Cuento de Navidad: El combinado verde
Una barra de bar y una visi¨®n premonitoria. Una noche de carne y hueso y el poder de la enso?aci¨®n. Soledad en la oscuridad, luces navide?as y extra?os personajes. Lo que fue?y lo que pareci¨® ser¡ ?Realidad o ficci¨®n?
LO DE SIEMPRE, se?or? ¡ªme dijo el barman sin apenas abrir la boca.
Deb¨ªa tratarse de un error, puesto que yo nunca hab¨ªa entrado a ese bar y, en consecuencia, no pod¨ªa conocer a ese tipo que tan amablemente me hab¨ªa sonre¨ªdo y que tanto me recordaba a Hikaru.
Hikaru, un hombre siempre impecablemente vestido y de unos 40 a?os, forma parte de mi grupo de meditaci¨®n. Si bien nos vemos semanalmente desde hace poco m¨¢s de un a?o, apenas habremos intercambiado un par de palabras. Los meditadores ¡ªhombres de negocios en su mayor¨ªa¡ª llegamos al zendo cada mi¨¦rcoles poco antes de la hora convenida. Sin mediar palabra, nos descalzamos y ponemos los kimonos en los vestuarios para, cumplido el ritual de reverencias y campanas, sentarnos durante una hora cara a la pared en un mutismo y una quietud totales.
¡ª?C¨®mo dice? ¡ªle pregunt¨¦ al barman con la intenci¨®n de asegurarme de que le hab¨ªa o¨ªdo bien.
Por un momento ¡ªdebo admitirlo¡ª, dud¨¦ si no se tratar¨ªa verdaderamente del Hikaru de mi sangha, quien muy bien podr¨ªa trabajar como barman adem¨¢s de meditar.
¡ª?Lo de siempre, se?or? ¡ªrepiti¨® aquel tipo que tanto se parec¨ªa al verdadero Hikaru, sin abrir la boca m¨¢s que poco antes.
Sus facciones eran correctas. Quiz¨¢ tanto que, en cuanto uno dejaba de mirarle, hab¨ªa olvidado por completo c¨®mo era.
Decid¨ª seguirle el juego y ver qu¨¦ pasaba.
¡ªLo de siempre ¡ªrespond¨ª, y, tras hacer un breve silencio de no m¨¢s de cinco segundos, a?ad¨ª¡ª, Hikaru.
Era una prueba. Necesitaba comprobar si aquel individuo era el Hikaru que yo conoc¨ªa.
Sent¨ª que estaba vivo y que eso, la vida, era lo que me estaba sucediendo en aquel preciso instante
Admito haberme dirigido a ¨¦l abriendo la boca lo menos posible, imitando su forma de hablar; y, durante algunos segundos, not¨¦ en ¨¦l un titubeo que revelaba cierta vacilaci¨®n. Como si le maravillase la sorprendente familiaridad con que le hab¨ªa abordado o, todo lo contrario, como si me agradeciera que recordara c¨®mo se llamaba. Se tratara o no del verdadero Hikaru, aquel individuo me dio entonces la espalda para, acto seguido, quitar el precinto de una botella de alcohol de alta graduaci¨®n de bonita forma ovalada. Observ¨¦ sin perder detalle c¨®mo cog¨ªa de un estante un vaso de cristal tallado muy grueso, y c¨®mo vert¨ªa en ¨¦l un generoso chorro de aquella bebida, que luego mezclaba con otra, aunque esta segunda en menor proporci¨®n. Poco despu¨¦s, verti¨® hielo en el combinado, pero no en forma de cubitos, que era lo que yo hab¨ªa esperado, sino picado. Repar¨¦ en c¨®mo removi¨® el c¨®ctel con una barrita met¨¢lica, quiz¨¢ demasiado larga para el uso al que se la hab¨ªa destinado, de forma que el alcohol se mezclase adecuadamente. Para terminar, Hikaru, fuera o no mi compa?ero de meditaci¨®n, cort¨® una rodaja de lim¨®n y la dej¨® caer en el vaso tallado con incuestionable profesionalidad. Antes de serv¨ªrmelo, pinch¨® en el lim¨®n una sombrillita de colores que daba a su preparado un agradable toque ex¨®tico, casi necesario.
¡ª?Feliz Navidad! ¡ªme dijo entonces, deslizando el c¨®ctel por el mostrador, tras colocarlo sobre un posavasos en el que pod¨ªa leerse el nombre del local: El Loto Azul.
El Loto Azul: aquel nombre me sonaba, aunque no recordaba de qu¨¦. Quiz¨¢ yo hab¨ªa estado ah¨ª en alguna otra de mis vidas ¡ª?qui¨¦n puede saberlo!¡ª, e Hikaru me recordaba de entonces; o quiz¨¢ todos menos yo supieran que aquel hombre solitario, apostado en la barra y tan parecido a m¨ª, era un cliente habitual de El Loto Azul.
¡ª?Feliz Navidad! ¡ªrespond¨ª al fin, llev¨¢ndome el vaso a los labios.
Me bast¨® un sorbo para saber que conten¨ªa Cointreau. El enigma de la botella de bonita forma ovalada hab¨ªa quedado resuelto. A todo esto, Hikaru se hab¨ªa quedado frente a m¨ª, tras la barra, con los brazos abiertos y las manos apoyadas en el mostrador. Me fij¨¦ en sus u?as, muy bien recortadas y de un extra?o color rosa, como si se las hubiera pintado y, poco despu¨¦s, se las hubiera lavado con agua y jab¨®n, intentando borrar el tinte.
¡ªMuy bueno ¡ªexclam¨¦, chasqueando la lengua y pensando que Hikaru esperaba mi aprobaci¨®n; dejando pasar de nuevo unos cinco segundos, no pude contenerme y agregu¨¦¡ª, como siempre.
Eso pareci¨® bastarle, pues Hikaru se retir¨® al extremo opuesto de la barra. El local estaba adornado con farolillos de colores y una pareja conversaba en una de las mesas del fondo.
¡ªPoca gente ¡ªme atrev¨ª a decir, confiando en que pudiera o¨ªrme.
¡ªEn una noche como esta¡ ¡ªme respondi¨® ¨¦l sin darse la vuelta, al parecer muy concentrado en secar a conciencia una larga hilera de vasos de cristal muy grueso y tallado.
Apur¨¦ la bebida de un trago y la dej¨¦ ruidosamente sobre la barra, algo que no recuerdo haber hecho nunca hasta entonces.
¡ª?Qu¨¦dese el resto! ¡ªdije en un tono de voz mucho m¨¢s alto de lo necesario, como si efectivamente fuera ese cliente habitual con quien Hikaru, no hab¨ªa duda, me hab¨ªa confundido.
El barman se limit¨® a, con ojos brillantes, alzar la barbilla en un gesto que en ¨¦l deb¨ªa de ser muy frecuente. Al volverme, ya en la puerta, vi c¨®mo recog¨ªa mi vaso y c¨®mo alzaba la mano en un gesto que me pareci¨® extremadamente cordial.
A¨²n no era medianoche y en el exterior sonaba una melod¨ªa navide?a. Fuera porque aquel delicioso combinado hab¨ªa templado mis nervios o por lo mucho que me hab¨ªa gustado el adem¨¢n con que Hikaru se hab¨ªa despedido de m¨ª, decid¨ª que regresar¨ªa pronto a ese bar y, en lo posible, a esa misma hora, en la confianza de encontrarme de nuevo con Hikaru, quien ni de lejos hab¨ªa sido tan atento conmigo en nuestros encuentros de meditaci¨®n.
Pocos minutos despu¨¦s sub¨ªa por la escalera de mi edificio, arrim¨¢ndome lo m¨¢s posible a la pared, en el mayor de los sigilos. Que yo recuerde, para entrar en mi casa nunca antes hab¨ªa actuado as¨ª, de una forma tan rara. Aquel comportamiento m¨ªo habr¨ªa sido calificado probablemente de sospechoso por un eventual espectador.?
NO ES infrecuente que, concluida la jornada laboral, entre en alguno de los muchos locales de mi barrio para pedirme alguna copa y beberla tranquilamente, antes de recogerme en mi apartamento; pero no tengo por costumbre prepararme combinados al llegar a casa. Aquella noche, sin embargo, fuera por emular a Hikaru o porque era Navidad y estaba solo, me prepar¨¦ uno, disfrutando del sonido de los cubitos de hielo al golpear contra el cristal.
Con el vaso fr¨ªo en la mano, me sent¨¦ a oscuras en el sof¨¢ y, aunque dud¨¦ si poner m¨²sica, decid¨ª disfrutar del silencio nocturno y, por supuesto, de aquella pl¨¢cida y reconfortante soledad. Pens¨¦ en mi mujer y en mi hija, quienes sin duda estar¨ªan reunidas con la familia, celebrando las fiestas; pero este pensamiento, de no m¨¢s de tres segundos, se lo llev¨® consigo el estruendo de un coche y, poco despu¨¦s, un electrodom¨¦stico que zumbaba en el apartamento de al lado: una lavadora, un lavavajillas, un secador¡ ?Qui¨¦n puede saberlo! Tambi¨¦n apreci¨¦ el sonido de mi propia saliva al tragar; y el ir y venir de mi respiraci¨®n, y hasta los acompasados latidos de mi coraz¨®n, que en aquella tibia oscuridad en que me hab¨ªa sumido resonaba m¨¢s fuerte de lo habitual. Es lo que tiene la pr¨¢ctica meditativa: que se descubre que el mundo est¨¢ poblado de sonidos. As¨ª que, durante algunos minutos, como durante mi sentada de meditaci¨®n matutina, sent¨ª que estaba vivo y que eso, la vida, era lo que me estaba sucediendo en aquel preciso instante.
Pos¨¦ la mirada en los objetos y muebles de mi sal¨®n, cuyas formas se confund¨ªan con las sombras: la mecedora que hered¨¦ de mi familia, la cesta con las pi?as ¡ªen el centro de la mesa¡ª, el cubo donde apilo la le?a para la chimenea¡ Los objetos, de contornos imprecisos, parec¨ªan ser devorados por la oscuridad. Si forzaba la vista, pod¨ªa hacerme una idea bastante ajustada de sus formas y vol¨²menes; pero si la desenfocaba, como efectivamente hice, esas formas y esos vol¨²menes se perd¨ªan, mezcl¨¢ndose en un todo ¨²nico e indiferenciado. Supe entonces que esa visi¨®n ¡ªla del fondo, no la de las formas¡ª era la m¨¢s justa y real, la m¨¢s exacta. Pero luego ¡ª qui¨¦n sabe por qu¨¦¡ª di al interruptor y, con esa luz artificial que se encendi¨®, como por ensalmo se disip¨® toda la luz interior que lentamente se hab¨ªa hecho en m¨ª durante la oscuridad.
Aquella noche so?¨¦ con muchos de los hombres y mujeres que de un modo u otro han poblado mis d¨ªas
Camin¨¦ por mi apartamento muy despacio, como si fuera un ladr¨®n: una vez m¨¢s mi comportamiento habr¨ªa despertado las sospechas de un eventual espectador. Pronto experiment¨¦ un intenso y repentino cansancio y, a sabiendas de que la segunda copa hab¨ªa empezado a hacerme efecto, me tuve que sentar. Puse entonces mis manos sobre las rodillas y dobl¨¦ la espalda. Pas¨¦ largo rato con la mirada puesta en unos abrigos y en una chaqueta que colgaban de un perchero tras la puerta. Aquellas prendas resum¨ªan lo que yo hab¨ªa sido, eso fue lo que pens¨¦; y pens¨¦ de igual modo que eso que yo hab¨ªa sido podr¨ªa dejar de ser en cualquier momento. Quise incorporarme, pero segu¨ªa muy cansado ¡ªprobablemente achispado¡ª, as¨ª que, como me hab¨ªa sentado en el borde de la cama, me dej¨¦ deslizar hacia atr¨¢s. En el techo hab¨ªa una grieta.
AQUELLA NOCHE so?¨¦ con muchos de los hombres y mujeres que, de un modo u otro, han ido poblando mis d¨ªas. Primero apareci¨® el profesor Akemi, que aseguraba haber visitado todos los desiertos del planeta. No me sorprendi¨® que caminara ahora por un extenso desierto de dunas anaranjadas en el que tambi¨¦n me encontraba yo, vestido con una camiseta a rayas. Quise acercarme hasta ¨¦l para preguntarle por lo que ambos hac¨ªamos all¨ª, en medio de aquel paraje tan inh¨®spito como extra?amente acogedor, cuando apareci¨® Nao, un vigilante de museo a quien hab¨ªa conocido pocas semanas antes. Mantuvimos entonces una larga conversaci¨®n sobre el expresionismo, mi pintura favorita, y en ella ¨¦l lleg¨® a confesarme que durante su trabajo se entreten¨ªa escuchando los comentarios de los visitantes, as¨ª como comparando los tipos de blanco que, seg¨²n ¨¦l, existen en las paredes de su museo. Pues bien, tambi¨¦n aquel hombre apareci¨® de repente en mi sue?o, pero tampoco a ¨¦l pude abordarle, pues enseguida se hizo presente Ichiro, uno de mis estudiantes de doctorado, que lleva a?os redactando una tesis sobre el v¨ªnculo entre locura y creaci¨®n. Poco m¨¢s tarde ¡ªy con ninguna de todas aquellas apariciones pude conversar, puesto que se fueron sucediendo una tras otra cada vez a mayor velocidad¡ª, lleg¨® Akiyama, un antiguo compa?ero de colegio que ten¨ªa la costumbre de abrazarse a los ¨¢rboles, pues aseguraba que en su interior era capaz de escuchar m¨²sica y palabras. Fue con la aparici¨®n de Akiyama cuando comprend¨ª que aquello era una reuni¨®n, una especie de asamblea. No tardar¨ªa en averiguar la raz¨®n por la que se hab¨ªan congregado en mi sue?o, estaba seguro. En efecto, ah¨ª estaba tambi¨¦n Katsuo, por ejemplo, a quien no hab¨ªa vuelto a ver desde que su empresa le envi¨® a Praga para abrir una sucursal; y Ryozo, a quien tanto entusiasm¨® la meditaci¨®n que decidi¨® entrar en un monasterio para hacerse monje; y Ba, en fin, la ¨²nica mujer a la que he amado verdaderamente, con sus brazos desnudos y bronceados amorosamente extendidos hacia m¨ª.
Al cabo ¡ªy eso fue lo que esclareci¨® el misterio de aquel sue?o tan concurrido¡ª apareci¨® el propio Hikaru, el barman de El Loto Azul. Hikaru, quien me brind¨® una sonrisa de oreja a oreja al percatarse de que le hab¨ªa reconocido, no vagaba por el desierto m¨¢s o menos perdido o familiarizado con el ambiente, como todos los dem¨¢s. No. ?l estaba tras una barra de bar, s¨®lo que infinitamente m¨¢s larga que la de su local. Ignorando al resto de mis conocidos y colegas, mir¨¦ a Hikaru como si fuera ese gran amigo o hermano entra?able que nunca tuve. ?l, sin embargo, totalmente absorto y atento a lo que ten¨ªa entre manos, se afanaba en preparar combinados con extrema profesionalidad, uno tras otro, y siempre con el mismo procedimiento: cog¨ªa de un estante un vaso de cristal tallado muy grueso, vert¨ªa en ¨¦l un generoso chorro de una bebida que luego, de forma r¨¢pida y segura, mezclaba con otra en menor cantidad. S¨®lo entonces vert¨ªa hielo picado para, enseguida, remover el combinado con una barrita met¨¢lica, cortar una rodaja de lim¨®n y pinchar en ella una sombrillita de colores. Finalmente, cuando daba su servicio por terminado, deslizaba cada uno de aquellos vasos gruesos y tallados por aquella larga barra, al tiempo que dec¨ªa, a cada uno de los invitados: ?feliz Navidad!
¡ªHikaru ¡ªdije yo entonces en voz alta, como si no estuviera en un sue?o, sino en mi apartamento y ¨¦l pudiera o¨ªrme perfectamente¡ª. Hikaru ¡ªrepet¨ª, sorprendido por la belleza de aquel nombre o, mejor a¨²n, por lo bien que se ajustaba a un hombre como ¨¦l.
¡ªEs una fiesta ¡ªme dijo ¨¦l, apuntando a la gente que charlaba y re¨ªa en peque?os grupos en medio de aquel inmenso desierto naranja. Todos y cada uno de ellos ten¨ªan un combinado verde entre las manos y, cuando los miraba, alzaban el vaso hacia m¨ª, dese¨¢ndome una feliz Navidad. Mir¨¦ a todos y a cada uno o, al menos, a la mayor¨ªa, puesto que eran multitud.
Todos reaccionaban igual: levantaban el vaso y asent¨ªan, como si aquello fuera el papel que se les hab¨ªa asignado y que ellos cumpl¨ªan con exactitud. Luego me volv¨ª a Hikaru, a quien vi con la mano en alto, despidi¨¦ndose de m¨ª como lo hab¨ªa hecho la noche anterior, cuando me hab¨ªa bebido una copa en su local. Y sent¨ª por aquel desconocido un amor dulce y arrebatador a un tiempo, un amor tan c¨¢lido como irracional.?
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