?Por qu¨¦ no lo hablamos?
El di¨¢logo ha costado cr¨ªticas a los que lo han practicado, pero es la forma de avanzar. Nos enriquece, ilumina y nos hace m¨¢s humildes. Ha sido el motor de lo mejor de la historia de Europa y de la Transici¨®n
En una genial vi?eta de El Roto, publicada por El Pa¨ªs el 13 de mayo de 2014, un toro ensangrentado, a punto ya de desplomarse, mira fijamente al torero y le dice: ¡°Maestro ?por qu¨¦ no lo hablamos?¡±. Nada impide, creo, leer esta vi?eta en clave de una gr¨¢fica invitaci¨®n al di¨¢logo, es decir, a solucionar nuestros conflictos a trav¨¦s de la palabra, de la argumentaci¨®n, de las buenas razones. Alguien ha dicho que la raz¨®n se ocupa de que ¡°no nos timen¡±. Prescindir de ella es el camino m¨¢s corto hacia el fracaso, hacia el timo. La palabra, el Logos, nos es com¨²n, es un bien compartido. La lengua nos une solo a los nuestros, pero el lenguaje nos emparenta, nos hermana con todos los seres racionales. Se trata, adem¨¢s, como quer¨ªa M. Zambrano, de ¡°una raz¨®n con entra?as¡±, una ¡°raz¨®n que no humilla a la vida¡±, que conduce directamente a ¡°la piedad¡±. El di¨¢logo entre nuestro toro y su matador llega tarde: una de las partes est¨¢ ya vencida, derrotada. Ya no hay espacio para la piedad, para el entendimiento, ni, por supuesto, para la simetr¨ªa. De bien poco vale el di¨¢logo cuando solo llega como ep¨ªlogo de ¡°la furia de la destrucci¨®n¡± (Hegel). Es muy probable, por ejemplo, que esta sea la opini¨®n del pueblo sirio y de otros muchos que est¨¢n corriendo su misma suerte.
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El di¨¢logo ha conocido con frecuencia encendidos elogios. Algunos nos son bien cercanos: ¡°creo firmemente en el di¨¢logo y la amistad¡±, proclam¨® Adolfo Su¨¢rez en una de sus ¨²ltimas entrevistas; y Nelson Mandela recuerda con tristeza:¡±mi gente me acusaba de cobarde por tender la mano¡±. Mandela fue consecuente hasta el final: en su investidura como presidente de Sud¨¢frica sent¨® entre los invitados de honor a quien durante casi veinte a?os hab¨ªa sido su carcelero blanco. Tambi¨¦n el Papa Francisco admira al beato Fabro, compa?ero de San Ignacio y primer sacerdote de la Compa?¨ªa de Jes¨²s, ¡°por su di¨¢logo con todos, incluso con los m¨¢s lejanos¡±. Y resulta dif¨ªcil visitar la incomparable ciudad de Toledo sin recordar, con lejana melancol¨ªa, que all¨ª convivieron y dialogaron tres religiones, tres culturas, tres formas de vivir y morir. Su Escuela de Traductores asombr¨® al mundo por su denodado esfuerzo de crear entendimiento y di¨¢logo.
Conscientes de que ¡°pocas veces la idea de un hombre coincide con la de los otros¡± (J. Locke), nos hemos visto obligados a confrontar nuestros pareceres. De ese di¨¢logo siempre se sale m¨¢s enriquecido, m¨¢s ilustrado, m¨¢s humilde. Es aquello de A. Machado: ¡°?Tu verdad? No, la verdad y ven conmigo a buscarla¡±. La historia de la filosof¨ªa sabe algo de todo esto. En sus comienzos conocidos se alza la figura de Plat¨®n confiando al g¨¦nero ¡°di¨¢logo¡± la expresi¨®n de sus m¨¢s elevados pensamientos. ¡°El pensamiento -escribi¨®- es un di¨¢logo del alma consigo misma¡±. Sin di¨¢logo interior, sin profundidad personal, tampoco es posible el di¨¢logo con los dem¨¢s. San Agust¨ªn lo sab¨ªa cuando insist¨ªa en que la verdad est¨¢ dentro, en ¡°el interior de la persona¡±. De especial trascendencia hist¨®rica contin¨²a siendo el canto de Arist¨®teles a la amistad, que nace del di¨¢logo: ¡°Cuando los seres humanos son amigos, ninguna necesidad hay de justicia; pero, incluso siendo justos, necesitan de la amistad, y parece que los justos son los m¨¢s capaces de amistad¡±. La verdad es que, cuando se echa un vistazo a los elogios con los que han sido obsequiados el di¨¢logo y la amistad, uno contempla con perplejidad, casi con incredulidad, la triste historia de los desacuerdos humanos y de su plasmaci¨®n en destrucci¨®n y violencia. Hegel se sinti¨® obligado a comparar la historia humana con un ¡°matadero¡±. Enseguida nos vienen a la memoria las guerras, las de religi¨®n y las otras, las santas y las profanas. Alguien ha dicho, no sin raz¨®n, que el di¨¢logo es ¡°un milagro¡±.
Cuando se contemplan los elogios al di¨¢logo se asiste perplejo al triste historial de desacuerdos
Pero, naturalmente, el di¨¢logo y la amistad tambi¨¦n han tenido d¨ªas buenos. H. K¨¹ng recuerda, por ejemplo, que la Europa actual habr¨ªa sido casi impensable sin el di¨¢logo, sin el abrazo entre Adenauer y De Gaulle; abrazo que qued¨® solemnemente sellado en la catedral de Reims. Fue la forma de escenificar el perd¨®n entre Alemania y Francia. Con cierta frecuencia, el ¨²ltimo acto del di¨¢logo tendr¨¢ que ser el perd¨®n de los mutuos agravios. Sin aquel perd¨®n, pocos se atrever¨ªan a aventurar qu¨¦ aspecto ofrecer¨ªa hoy Europa. Por suerte, dos grandes pol¨ªticos, dos hombres de Estado, con generosidad y altura de miras, supieron perdonarse su pasado y mirar hacia el futuro.
De similar trascendencia fue la posterior reconciliaci¨®n entre alemanes, rusos, polacos y checos. Los pactos entre ellos se sellaron cuando un gran canciller alem¨¢n, Willy Brandt, hombre no ajeno al di¨¢logo interior, cay¨® de rodillas en Varsovia ante el monumento a las v¨ªctimas del nazismo. Aquella tarde, Alemania se dividi¨® entre partidarios y detractores de aquel gesto hist¨®rico. Para no pocos alemanes la contemplaci¨®n de su canciller arrodillado en Polonia era m¨¢s de lo que su orgullo de gran naci¨®n les permit¨ªa soportar; otros, en cambio, comprendieron que aquel d¨ªa hab¨ªa estallado el inicio de la paz, que empezaba un tiempo nuevo. Poco despu¨¦s, Willy Brandt recib¨ªa, con toda justicia, el premio Nobel de la paz. De nuevo: su gesto visionario marc¨® el futuro de Europa.
Antonio Machado escribi¨®: ¡°?Tu verdad? No, la verdad y ven conmigo a buscarla¡±
Y, m¨¢s cerca de nosotros, la memoria nos retrotrae a los no tan lejanos d¨ªas de nuestra transici¨®n pol¨ªtica. Tambi¨¦n aquellas fechas fueron testigo de agotadoras sentadas, de palabras de honor, de apretones de manos, de palmadas en la espalda, de di¨¢logos y mutuas concesiones que hicieron posible nuestro presente. Casi sin querer viene a la memoria la figura del fil¨®sofo W. Benjamin que, en repetidas ocasiones, inst¨® a acudir al di¨¢logo ¡°como t¨¦cnica de acuerdo civil¡±. Solo lo que ¨¦l llamaba ¡°la cultura del coraz¨®n¡± hace posibles ¡°medios limpios de acuerdo¡± que nos encaminen a la soluci¨®n de los conflictos, los internacionales y los dom¨¦sticos. Para quebrantar ¨C¡°interrumpir¡±, dec¨ªa ¨¦l - est¨¦riles mon¨®logos autistas personales aconsejaba citar a los dem¨¢s. Se convirti¨® en un coleccionista de citas; las citas, pensaba, impiden que solo se escuche al que m¨¢s grite; la cita es recuerdo, es activaci¨®n de la memoria; quien cita hace sitio a los citados, dialoga con ellos y -algo fundamental para lograr acuerdos - introduce titubeos en el pensamiento propio. Nietzsche tachaba de fan¨¢ticos a los convencidos sin fisuras.
Europa, ha escrito G. Steiner, es el ¡°lugar de los caf¨¦s¡±. Si alguien deseaba ver a Pessoa, a Freud, o a Unamuno, le bastaba con montar guardia en sus caf¨¦s favoritos de Lisboa, Viena o Salamanca. Algunos caf¨¦s fueron tambi¨¦n el apartado de correos de los desahuciados, de los sin hogar. Y es que los caf¨¦s son, sobre todo, lugares para la cita, para el encuentro, para el juego, para la conspiraci¨®n, para los debates intelectuales ¨Crecu¨¦rdese el madrile?o Caf¨¦ Gij¨®n-, en definitiva, para el di¨¢logo.
Manuel Fraij¨® es catedr¨¢tico em¨¦rito de la UNED.
Acaba de publicar Avatares de la creencia en Dios (Trotta).
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