El segundo g¨¦nero, todav¨ªa
La desigualdad entre hombres y mujeres funciona por cuatro resortes: segregaci¨®n laboral, brecha salarial, bloqueo de las oportunidades de ascenso y obligaci¨®n de asumir la carga familiar. Un mecanismo que opera por la complicidad masculina
El caso Weinstein simboliza bien las condiciones a las que se enfrentan las mujeres en un mundo de hombres. Simone de Beauvoir public¨® El segundo sexo cuando la igualdad entre hombres y mujeres ante la ley todav¨ªa estaba lejos de alcanzarse. Pero una vez que las democracias han completado sus legislaciones igualitarias, tendr¨ªamos derecho a esperar que las mujeres ya no constituyeran el g¨¦nero subordinado. Pero no es as¨ª, pues se mantiene intacta una indudable desigualdad real bajo la te¨®rica igualdad formal. Pues para incorporar-se al mundo masculino, las mujeres todav¨ªa tienen que pagar peaje. Gracias a denuncias como Me Too, es posible que el peaje sexual comience a retroceder. Pero aunque el peaje carnal disminuya, se mantiene intacto el peaje a pagar en subordinaci¨®n y servidumbre.
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La desigualdad de g¨¦nero funciona como un dispositivo con dos mecanismos y cuatro resortes acoplados en cruz: esa cruz con la que cargan las mujeres para poder responsabilizarse de s¨ª mismas. El resorte del extremo superior es la segregaci¨®n laboral y profesional que empieza con la elecci¨®n diferencial de carrera. Esto les asigna, a pesar de su titulaci¨®n superior, un capital humano especializado en el cuidado (care). As¨ª, la educaci¨®n, la sanidad (excepto los primeros espadas del bistur¨ª) y las ¨¢reas sociales se est¨¢n convirtiendo en un gueto rosa reservado a las mujeres, y hasta las ingenier¨ªas del hogar y el jard¨ªn se feminizan: arquitectura, agr¨®nomos, montes, medio ambiente. Y en cuanto una profesi¨®n se feminiza tambi¨¦n se deval¨²a, cayendo su prestigio y sus ingresos. Lo mismo ocurre con el empleo p¨²blico (excepto los altos cargos de confianza todav¨ªa masculinos), pues los varones prefieren la empresa privada con mayores sueldos, mientras las mujeres necesitan la segura protecci¨®n del funcionariado.
A un lado del travesa?o de la cruz figura la discriminaci¨®n salarial (brecha de g¨¦nero), que casi nunca es expl¨ªcita sino producto de los menores complementos percibidos en comparaci¨®n a los varones que los acaparan: horas extra, productividad, jornada intensiva, incentivos a los cargos de confianza, etc¨¦tera. Una brecha que se va acumulando a lo largo de la carrera, tras verse agravada por la retirada por maternidad, transmiti¨¦ndose a las menores pensiones tras la jubilaci¨®n. Pues a las mujeres que trabajan se las trata como a inmigrantes forzados a aceptar puestos con menores salarios y derechos, teniendo adem¨¢s que mostrar mayor obediencia, disciplina y sumisi¨®n sindical.
Los hombres s¨®lo conf¨ªan en el silencio de sus camaradas, dispuestos a encubrir sus trampas
El tercer resorte es el bloqueo de sus oportunidades de ascenso (techo de cristal), que a pesar de su mayor titulaci¨®n acad¨¦mica les obliga a caer en el subempleo. Esto supone una inversi¨®n del principio de Peter, pues para que los varones asciendan hasta su nivel de incompetencia las mujeres han de conformarse con quedar por debajo de su capacidad probada. Un bloqueo que est¨¢ operado por las redes de complicidad masculina que controlan los canales de ascenso, pues los hombres s¨®lo conf¨ªan en el silencio de sus camaradas, siempre dispuestos a encubrir sus trampas (seg¨²n revela el caso Weinstein). Y la ¨²nica excepci¨®n a esta regla es la designaci¨®n de mujeres para desempe?ar la inc¨®moda tarea de hacer el trabajo sucio. Es lo que cabe llamar el efecto Naomi Wolf (v¨¦ase su tribuna aqu¨ª publicada Mujeres en el poder sin poder), cuyos ejemplos m¨¢s notorios son la premier Thatcher, encargada de eliminar los derechos sindicales; la canciller Merkel, encargada de aplicar la austeridad al sur de Europa, o la vicepresidenta S¨¢enz, encargada de lidiar con la secesi¨®n de Catalu?a.
Y en la ra¨ªz de la cruz, hundida hasta el fondo del suelo social, est¨¢ la domesticaci¨®n o servidumbre forzosa que sufren las mujeres, obligadas a asumir como propia la carga de la responsabilidad familiar: trabajo dom¨¦stico, crianza y educaci¨®n de hijos, cuidado de mayores, etc¨¦tera. Bajo una insidiosa presi¨®n social que, si no tienen pareja o relegan a sus hijos para atender su profesi¨®n, las acusa de solteronas, ego¨ªstas, insolidarias o malas madres. Esta carga familiar obligatoria explica que las mujeres no puedan competir en pie de igualdad con sus pares masculinos, que est¨¢n libres de ella por un privilegio heredado de sus antecesores. Pues en efecto, tanto la segregaci¨®n laboral y la discriminaci¨®n salarial como el bloqueo del ascenso se deben a su necesidad de ejercer al mismo tiempo su responsabilidad familiar, lo que las deja en desventaja para competir con unos varones liberados de la familia y dedicados a su profesi¨®n a tiempo completo.
Y esta cu¨¢druple cruz con la que cargan las mujeres se debe a la articulaci¨®n de dos mecanismos encadenados entre s¨ª: el tab¨² del dinero y la necesidad de emparejarse. As¨ª como se espera de los varones que se dediquen a ganar dinero, y si no lo logran se les desprecia, en cambio se desconf¨ªa de las mujeres que ponen precio a sus servicios como hacemos los hombres, tach¨¢ndolas de busconas o algo peor. Es el terrible estigma de la prostituci¨®n que maldice a toda mujer que ose desviarse de la estrecha senda que les trazan los hombres. Esto explica que los Weinstein de este mundo se crean con derecho a acosar sexualmente a toda candidata que pida un empleo o un ascenso, pues esa petici¨®n se entiende como impropia de una mujer decente, dado que se ofrece a emplear su cuerpo a cambio de dinero. As¨ª lo investig¨® entre nosotros Sandra Dema (en su libro Una pareja, dos salarios, CIS, 2006), demostrando que las mujeres se averg¨¹enzan de ganar m¨¢s dinero que sus maridos porque interiorizan que su deber es sacrificarse por amor a la familia y no por amor al dinero.
Los Weinstein del mundo se sienten propietarios de las mujeres que les deben sus puestos
El otro mecanismo de subordinaci¨®n es la necesidad de emparejarse que experimentan las mujeres para poder acceder a un nivel de vida digno de su concepto de s¨ª mismas. Pues reducidas por s¨ª solas a sus propios medios, las mujeres se saben condenadas a un destino inferior a sus pares masculinos. Y la ¨²nica oportunidad todav¨ªa leg¨ªtima de compensar esa desventaja insuperable es emparejarse con un var¨®n dispuesto a compartir su estatus con ellas. Es el c¨¦lebre contrato sexual teorizado por Carole Pateman, por el que las mujeres ceden el acceso exclusivo a su sexualidad a cambio de compartir el estatus de su pareja, que pasa a considerarse su due?o y se?or. Lo que implica una cierta privatizaci¨®n de las mujeres que, como ¡°se?oras de¡±, pasan a ser propiedad de sus parejas. Y como tales propietarios, los varones se sienten no solo con derecho sobre ellas sino adem¨¢s llenos de condescendencia en tanto que donantes magn¨¢nimos. Esa misma condescendencia que conduce a los Weinstein de este mundo a sentirse propietarios privados de las mujeres que les deben sus puestos.
Enrique Gil Calvo es catedr¨¢tico de Sociolog¨ªa de la Universidad Complutense de Madrid.
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