Ciudad nuestra
Recibimos los atentados terroristas como cat¨¢strofes naturales irremediables
Durante las ¨²ltimas d¨¦cadas, la ciudad de Barcelona solo ha padecido una amenaza, la de caer en el delirio de creerse Barcelona. Del mismo modo, una de las calles m¨¢s asombrosas del mundo, La Rambla, a ratos parec¨ªa v¨ªctima de similar delirio de grandeza: creerse La Rambla. Para los buscadores de la autenticidad, la autenticidad siempre se ha perdido. Bastaba salirse del eje que baja desde el parque G¨¹ell hasta la estatua de Col¨®n para paladear, y pedalear, all¨¢ donde remit¨ªa algo el turismo, una Barcelona real, asequible y de pasiones menores. El triunfo de la ciudad franquicia es lo que tiene, una cota de renuncia, de exilio interior, pero en los barrios menos publicitados de Barcelona persiste la ciudad maravillosa ajena al delirio de grandeza de creerse Barcelona.
Recibimos los atentados terroristas como cat¨¢strofes naturales irremediables. Cada vez el tratamiento es m¨¢s parecido al de una riada, un terremoto, un incendio. Quiz¨¢ es porque nos da miedo enfrentarnos al mayor enigma del ser humano, que es precisamente el ser humano. Pero el infame crimen de La Rambla ha venido a solucionar una inc¨®gnita. ?A qui¨¦n pertenecen las ciudades? Sin duda, a quienes viven y mueren en ellas. Las v¨ªctimas del atropello, en nombre de vaya uno a saber qu¨¦ grandes misticismos, son los habitantes de esa ciudad flotante que es Barcelona, de esa ciudad ideal, de esa ciudad tan delirante que a ratos cree que es Barcelona, nada menos, un mar Mediterr¨¢neo de asfalto y terrazo.
En plena era de las redes sociales, del negocio tecnol¨®gico de la hiperventilaci¨®n del propio ego, resulta que lo que nos une no son una serie inacabable de autofotos, de individualidades en escaparate, sino esos desconocidos que se cogen de la mano para protegerse, que se abrazan, que se refugian juntos y necesitan luego arracimarse en las plazas, recordarse unos a otros que no est¨¢n solos, que somos lo mismo, que nadie te va a pedir el pasaporte para reconocerte como un igual, otro vecino de la ciudad nuestra. Es ah¨ª donde la cat¨¢strofe retroalimenta el v¨ªnculo, genera una hermandad casi euf¨®rica y, por lo tanto, el crimen logra exactamente lo contrario de lo que persegu¨ªa. Nuestro error est¨¢ en olvidarnos tan r¨¢pido, en superar tan de inmediato el estupor, en cerrar la herida antes de mirar la herida. Si fu¨¦ramos capaces de entender que ya no nos une una ra¨ªz, sino una superficie, un equilibrio casi vol¨¢til, que la red no se teje en Internet sino en las calles, entonces reconocer¨ªamos lo que Barcelona lleva d¨¦cadas cont¨¢ndonos.
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