El frente invisible del narco en M¨¦xico
Tamaulipas, en la frontera entre Estados Unidos y M¨¦xico que discurre por el r¨ªo Bravo, la rivalidad entre bandas de narcos y los enfrentamientos con el Ej¨¦rcito convierten a este Estado en una zona de guerra que atrapa a la poblaci¨®n y a los miles de inmigrantes que tratan de cruzar al norte. Este es el d¨ªa a d¨ªa de una patrulla de militares mexicanos en las trincheras invisibles que surcan esta zona del pa¨ªs.
DE REPENTE, el silencio. Ya no se escuchan gritos, ni el pisar de decenas de botas contra la tierra del camino, solo el agua del r¨ªo, el viento silbando entre las hojas de los ¨¢rboles. El teniente Casas se acerca y ensaya una especie de sonrisa aliviada, ir¨®nica, una sonrisa de ganador, de alguien que cree controlar la situaci¨®n: ¡°Se me fue la sangre a las patas, hermano¡±, dice refiri¨¦ndose a lo que acaba de ocurrir, los segundos de incertidumbre despu¨¦s de los balazos. ¡°Vi el vidrio agujereado y luego a las dos mujeres y a la ni?a, y digo ¡®ya nos fuimos a la chingada¡±.
A unos metros de all¨ª, las dos mujeres y la ni?a aguardan el momento de marchar, o de irse presas, o de qui¨¦n sabe qu¨¦. Uno de los soldados las presiona: ¡°?Quieres que te deporte? ?De d¨®nde vienes? ?Cu¨¢nto te cobraron los polleros?¡±. Y as¨ª transcurren los minutos.
Hace ya un rato que anocheci¨®. Algunos soldados fuman, tratando de contener los nervios. Otros dan vueltas sobre s¨ª mismos, fusil en mano. Otros registran la camioneta en que viajaban las mujeres e interrogan al pollero, que es, en la jerga fronteriza, el nombre que se da a las personas que ayudan a otras a cruzar al otro lado del r¨ªo. Tambi¨¦n se les dice coyotes.
A las mujeres y a la ni?a los balazos con los militares las han dejado mudas. Han tenido suerte: al menos han llegado hasta aqu¨ª
Un aura de irrealidad impregna el ambiente. Hasta el punto en que resulta aventurado asegurar que hace cinco minutos 15 militares apuntaban con sus fusiles a una camioneta, all¨ª, en un camino de tierra junto al r¨ªo; que la posibilidad de una balacera parec¨ªa real, muy real. Y sin embargo ahora todo eso resulta tan lejano.
Es la frontera de Tamaulipas con Texas, en el norte de M¨¦xico, al sur de Estados Unidos. Un convoy de soldados mexicanos ha salido a patrullar por la orilla del r¨ªo Bravo. Han llegado por la tarde, poco antes del anochecer. El teniente Casas dice que a ¡°ellos¡±, a los narcos, les gusta traficar los viernes y s¨¢bados por la noche, como si hablara de un grupo de amigos que salen de fiesta. En 10 a?os de guerra al narcotr¨¢fico, soldados y traficantes no han chocado en otra parte de M¨¦xico tanto como aqu¨ª. Por eso, sustos como el de esta noche. Una confusi¨®n. Eran migrantes, pero pod¨ªan haber sido sicarios.
Todo ha sido muy r¨¢pido. Los polleros buscaban una de las playas del r¨ªo para cruzar. Al verlos venir, Casas y sus hombres han pensado que probablemente eran sicarios del narco y pod¨ªan venir armados. As¨ª que se han repartido a ambos lados del camino, algunos acostados, el pecho en tierra, otros parapetados detr¨¢s de ¨¢rboles y matorrales. Han cortado cartucho y han esperado. Dos minutos despu¨¦s, con el coche a su altura, Casas ha dado dos saltos y se ha colocado en mitad del camino con una linterna, exigiendo al conductor que parara. La camioneta se ha detenido, aunque no del todo, y el copiloto ha abierto la puerta para salir corriendo, y en una de esas, sin saber qui¨¦nes eran, o qu¨¦ pretend¨ªan, presos de una oscuridad total, uno de los soldados ha disparado. El copiloto ha huido y todos han empezado a gritar que apagaran las luces, porque los focos de la camioneta los deslumbraban. Al final ni narcos, ni sicarios, ni armas, solo dos mujeres, una ni?a y dos polleros. Cuando Casas se ha acercado y ha visto el parabrisas cuarteado, se ha temido lo peor. ¡°Les dimos¡±. Pero por suerte no ha sido as¨ª, el cristal estaba roto de antes y las balas, deduce, se han perdido en la oscuridad.
La luna luce enorme esta noche a orillas del r¨ªo Bravo. Parece envuelta en una bruma escarlata, arcillosa. Dentro de un rato, los soldados se tumbar¨¢n en la tierra a descansar y le tomar¨¢n fotos con sus tel¨¦fonos m¨®viles. Alguno pondr¨¢ marchas militares en YouTube, v¨ªdeos de soldados haciendo maniobras con el sonido de las cornetas de fondo. Otros encender¨¢n m¨¢s cigarrillos. Pero de momento ah¨ª siguen, con el dedo ¨ªndice derecho acariciando el gatillo de su fusil FX calibre 5.56, un calibre que, dicen, no les saca ni las cosquillas a los sicarios. O como dir¨¢ m¨¢s tarde el sargento Ermita?o: ¡°Abre hueco pero no te tumba¡±.
Grupos de narcos y militares se disputan esta frontera, vital para el tr¨¢fico de drogas y personas y cuna de los zetas
Eventos como este son relativamente comunes en esta parte de la frontera. Los militares los llaman as¨ª, eventos, ejemplo de un vocabulario abonado al eufemismo. Cuando participan en un enfrentamiento, ellos ¡°repelen la agresi¨®n¡±; cuando le dan dos golpes a un pollero para que d¨¦ informaci¨®n, le aprietan; cuando el teniente Casas teoriza sobre las causas que han motivado los disparos innecesarios de su soldado ¡ªestr¨¦s, nerviosismo, inexperiencia¡ª, concluye: ¡°Esto es la frontera¡±.
Es com¨²n el trasiego de migrantes a lo largo del r¨ªo y tambi¨¦n los tiroteos, topones y agarrones con los sicarios, formas amables de describir persecuciones a balazos entre camionetas blindadas que ponen patas arriba ciudades enteras. O dicho de otra manera, que el encontronazo con las migrantes y sus coyotes no deja de ser una an¨¦cdota, una broma, comparado con lo que les toca lidiar.
A las mujeres y a la ni?a, los balazos las han dejado mudas, sobre todo a las dos primeras, que han entregado su documentaci¨®n a los soldados y aguardan a que acaben de registrar la camioneta. Una de ellas viene de El Salvador. La otra de Guatemala, con la peque?a, que juega dando vueltas sobre s¨ª misma en la oscuridad. Se han gastado sus ahorros y han viajado como han podido ¡ªen el techo de un tren, caminando, hacinadas en camionetas¡ª hasta la ¨²ltima frontera, donde las han confundido con sicarios. Y han tenido suerte: por los menos han llegado hasta aqu¨ª. Los ataques y abusos contra inmigrantes por parte de las mafias son constantes. Aqu¨ª en Tamaulipas, hace ocho a?os, las autoridades encontraron los cad¨¢veres de 72 migrantes tirados en un rancho, a 150 kil¨®metros de la frontera. Los narcotraficantes de Los Zetas los mataron, por negarse a colaborar con ellos.
Para los militares, lo peor no son situaciones como la de esta noche. Lo peor es cuando topan con camionetas llenas de gente armada, las estacas. El teniente Casas y sus tres sargentos dicen que cuando hay un top¨®n siempre hay balazos. De los 15 militares que patrullan esta noche la frontera, la mayor¨ªa se ha agarrado a balazos con el narco al menos una vez. El teniente Casas dice que m¨¢s de treinta.
En las ciudades fronterizas hay enfrentamientos a balazos todo el tiempo que ponen las urbes patas arriba
EL EJ?RCITO MEXICANO ha sido desde 2006 la punta de lanza en la guerra del Estado mexicano contra el narcotr¨¢fico. En diciembre de ese a?o, el presidente Felipe Calder¨®n estren¨® su mandato ordenando el despliegue de miles de militares por todo el pa¨ªs, en sustituci¨®n de unos cuerpos policiales corro¨ªdos por los carteles de la droga. El nuevo presidente asumi¨® que la ¨²nica manera de enfrentar a los Caballeros Templarios, a Los Zetas o al cartel de Sinaloa era el fuero de las Fuerzas Armadas. El Estado de Michoac¨¢n, en el oeste del pa¨ªs, fue el primer gran operativo de Calder¨®n. Con los meses, lleg¨® el del noreste, Tamaulipas. El cambio de Gobierno en 2012, con la llegada del presidente Enrique Pe?a Nieto, no ha supuesto modificaci¨®n de esta estrategia de seguridad.
La ofensiva contra el narcotr¨¢fico sacudi¨® las estructuras del crimen organizado, que empezaron a fragmentarse. Se fortalecieron Los Zetas y aparecieron organizaciones como La Familia Michoacana, que elevaron el nivel de crueldad a cotas nunca vistas. Adem¨¢s, cambiaron el negocio. El tr¨¢fico transnacional de narc¨®ticos dej¨® de ser su ¨²nica actividad. La extorsi¨®n, los secuestros y el menudeo de drogas convirtieron regiones enteras del pa¨ªs en enormes trincheras de una guerra por el control del territorio. Los muertos superan ya los 200.000.
Si esta guerra tiene un frente claro se trata de este, los cientos de kil¨®metros de r¨ªo que comparten M¨¦xico y Estados Unidos, Tamaulipas y el Estado de Texas. Las calles de ciudades como Nuevo Laredo, Reynosa, Matamoros y de municipios menores, como Ciudad Mier, Ciudad Alem¨¢n o San Fernando. Los cientos de caminos de tierra que trufan sus alrededores, las famosas brechas, veredas que van a parar al r¨ªo, autopistas polvorientas al servicio de las mafias que trasiegan drogas, armas y personas de un lado al otro de la frontera. Si Donald Trump se diera a la tarea de describir la mayor de sus pesadillas, el resultado se parecer¨ªa probablemente a esto.
Entre el 1 de enero de 2007 y el 1 de diciembre de 2016, militares y barcos se enfrentaron a balazos en todo el pa¨ªs en 3.919 ocasiones, seg¨²n datos de la Secretar¨ªa de la Defensa. Casi la mitad, 1.706, ocurrieron en Tamaulipas, un Estado cuya poblaci¨®n, algo m¨¢s de tres millones de personas, apenas supone un tercio de la que habita la Ciudad de M¨¦xico.
En las ciudades de la frontera de Tamaulipas hay enfrentamientos a balazos todo el tiempo. Entre el 23 y el 24 de enero, por ejemplo, al menos 12 personas murieron en Reynosa como consecuencia de tiroteos entre organizaciones delictivas contrarias y de estas con convoyes militares. Balaceras en plena ciudad. Un soldado muri¨® y otro qued¨® tetrapl¨¦jico. Al d¨ªa siguiente, compa?eros suyos destacados en Ciudad Mier, a mitad de camino entre Reynosa y Nuevo Laredo, mataron a seis supuestos sicarios en otro de estos topones. En agosto del a?o pasado, solo en un d¨ªa, un grupo de militares mat¨® a 18 presuntos delincuentes en Nuevo Le¨®n y Tamaulipas, la mayor¨ªa entre Matamoros, Reynosa y R¨ªo Bravo. Enfrente ten¨ªan a una banda armada casi como otro ej¨¦rcito: las autoridades decomisaron 28 armas de fuego, 58 granadas de mano, 10 granadas de fusil, un lanzacohetes y m¨¢s de 10.000 cartuchos.
Y en medio, la gente que se ha acostumbrado a vivir as¨ª, pendientes de cuentas de Twitter que informan sobre balaceras en tiempo real, sobre bloqueos de avenidas y cuerpos que se descomponen. Una p¨¢gina de servicios un tanto macabra que sirve, por ejemplo, para elegir el mejor camino a la escuela, al supermercado o al centro comercial. Personas que han adoptado la jerga que los militares usan para referirse a los narcos y viceversa, como si fueran las alineaciones de equipos de f¨²tbol ¡ªsicario, halc¨®n (un vigilante de narcos para ver si viene la polic¨ªa), casa de seguridad (zulo)¡ª y que saben que no hay m¨¢s opci¨®n que esperar a que esto pase, lo cual es casi un lugar com¨²n, palabras que han perdido su significado.
Adem¨¢s de manejar la constante sospecha y desconfianza, los militares deben lidiar con el miedo. Por ellos y por sus familias
Lo peor es que todo esto se sabe y no se sabe. Se sabe porque uno teclea Nuevo Laredo, Reynosa, Ciudad Mier o Matamoros en un motor de b¨²squeda y aparecen v¨ªdeos de balaceras, notas sobre el hallazgo de cad¨¢veres y persecuciones a balazos en bulevares comerciales. No se sabe porque lo que pasa no se explica. Apenas se recoge. La prensa local tiene casi prohibido hablar de todo esto. El narco act¨²a de jefe editorial de la mayor¨ªa de los medios de comunicaci¨®n regionales. La exigencia trasciende al enfoque de las informaciones. Muchas veces, sus portavoces piden directamente que algo no salga, un enfrentamiento entre ellos, varios muertos, cosas as¨ª.
En la frontera se maneja otro eufemismo: alinearse. Se usa en el mundo del hampa para indicar qui¨¦n obedece al grupo criminal que manda o quiere mandar y qui¨¦n no. Y eso va para todos: sus rivales, autoridades locales, la prensa. En La guerra de Los Zetas (Debate), un exhaustivo trabajo de investigaci¨®n del reportero mexicano Diego Osorno, el autor perfila uno de los carteles m¨¢s sanguinarios que ha visto y sufrido M¨¦xico. Osorno se refiere a la libertad de prensa en la regi¨®n: ¡°En esta situaci¨®n (¡) fingir ignorancia es una forma de sobrevivir. Y en esta guerra, los bandos en pugna exigen un silencio a su favor¡±.
La ¨²ltima v¨ªctima del estado de censura y plomo que impera en la regi¨®n es Carlos Dom¨ªnguez, periodista asesinado en Nuevo Laredo el pasado enero. Y como suele ocurrir, no se sabe qu¨¦ pas¨® exactamente. Dos sicarios le acuchillaron hasta matarlo.
LOS MILITARES DESCANSAN bajo un ¨¢rbol, junto al camino de tierra, iluminados ¨²nicamente por las pantallas de sus celulares y el reflejo terroso de la luna. El teniente Casas ha decidido que las mujeres, la ni?a, la camioneta y los polleros no son problema suyo y los ha dejado ir. ¡°Ellas no van a denunciar [a los traficantes]. ?Para qu¨¦ los vamos a presentar ante el Ministerio P¨²blico si los van a dejar marchar?¡±, explica.
A unos metros de Casas, el soldado Arturo parece m¨¢s tranquilo que hace unos minutos. ?l es quien ha disparado antes. Preguntado por el momento de los balazos, dice: ¡°Es que la otra vez, en el evento, fue as¨ª, abrieron la puerta del copiloto y empezaron a tirar¡±.
Se refiere a un enfrentamiento ocurrido dos semanas antes, a tres kil¨®metros de aqu¨ª, en un camino de tierra que comunica una de las avenidas de la ciudad con el r¨ªo. Aquel d¨ªa, como hoy, iban unos 15 entre el teniente, el sargento Ermita?o, otro sargento y de 10 a 12 soldados. Era una tarde lluviosa, brumosa. Iban a pie. Caminaban hacia el r¨ªo cuando vieron una estaca en mitad del camino, una camioneta llena de gente armada. Casas y Arturo cuentan que el copiloto abri¨® la puerta y empez¨® a tirarles ¡°con un cuerno de chivo¡±, un fusil AK-47. Arturo se ech¨® a tierra y en segundos estaba contestando con la ametralladora, situaci¨®n que recuerda con una expresi¨®n de satisfacci¨®n en los ojos: el soldado que cumple con su deber.
Por eso, cuenta, lo de hoy. Se abri¨® la puerta del copiloto y Arturo pens¨® que¡
Media hora m¨¢s tarde, Casas ordena reemprender la marcha. Arturo y los dem¨¢s se levantan, se ajustan el chaleco antibalas, el casco, el fusil sobre el pecho. Empiezan a caminar. Unos metros m¨¢s adelante aparece de nuevo la camioneta del pollero, ya sin las mujeres. El veh¨ªculo se acerca. Dentro va el traficante y otra persona, quiz¨¢ su colega, el que antes ha huido. Llegan a su altura y los militares se apartan para que pasen. Unos y otros se saludan con la cabeza. Como si nada.
Ya de vuelta en el cuartel, en la cocina, el teniente Casas y sus sargentos, tres en total, comentan los eventos de la tarde mientras comparten unos tacos. Casas maneja una peculiar teor¨ªa sobre el contexto violento que los envuelve: ¡°Si camina como un pato, se oye como pato y parece un pato, ?qu¨¦ es? ?Un pato!¡±, argumenta, queriendo decir que, normalmente, una camioneta, de noche, junto al r¨ªo, lleva sicarios armados. Seguro. O casi.
Las noches en el cuartel son parecidas, aburridas. Los que no est¨¢n de guardia se tiran en sus catres, duermen, hacen como que duermen o miran su m¨®vil. Se van turnando para cenar. La hora oficiosa de irse a la cama es la 1.30. La de levantarse, las 5.30.
En vez de dormir cuatro horas del tir¨®n, el sargento Ermita?o acostumbra a levantarse en mitad de la noche, salir de la bodega que hace de dormitorio y echar un vistazo. Suele acercarse a los soldados de guardia, les pregunta c¨®mo va la noche y la mayor parte de las veces la respuesta es la misma: sin novedad.
Desde aquella vez que le hirieron, cuenta, siempre est¨¢ en alerta, siempre desconfiado. Fue hace casi tres a?os. Cuatro veh¨ªculos militares patrullaban juntos. El comandante recibi¨® entonces un llamado por radio, otros militares necesitaban apoyo en un enfrentamiento con sicarios. Les dijeron que tomaran uno de los bulevares de la ciudad para llegar junto a ellos.
Ermita?o iba a bordo de una Chevrolet Cheyenne, sentado en la parte de atr¨¢s, junto al que maneja la ametralladora. Cuando les dispararon, ellos empezaron a repeler. Ermita?o se levant¨® para hacer lo propio, pero entonces se dio cuenta de que uno de sus compa?eros se hab¨ªa bloqueado. ¡°Le dije: ¡®Hey, ?qu¨¦ onda? Despierta, ?nos est¨¢n disparando!¡¯. Y ¨¦l dec¨ªa: ¡®No me puedo mover¡±. Otro compa?ero logr¨® finalmente que se sentara y Ermita?o, mientras disparaba, dirig¨ªa los balazos del de la ametralladora. ¡°Entonces, en uno de esos momentos, sent¨ª que me tiran. Sent¨ª un jal¨®n y luego como agua que me escurr¨ªa. A los cinco minutos empez¨® a doler¡±.
Ermita?o pas¨® mes y medio en el hospital. El proyectil le hab¨ªa atravesado la pierna, aunque pudo recuperarse y hoy camina con normalidad.
El sargento explica que nunca le cont¨® a su mujer lo que hab¨ªa pasado. Dice que no quer¨ªa preocuparla. Ermita?o viv¨ªa en el cuartel, y su esposa, con sus hijos, en una casa no lejos de all¨ª. El d¨ªa en que le hirieron, le llevaron a un hospital a varias horas de la base, en otra ciudad. Acostumbrados a usar el tel¨¦fono, cuando hablaban le pon¨ªa excusas. Le dec¨ªa que no pod¨ªan verse porque estaba patrullando en tal lugar o haciendo cualquier otra cosa.
Pero al final lo supo. Un compa?ero del cuartel le dijo a su esposa, que le dijo a otra, que se lo dijo a ella, y un d¨ªa, dos semanas despu¨¦s, cuando hablaron por tel¨¦fono, le confront¨®: ¡°Bueno, pero t¨² ?d¨®nde est¨¢s?¡±.
¡°Es duro aqu¨ª¡±, dice, ¡°por la familia¡±. Adem¨¢s de manejar la constante desconfianza y sospecha, los militares deben lidiar con el miedo. Por ellos y sus familias.
Justo por eso, por miedo, la de Ermita?o ya no vive con ¨¦l. Hace ya un a?o que volvieron al centro de M¨¦xico. ¡°Fue por una situaci¨®n de esas. Mi hijo mayor volv¨ªa de la escuela y hubo un enfrentamiento y¡ Bueno, es que ellos no respetan. Vives pensando: ¡®Si salimos a tal lado, puede haber balaceras; si salimos a tal otro, lo mismo. No, mejor que ya no est¨¦n aqu¨ª¡±. Ermita?o se calla, como si no hubiera mucho m¨¢s que decir.
El silencio se apodera del cuartel a medianoche. Solo se escucha alg¨²n carro de vez en cuando, alg¨²n grito lejano. Casas, Ermita?o y los otros sargentos se van a sus catres. En el dormitorio, los soldados duermen, hacen como que duermen. Nadie habla con nadie. Se ve alguna cara iluminada por la luz del celular. Se ven los fusiles colocados, uno junto a otro, en la estanter¨ªa. Se siente un cansancio m¨¢s all¨¢ del propio cansancio, el cansancio de los que saben que ma?ana les aguarda un d¨ªa como el de hoy. O peor.?
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