La lecci¨®n de Carmen
No pens¨® que aparentar sobriedad la convirtiera en alguien respetable
Entra Rodrigo Rato en la c¨¢rcel. Siempre impresiona el camino de un hombre hasta la reclusi¨®n. Debe de tratarse de uno de los trayectos m¨¢s solitarios en la vida de una persona. M¨¢s cuando a¨²n deben resonar en su memoria los ecos de todas las palabras celebratorias que durante tantos a?os se le dedicaron. Encarnaba al hombre duro, algo borde, impaciente, pero que a su vez ofrec¨ªa una imagen de solvencia a la derecha espa?ola. Recuerdo incluso c¨®mo alg¨²n columnista no alineado con la derecha reclamaba una Espa?a en la que hubiera m¨¢s se?ores serios como Rato y menos chicas tontilocas como Bibiana A¨ªdo. En aquel momento, el ser un se?or con empaque serv¨ªa para determinar su valor. A¨²n no nos hemos deshecho de esa prejuiciosa y singular vara de medir.
En el arte de la pol¨ªtica deben combinarse la ambici¨®n, la sagacidad, la inteligencia, pero con irritante frecuencia olvidamos reclamar en quien la ejerce la m¨¢s dif¨ªcil de las virtudes, la de hacer el menor da?o posible y adem¨¢s evitar que lo hagan otros. Han pasado los a?os y ya podemos calibrar qui¨¦nes fueron realmente da?inos para el buen ejercicio democr¨¢tico y qui¨¦nes, por su apariencia, g¨¦nero, juventud o todo a la vez recibieron cr¨ªticas burdas y arbitrarias.
Pienso en esto de las apariencias mientras veo el rostro de Carmen Alborch en los peri¨®dicos esta semana. Sin duda, su presencia ilumina las portadas e iluminaba la sala en la que estuviera, ten¨ªa el poder de refrescar un ambiente, aunque este fuera tan cerrado como el del Congreso de los Diputados. Carmen parece, vista desde hoy, un milagro. La melena salvaje y rojiza, la elegante extravagancia en el vestir, la voz melosa y amable, la sonrisa tan justamente rese?ada que se convirti¨® en el toque que la distingu¨ªa. Qu¨¦ pena que no hayan cuajado sus formas, porque sus formas eran el fiel reflejo del buen coraz¨®n que hac¨ªa uso de ellas. Hay que tener mucho talento para presentarse ante la vida p¨²blica con una sonrisa y para comportarse tal cual ella era, demostrando que era compatible ser ministra con el amor a la vida, a las artes, al callejeo, a la ropa estilosa, al necesario hedonismo y al sentido del humor. La sonrisa y la dulzura parecen estar penalizadas hoy en el ambiente que se ha generado en la vida parlamentaria, porque lo chocante ha quedado reducido a la groser¨ªa de turno, a la burla, al show. Y nosotros, a menudo, nos convertimos en publicistas de la majader¨ªa.
Llev¨® Alborch el sabor de la calle al Congreso. Se arregl¨® para acudir a un consejo de ministros con los colores que brotaban de su esp¨ªritu, con el mismo primor que muchas mujeres dedicamos a presentarnos ante los dem¨¢s. No pens¨® que aparentar sobriedad la convirtiera en alguien respetable, ni crey¨® que la elegancia fuera incompatible con ser de izquierdas; jam¨¢s enmascar¨® sus ganas de disfrutar de la vida para parecer m¨¢s solidaria o comprometida. Supo demostrar que el car¨¢cter no es negociable, y esta para m¨ª es su lecci¨®n m¨¢s sobresaliente. Las mujeres, sobre todo, no debi¨¦ramos dejar escapar el ejemplo: no hay que aceptar un neopuritanismo que nos obligue a impostar la voz, a falsear la indumentaria, a reprimir la extravagancia o a esconder la sonrisa. El tiempo dir¨¢ el legado que cada uno dej¨®. De qu¨¦ nos sirvi¨® la arrogancia de Rato y en qu¨¦ medida nos cambi¨® la sonrisa de Carmen Alborch.
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