El r¨¦gimen del 98
A¨²n no hemos superado la fiebre esencialista y sentimental que impregna el discurso pol¨ªtico. Hay que entender la nacionalidad como la pertenencia a una comunidad pol¨ªtica, que hace titular a quien la posee de una serie de derechos y obligaciones
La vieja inquietud por el Ser de Espa?a ha resurgido como consecuencia de la crisis territorial en Catalu?a. Estos d¨ªas se escuchan de nuevo declaraciones como ¡°Espa?a sufre una crisis de identidad¡± o ¡°debemos repensar qu¨¦ es ser espa?ol¡±. Historiadores, juristas, pol¨ªticos, son muchas las voces que coinciden en que Espa?a tiene la tarea pendiente de encontrar su esencia, insinuando que ¡°ser espa?ol¡± trasciende la prosaica y neutra realidad de tener nacionalidad espa?ola.
Este debate intelectual en torno al Ser de Espa?a surgi¨® a finales del XIX, principalmente de manos de un grupo de intelectuales que la historiograf¨ªa literaria inmortalizar¨ªa como Generaci¨®n del 98. Los Unamuno, Maeztu, Ganivet y compa?¨ªa inauguraron un r¨¦gimen emocional que muchos se niegan a abandonar, y que consiste en emplear moldes metaf¨ªsicos para enmarcar debates pol¨ªticos. Es un vicio que no termin¨® con el fin de siglo. Ni siquiera Ortega y Gasset, que encar¨® el ¡°problema de Espa?a¡± desde un regeneracionismo m¨¢s institucionista, logr¨® superar el marco esencialista impuesto por la generaci¨®n precedente.
Si este debate fuera una mera distracci¨®n acad¨¦mica, no valdr¨ªa la pena ocuparse de ¨¦l, pero la cuesti¨®n arrastra consecuencias pol¨ªticas. La zozobra nacional resurge ante una grave crisis, y lleva a muchos a presumir que Espa?a no puede justificarse plenamente como Estado hasta que sea aclarado su verdadero Ser, es decir, hasta que se manifieste el esp¨ªritu nacional que define a su pueblo. Estas aproximaciones esencialistas olvidan que Espa?a, con sus defectos, es una democracia consolidada, y no necesita urdir narrativas nacionales ni descubrir humores colectivos para legitimar su soberan¨ªa. Que en el siglo XIX nunca se consolidara como naci¨®n cultural ¡ªcomo tampoco otros pa¨ªses europeos¡ª no implica que hoy no pueda ser un Estado s¨®lido. Sin embargo, hay quien considera que la ausencia de un esp¨ªritu nacional definido debe abrir la puerta a una discusi¨®n sobre la existencia misma del Estado.
Lo que hace a Espa?a diferente es su m¨ªstica y turbada autopercepci¨®n de excepcionalidad
La tradici¨®n del nacionalismo espa?ol expresado como quejido no la invent¨® el 98. Las primeras menciones a la decadencia espa?ola aparecen ya a mediados del siglo XVII. Como se?ala el historiador ?lvarez Junco, Espa?a era retratada por sus cronistas como la Mater Dolorosa del imaginario cat¨®lico, portando el aire quejumbroso y autoconmiserativo de la virgen doliente. Este imaginario encaja con el ¡°me duele Espa?a¡± noventayochista, y llega hasta nuestros d¨ªas. Por eso, ahora que se cumplen 120 a?os del desastre, es importante aunar esfuerzos para desdramatizarlo como acontecimiento y superarlo como marco discursivo.
?Hubo tal cataclismo? Los historiadores coinciden en negarlo: la derrota no tuvo un impacto acusado en la econom¨ªa, ni logr¨® agitar el fr¨¢gil r¨¦gimen de la Restauraci¨®n. Tampoco se explica el trauma an¨ªmico, supuestamente, provocado por la p¨¦rdida del imperio, pues la mayor parte de los territorios de ultramar se hab¨ªan perdido ya en 1821. Los cr¨ªticos coinciden en que aquel pesimismo generacional no fue consecuencia de un acontecimiento hist¨®rico concreto, sino de la corriente finisecular de decadentismo extendida por Europa; el c¨¦lebre Fin de si¨¨cle. Seg¨²n esta lectura, la crisis de la identidad nacional espa?ola ser¨ªa una variante de la crisis intelectual europea, que entronc¨® bien con la mencionada pesadumbre del Antiguo R¨¦gimen. Aquella intelectualidad digiri¨® el mal de siglo en clave nacional y, desgraciadamente, a¨²n no hemos superado la fiebre esencialista y sentimental que impregna el discurso pol¨ªtico.
A este lamento en la esfera p¨²blica por el Ser de Espa?a le acompa?a el desconcierto por el ¡°ser espa?ol¡±. Cuando recibi¨® el Premio Pr¨ªncipe de Asturias de las Artes, el director Fernando Trueba declar¨® no haberse sentido espa?ol ¡°ni cinco minutos¡±. Declaraci¨®n que muchos encontraron divertida, otros, hiriente, y algunos encontramos ininteligible. El error conceptual reside en envolver la nacionalidad ¡ªuna realidad administrativa objetiva¡ª en el ¨¢mbito de la subjetividad sentimental. La afirmaci¨®n no es ofensiva, es simplemente un sinsentido. No es un caso aislado; la sentimentalizaci¨®n engendra una concepci¨®n de nacionalidad (¡°ser espa?ol¡±) desatinada: se emplea para designar la pertenencia a una identidad sentimental colectiva por definir, en lugar de a una comunidad pol¨ªtica n¨ªtidamente definida.
Espa?a es una democracia consolidada; no necesita narrativas nacionales para legitimar su soberan¨ªa
Hasta que no se generalice una concepci¨®n c¨ªvica, es decir, administrativa, de la nacionalidad, estamos condenados a repetir los mismos errores conceptuales y los mismos t¨®picos esencialistas. La nacionalidad se rige por un sistema binario, y por tanto no puede vincularse a una esencia o tradici¨®n cultural, que admite grados, y nos aboca irremediablemente a discursos de pureza de sangre: A es m¨¢s espa?ol (o catal¨¢n o franc¨¦s) que B. Superar el 98 significa precisamente erradicar la metaf¨ªsica del discurso nacional para entender la nacionalidad como la pertenencia a una comunidad pol¨ªtica, que hace titular a quien la posee de una serie de derechos y obligaciones; nada m¨¢s, y nada menos.
Este retorno al 98 est¨¢ relacionado con el giro emocional que aqueja la esfera p¨²blica de la ¨²ltima d¨¦cada. A esto se refiere el profesor Manuel Arias Maldonado en La democracia sentimental cuando explica c¨®mo el populismo emplea un lazo social de ¨ªndole emocional. La emergencia del populismo y el descr¨¦dito de la democracia representativa, sumados al ¨¦xtasis nacionalista, han contribuido a que las comunidades pol¨ªticas sean percibidas como comunidades sentimentales, lo que permite se?alar como disidente a quien no participa adecuadamente del Volksgeist. Y las mismas voces atribuyen a estas entidades emocionales (que llaman naciones) una agencia que las personifica, es decir, que las dota de una voluntad e intenci¨®n un¨ªvocas, y de un esp¨ªritu imperecedero; sirva como ejemplo el eslogan ¡°Espa?a contra Catalu?a¡±.
La crisis del 98 no fue una reacci¨®n pol¨ªtica, sino ideol¨®gica. Hizo visible una transformaci¨®n social en curso, marcada por el descr¨¦dito del positivismo, la ciencia y el progreso. En el renacer actual del ¡°me duele Espa?a¡± resuena la misma angustia, y el mismo desenga?o, respecto a la posibilidad de definir, c¨ªvica y racionalmente, el lazo que nos envuelve como comunidad. Y urge insistir en que, ni ahora ni entonces, la crisis es consecuencia de los ¡°males de la patria¡±, ni es una crisis exclusivamente espa?ola. Espa?a no es ni fue excepcional. Lo ¨²nico que hace a Espa?a diferente es su m¨ªstica y turbada autopercepci¨®n de excepcionalidad.
David Mej¨ªa es investigador en Columbia University.
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