Los sentimientos son cuestionables
No es verdad que la emoci¨®n nacional sea indiscutible. Si los afectos pol¨ªticos fueran inmunes a la cr¨ªtica, todos gozar¨ªan de un valor equivalente. Para el nacionalista, la pol¨ªtica se agota en preservar lo propio y levantar fronteras frente al otro
Uno de los acuerdos (o, mejor, prejuicios) m¨¢s generales e indiscutidos hoy entre nosotros es que el mundo de los sentimientos ocupa un reducto ¨ªntimo del individuo que nadie debe allanar y todos han de respetar. Se supone, adem¨¢s, que son poco menos que naturales e inmunes a la raz¨®n y sus argumentos. Trasladadas estas premisas al terreno pol¨ªtico, tal vez se permita a rega?adientes el intento de persuadir al adversario mediante mejores razones, pero habr¨¢ que detenerse en cuanto rozan sus emociones. Este es un umbral que no hay que traspasar, no vayamos a herir sus sentimientos. ?Pondremos a prueba tales supuestos, por ejemplo, en nuestra respuesta al desaf¨ªo de los nacionalistas catalanes?
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La ocasi¨®n nos la brindan unas recientes reflexiones a prop¨®sito de ese conflicto que hoy nos tiene en vilo. Sosten¨ªan que la democracia es un principio que puede defenderse racionalmente, mientras que la naci¨®n no. La naci¨®n se?ala algo afectivo, arraigado en los estratos emocionales m¨¢s profundos. ¡°Esta es, pues, una cuesti¨®n de sentimientos. Y los sentimientos s¨®lo pueden ser respetados, no discutidos¡±. Que se me permita discrepar frontalmente de tesis tan rotunda. Si no deben cuestionarse las emociones nacionales de nadie, todas ser¨¢n admisibles y hasta las m¨¢s alejadas entre s¨ª gozar¨¢n de un valor equivalente. No ha lugar a dilucidar lo apropiado o inapropiado de esas emociones, que nos enfrentan sin remedio. Al final impondr¨¢n las suyas quienes den rienda suelta a las m¨¢s acendradas, o sea, los m¨¢s fan¨¢ticos o los m¨¢s brutos. Y la cobard¨ªa, la pereza o la incapacidad cr¨ªtica muchos quedar¨¢n ocultas tras la digna m¨¢scara del respeto.
Muchos ¡®sentimientos¡¯ arraigan en obstinaciones infundadas o nacen del adoctrinamiento
Pero el caso es que esos sentimientos no son los datos ¨²ltimos e irrebasables del problema. ?O acaso no tocar¨¢ preguntarse de d¨®nde emanan tales afectos? No parece descartable suponer que muchos arraiguen en infundadas obstinaciones de sus sujetos, ya sean frutos de dislates familiares o sociales transmitidos de generaci¨®n en generaci¨®n. Ser¨ªa normal asimismo que tales convicciones procedieran de la imposici¨®n o del simple contagio de la mayor¨ªa. O que se incubaran en otros sentimientos, como el temor a ser condenados a la soledad por atreverse a discrepar de los dogmas dominantes en el grupo. O que se apoyaran en supuestos inventados acerca de su propia naci¨®n o comunidad ¨¦tnica imaginaria, que acostumbra a estar bien lejos de ser la real. Y viniendo a la Catalu?a del presente, ?en cu¨¢ntas cosas habr¨¢n sido enga?ados por sus gobernantes, propiciando as¨ª una arrogante conciencia nacional? ?Cu¨¢nto habr¨¢n pesado en ella las d¨¦cadas de educaci¨®n escolar a cargo de ese nacionalismo de manual? ?Alguien supone que la barbaridad moral de la inmersi¨®n ling¨¹¨ªstica no conlleva la transmisi¨®n de creencias nacionalistas tenidas por indubitables ?
Adem¨¢s de ser resultado de variables como ¨¦sas, las emociones son asimismo causas o motores de la acci¨®n privada y p¨²blica. Los sentimientos engendran convicciones y deseos que, a su vez, son ¨®rdenes de acci¨®n. ?C¨®mo no habremos de poder (y de deber) enjuiciar la consistencia de tales intenciones individuales o colectivas, las medidas p¨²blicas que de ah¨ª se derivan y los derechos que se consagran? Parece claro que el valor de tales emociones deber¨¢ medirse entonces por el grado de justicia de la causa pol¨ªtica que impulsan, por la singularidad del momento y circunstancia a los que se apliquen.
No es verdad, pues, que cualesquiera sentimientos sean leg¨ªtimos y dignos de respeto, un absurdo paralelo a la majader¨ªa de que todas las opiniones son respetables. Descorazona tener que repetirlo una vez m¨¢s. Respetable ser¨¢ siempre el sujeto, pero no siempre su sentimiento; mejor dicho, con frecuencia ese sujeto ser¨¢ respetable a pesar de su particular sentimiento. Pues se admitir¨¢ que no valen lo mismo el amor que el odio, la admiraci¨®n que la envidia, la benevolencia que la sed de venganza. Ni es cierto tampoco que la raz¨®n pr¨¢ctica deba abstenerse de cuestionar la calidad de los afectos en liza y, llegado el caso, de procurar transformarlos o erradicarlos. ?Acaso unos sentimientos no conducen a cierta acci¨®n pol¨ªtica y otros a la contraria? No es menos falso que la raz¨®n nada pueda contra ellos, como si no hubiera conexi¨®n entre lo que pensamos y lo que sentimos, as¨ª como entre lo que sentimos y lo que decidimos hacer. ?O es que el cambio de convicciones dejar¨¢ intactas nuestras emociones? En suma, somos responsables de nuestros sentimientos porque somos responsables de cultivar o rechazar las ideas que alientan esos sentimientos y sus consecuencias.
No basta que el sujeto sienta que le arrebatan su derecho a decidir; hay que saber si tiene tal derecho
De suerte que el dictamen sobre la justicia o injusticia del ¡®proc¨¨s¡¯ secesionista y la congruencia de las emociones que lo acompa?an variar¨¢n seg¨²n las creencias del sujeto. A tal creencia, tal idea de justicia y tales sentimientos nacionales. ?C¨®mo superar el relativismo ante las pasiones y opiniones en liza, si no entramos a dilucidar con argumentos qu¨¦ sea lo fundado o infundado en ellas? No bastar¨¢ que el sujeto sienta que a su Pueblo le arrebatan su presunto derecho a decidir, porque antes habr¨¢ que discutir si goza de tal derecho. Como tampoco bastaba la emoci¨®n que hace pocos a?os un obispo vasco ¡ªy nacionalista¡ª predicaba, a saber, ¡°la conciencia c¨¢lida de pertenecer al mismo pueblo¡±. La cierto es que, mientras cultivemos diferentes afectos y aspiraciones nacionales, no somos un mismo pueblo ni ser¨ªa posible que lo fu¨¦ramos. Formamos m¨¢s bien una sociedad cultural y pol¨ªticamente plural. Y esa sociedad s¨®lo puede vivir en paz si instaura el pluralismo pol¨ªtico y la tolerancia para las diversas ideolog¨ªas ¡ªlas tolerables, claro est¨¢¡ª de sus miembros.
A una mirada nacionalista el sentimiento de pertenencia a su naci¨®n es la pasi¨®n pol¨ªtica originaria e intocable. Por si alguien lo ignorase, el nacionalismo declara que la pol¨ªtica es sobre todo la exaltaci¨®n de la propia naci¨®n y, a fin de cuentas, un combate entre intereses, ideolog¨ªas y pasiones nacionalistas. ?Que eso contradice el significado de democracia? Eso lo dir¨¢ usted, replicar¨¢ el fan¨¢tico, yo estoy en mi derecho de sentir (y pensar) lo que quiera. No querr¨¢ usted convencerme. Nada cuenta el peso de las razones ni nada puede la deliberaci¨®n racional contra la liberaci¨®n nacional. ¡°El nacionalismo es la indignidad de tener un alma controlada por la geograf¨ªa¡±, concluy¨® el fil¨®sofo Santayana. En pocas palabras, para el nacionalista la pol¨ªtica se agota en preservar lo propio y levantar fronteras frente al otro. Para el dem¨®crata, en cambio, toda pertenencia individual ¡ªya sea a una etnia, una iglesia o un partido¡ª ha de someterse a la com¨²n ciudadan¨ªa. Y los ¨²nicos sentimientos pol¨ªticos universalmente respetables ser¨¢n s¨®lo los nacidos de esa conciencia que nos considera a todos sujetos de iguales derechos.
Aurelio Arteta es catedr¨¢tico de Filosof¨ªa moral y pol¨ªtica de la Universidad del Pa¨ªs Vasco.
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