Vac¨ªo moral
Trump dinamita la ¨¦tica m¨¢s b¨¢sica en su tard¨ªa condena al racismo
De todos los da?os que Donald Trump le est¨¢ infligiendo a la presidencia norteamericana, el peor es el moral. Y eso, teniendo en cuenta precedentes como el matonismo por el que Richard Nixon dimiti¨®; la indolencia de Ronald Reagan en la epidemia del sida, o los enredos sexuales de Bill Clinton. Nada, en un siglo, puede compararse a que el presidente de Estados Unidos se resista a llamar al terrorismo racista por su nombre, despu¨¦s de que una turba neonazi se paseara a 200 kil¨®metros de la capital armada hasta los dientes, provocando tres muertos.
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Tras el ba?o de sangre, hasta los pol¨ªticos m¨¢s extremistas, como el senador Ted Cruz, no tardaron en denunciar el brote de terrorismo dom¨¦stico, de cuya investigaci¨®n se ha hecho cargo el Departamento de Justicia. Todos, menos Trump, quien primero dijo en Twitter que los hechos le parec¨ªan ¡°muy tristes¡±. Luego, en una fugaz comparecencia, conden¨® ¡°la violencia de todas las partes¡±, equiparando a v¨ªctimas y agresores. Finalmente, ayer, 48 horas despu¨¦s, emiti¨® una condena, arrastrado por sus colaboradores. Ante las c¨¢maras, ley¨® un breve comunicado en el que dijo que ¡°el racismo es el mal¡±, y se fue sin aceptar preguntas o mostrar emoci¨®n alguna.
Este caso deja en evidencia como ning¨²n otro el gran abismo que media entre Trump y todos sus predecesores. Porque antes pod¨ªan interpretarse como estridencias su sinton¨ªa con la Rusia de Vlad¨ªmir Putin o el estramb¨®tico duelo con el r¨¦gimen norcoreano, pero ahora el hecho es que todo un presidente de EE?UU se ha negado a denunciar r¨¢pida y en¨¦rgicamente los homicidios de un grupo neonazi.
Antes, momentos de esta gravedad les serv¨ªan a los presidentes para elevarse sobre las divisiones pol¨ªticas y encarnar un papel conciliador, apelando al genuino optimismo de la democracia norteamericana. Es, por ejemplo, lo que hizo Barack Obama con las protestas por las muertes de negros a manos de la polic¨ªa, que a punto estuvieron de incendiar en 2014 las grandes ciudades del pa¨ªs. Pero Trump es lo contrario de un conciliador. El papel que ha elegido es el de la iconoclastia y la provocaci¨®n, dos caracter¨ªsticas que le permitieron ganar las elecciones del a?o pasado contra todo pron¨®stico, y en virtud de las cuales se siente legitimado para saltarse cualquier costumbre, incluidas las de rigor moral.
Su tibieza tiene que ver con que no ve con malos ojos que haya grupos de blancos que protestan porque el Gobierno se ha pasado d¨¦cadas invirtiendo en programas para acabar con la desigualdad social y econ¨®mica de las minor¨ªas negra e hispana. Para Trump eso no es racismo: es libertad de expresi¨®n, pol¨ªticamente incorrecta pero digna de ser escuchada. En su discurso de investidura lo calific¨®, de hecho, de ¡°carnicer¨ªa¡±. Sab¨ªa de qu¨¦ hablaba, o a qui¨¦n le hablaba. Esas son las bases m¨¢s fieles de Trump, quienes ve¨ªan con regocijo que en 2012 pusiera en duda que Obama, el primer presidente negro, hubiera nacido en EE?UU. As¨ª naci¨® la campa?a de Trump y as¨ª secuestr¨® el proceso de primarias del Partido Republicano. La gran duda ahora es cu¨¢nto tardar¨¢n en darse cuenta los 60 millones de republicanos tradicionales que en las elecciones generales votaron a alguien que si no practica el racismo, se muestra peligrosamente tolerante con ¨¦l.
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