El sue?o roto de Meir¨¢s
La triste historia del pazo bajo Franco y su familia oscureci¨® su aut¨¦ntica edad dorada
Parece que por fin el pazo de Meir¨¢s, ocupado por la familia Franco desde la Guerra Civil, ser¨¢ devuelto al patrimonio p¨²blico gallego. La triste historia del lugar en los ¨²ltimos ochenta a?os ha oscurecido quiz¨¢s su aut¨¦ntica edad dorada, cuando escrib¨ªa y recib¨ªa en ¨¦l Emilia Pardo Baz¨¢n. Aquellos a?os en los que las Torres de Meir¨¢s estaban dedicadas al culto de lo que ella bautiz¨® como la Quimera: el ansia nunca saciable de lo bello.
El mundo de Pardo Baz¨¢n, refinado, culto y aristocr¨¢tico, no pod¨ªa estar m¨¢s alejado de la mediocre ¨®rbita social y de intereses del general Franco y su familia. En principio, sus c¨ªrculos nunca se hab¨ªan tocado, ni en Galicia ni en Madrid. Sin embargo exist¨ªa un hilo oscuro que les un¨ªa, ya antes de que su hija de Blanca Quiroga diese su benepl¨¢cito para la compra del pazo por parte del Ayuntamiento de A Coru?a, con el objetivo de que se convirtiese en ¡°bello y digno lugar de reposo para su ilustre hijo, el providencial Salvador de Espa?a¡±.
Ese hilo oscuro ten¨ªa que ver, precisamente, con los avatares de la Quimera en un terreno en que lo est¨¦tico se confund¨ªa con lo pol¨ªtico. Me refiero al papel que desempe?¨® en el desencadenamiento de la Guerra Civil los temores de una clase social, a la que Pardo Baz¨¢n pertenec¨ªa mientras Franco no, ante el sue?o roto de una sociedad patriarcal, de jerarqu¨ªas y deferencias naturales, en las que los campesinos y los obreros nunca se rebelaban, siempre estaban agradecidos y eran, a su manera, ?tan bellos! Quiz¨¢s la mejor expresi¨®n de aquel sue?o ¡ªque en buena medida enturbia con su luz dorada el crudo realismo de Los pazos de Ulloa o La madre naturaleza¡ª sean precisamente las p¨¢ginas finales de una de las ¨²ltimas novelas de do?a Emilia, titulada La Quimera. Son las que dedica a los d¨ªas postreros del artista Silvio Lago, trasunto del pintor gallego Joaqu¨ªn Vaamonde, a quien ella y su madre acogieron y cuidaron en Meir¨¢s.
Para Silvio, aquejado de tuberculosis, ya no quedaba casi vida, pero sent¨ªa una enorme paz cuando contemplaba en la distancia, como en un cuadro de Millet, las labores de la siega, con el prado cubierto de hierba extendida y las volteadoras, ¡°rapazas ani?adas a¨²n, de rubia trenza, de pies menudos y fr¨¢giles dentro del zueco o el grueso zapato¡± que cumpl¨ªan su tarea jugando, ¡°desafi¨¢ndose a arrojar m¨¢s arriba la desflecada plata de la hierba¡±. Aquellas ni?as trabajando, supuestamente tan alegres, aquel prado del que le llegaba el delicioso olor a hierba, le apaciguaban y le hac¨ªan so?ar. Su anfitriona le advert¨ªa que ni a¨²n el sue?o pod¨ªa traer reposo: ¡°Entre sue?os, se activa la vida ilusoria, toman cuerpo las ilusiones, y se sufre tambi¨¦n¡±.
La ¨²ltima vez que Silvio comi¨® algo, que fue feliz, ocurri¨® durante el convite ofrecido a los trabajadores que acababan de rematar la torre de Levante, la ¨²ltima construida en Meir¨¢s, aquella en la que instal¨® su despacho Francisco Franco. La larga mesa con toscos bancos de madera, se instal¨® bajo sus ventanas. Los trabajadores eran campesinos en su mayor¨ªa: ¡°Picaban y sentaban en verano, regresaban a sus casas en Navidad a matar el puerco, engendrar los casados el chiquillo anual, y dejar las heredades labradas¡±. Llegaron despacio, en grupos, fumando, con su camisa limpia. ¡°Era su frac; la camisa como la nieve, sin planchar, oliendo a menta y lavanda¡±. Durante un tiempo no se atrevieron a hablar, ¡°cohibidos por los se?ores que les miraban, por la novedad del fest¨ªn. Silvio, hundido en su butaca, contemplaba aquel cuadro pintoresco, deseando que adquiriese car¨¢cter a lo Teniers¡±. Enfermo, inapetente, envidiaba ¡°aquellos cuerpos ¨¢giles, curtidos, no desgastados por el alma...¡± Pronto, sin embargo, le revolvi¨® el est¨®mago el olor del guiso, las risas y los comentarios soeces e ir¨®nicos de los trabajadores desinhibidos por el vino y los licores. ¡°?Brutalidad! ¡ªmurmuraba (...)¡ª ?La bestia humana!¡±. Pocos d¨ªas despu¨¦s muri¨® sin haber nunca alcanzado m¨¢s que a vislumbrar la Quimera.
Con ¨¦l mor¨ªa el sue?o aristocr¨¢tico de sus Torres. Un sue?o roto definitivamente en 1936, cuando aquel general plebeyo se encarg¨® de defenderlo ¡ªo eso parec¨ªa¡ª de aquellos hombres y mujeres, tan bellos y apacibles que, sorprendentemente, se hab¨ªan cansado de posar para un cuadro de Millet o de Teniers.
Isabel Burdiel es historiadora.
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