ªa voluntad de creer, pero su inteligencia matem¨¢tica se lo puso dif¨ªcil. De ah¨ª su insistencia en las razones del coraz¨®n. La frase que mejor revela su lucha interior tal vez sea esta: ¡°Incomprensible que exista Dios e incomprensible que no exista¡±. Con ella, Pascal dej¨® atr¨¢s los d¨ªas del agua bendita y la fe del carbonero para adentrarse en el misterio de la ¡°ca?a pensante¡± que somos y en el ¡°eterno silencio de los espacios infinitos¡± que nos sobrecoge y aterra. Al presentir su final, reparti¨® su dinero entre los pobres y los hospitales de Par¨ªs y rog¨® a su hermana Gilberta que le trasladase al Hospital de los Incurables, algo a lo que Gilberta se neg¨®; lo cuid¨® ella con todo esmero y cari?o. A¨²n tuvo tiempo Pascal de acoger en su casa a una familia necesitada. Unos d¨ªas despu¨¦s, el 9 de agosto de 1662, una extra?a y terrible enfermedad que los m¨¦dicos no acertaron a diagnosticar acab¨® con su vida. Pero con nosotros siguen sus Pensamientos, obra genial que tanto ha dado que pensar.
Todos los esp¨ªritus profundos se han visto obligados a llevarse bien con la incertidumbre
En un conocido texto confiesa Kant que tuvo que ¡°anular el saber para dejar un sitio a la fe¡±. Es el sitio que siempre andan buscando todas las religiones, pero no solo ellas. El car¨¢cter enigm¨¢tico del universo condujo a un cient¨ªfico de la talla de Severo Ochoa a afirmar que sent¨ªa ¡°irse de este mundo sin saber exactamente d¨®nde hab¨ªa estado¡±. Todos los esp¨ªritus profundos se han visto obligados a llevarse bien con la incertidumbre. Tal vez por eso acu?¨® Nicol¨¢s de Cusa la f¨®rmula ¡°docta ignorancia¡±, f¨®rmula que Ortega y Gasset consideraba la mejor definici¨®n conocida de la ciencia. ¡°Carboneros ilustrados¡± es otra forma de decir ¡°docta ignorancia¡±. Los grandes te¨®logos son carboneros le¨ªdos, gentes que, como don Manuel y Pascal, han pasado por las aulas del saber. Pero existe una asignatura que ni los m¨¢s ilustrados aprueban, un asunto en el que todos compartimos la condici¨®n ignorante del pobre Blasillo. Me refiero al anuncio cristiano de la resurrecci¨®n, al que Unamuno consagr¨® su San Manuel Bueno, m¨¢rtir. Es algo siempre ¡°esperado¡± por muchos, pero nunca ¡°sabido¡± por nadie. Cabe la opci¨®n generosa de Nicol¨¢s de Cusa ¡°quia ignoro, adoro¡± (justo porque lo desconozco, lo adoro), pero tambi¨¦n hay espacio para la duda, incluso para la negaci¨®n, dolorosa unas veces, despreocupada o airada otras. El car¨¢cter misterioso del tema deja muchas puertas abiertas.
?Manuel Fraij¨® es catedr¨¢tico em¨¦rito de la Facultad de Filosof¨ªa de la UNED.
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