El calendario del pr¨ªncipe
La decisi¨®n de alargar o abreviar el desempe?o de la magistratura le corresponde solo a quien la gan¨®
Puede que el ¨²nico resto de soberan¨ªa del gobernante contempor¨¢neo sea la potestad de elegir el momento en que poner fin al mando. En algunos casos, esa capacidad no equivale, sin m¨¢s, al poder de abdicar (propio de la monarqu¨ªa, el papado, las rep¨²blicas presidencialistas y, desde luego, las tiran¨ªas), sino que, por el contrario, permite decidir sobre el momento m¨¢s ventajoso para confiar a las urnas el inicio de un nuevo mandato.
El caso espa?ol encierra elementos que hacen reverdecer, aunque sea de manera teatral, la fantas¨ªa del poder soberano: que la fecha de la disoluci¨®n anticipada de las Cortes ¡ªy la palabra ¡°disoluci¨®n¡± no puede ser m¨¢s resonante¡ª solo la conozca el jefe del Poder Ejecutivo es lo m¨¢s parecido que cabe encontrar a los viejos arcanos del imperio, y resulta natural que los inquilinos del palacio de la Moncloa no se priven, uno tras otro, de mencionar de cuando en cuando esta prerrogativa suya, dando a entender que en la ignorancia de su secreto todos estamos igualados, desde el segundo de a bordo del Gobierno hasta el m¨¢s desdichado de los s¨²bditos. La soberan¨ªa era divina, pero sus restos mortales tienen un aspecto demasiado humano.
Alg¨²n residuo de soberan¨ªa tendr¨ªa que mostrar el gobernante para que no se le perdiera totalmente el respeto, si bien la ostentaci¨®n habr¨¢ de ser cauta. El pr¨ªncipe de la modernidad tard¨ªa tiene que parecer, sin duda, un ciudadano m¨¢s y debe sobreactuar todo lo posible para ser tomado como tal, aunque, al mismo tiempo, habr¨¢ de guardarse una reserva de aura, m¨¢s semejante, eso s¨ª, a la de las estrellas del espect¨¢culo que a la de los santos o los sabios. Su fortuna depender¨¢ de c¨®mo se desempe?e en la gesti¨®n de este double bind. El soberano no decide porque no existe, pero s¨ª caben ficciones y dramaturgias en las que el titular del Gobierno determina ciertas fechas, y tambi¨¦n son posibles tiempos bald¨ªos y devastados (casi m¨¢s afines a la poes¨ªa de T. S. Eliot que a la teor¨ªa pol¨ªtica de Carl Schmitt) en los que el poder escenifica su propia evanescencia.
Gobernar meramente ¡°en funciones¡± parece implicar una suerte de desnudez pol¨ªtica en la que no es posible poder efectivo alguno, y de cuya anomal¨ªa se ha querido derivar a veces (como ocurri¨® en Espa?a en 2016) la ausencia de responsabilidad parlamentaria. Cuando el tiempo pol¨ªtico est¨¢ estancado, quien manda no manda del todo y se resistir¨¢ a someterse a quienes s¨ª lo hacen.
Las ataduras dobles son muy frecuentes en la vida y seguramente no pueden eliminarse nunca del todo
Es natural que la ilusi¨®n de lograr que el tiempo deje de correr y la de ponerlo nuevamente en movimiento proporcionen un placer no peque?o a quien gobierna, aunque ser¨ªa un delirio tomarla en serio. Sin embargo, a veces se est¨¢ condenado a gobernar de manera que la capacidad de decidir el final del propio mandato constituya el principal motivo de fortaleza, si es que no el ¨²nico.
Por agobiante que sea la indigencia de apoyo parlamentario padecida y por adversa que resulte la fortuna, la decisi¨®n de alargar o abreviar el desempe?o de la magistratura le corresponde solo a quien la gan¨®, lo cual puede ser causa de un pundonor envenenado.
Acaso sepa el gobernante que le conviene darse prisa en la decisi¨®n porque la ocasi¨®n propicia est¨¢ aqu¨ª mismo (o quiz¨¢ descubra con melancol¨ªa que ha pasado ya y no volver¨¢), pero lo primero que debe mostrar es su pertenencia a las gentes que no abandonan una empresa cuando la han asumido. ?Qui¨¦n lograr¨ªa ganar unas elecciones si no ha acreditado perseverancia en el mando y es incapaz de lo que Maquiavelo llamaba mantenere lo stato?
Como el elector ya no admira nunca al gobernante, lo que exige es ponerlo y quitarlo a su gusto, sobre todo sin sufrir largas esperas. Busca la feliz gobernaci¨®n, si bien no una tan pr¨®spera que haga deseable su perpetuidad. Quiere estar bien servido, aunque eso implica, sobre todo, cambiar de amo con frecuencia. Sin embargo, necesita que, mientras dure el gobierno, sea efectivamente gobierno, y no el embrollo de alguien que va con prisas. Al igual que quien manda, el elector quiere una cosa y quiere la contraria, y est¨¢ atado a ambas obediencias.
Las ataduras dobles son muy frecuentes en la vida y seguramente no pueden eliminarse nunca del todo, pero lo que m¨¢s importa es que hay veces en que su confesi¨®n es un tab¨². El pr¨ªncipe y el pueblo est¨¢n unidos por un destino com¨²n: el de tener que disimular la esquizofrenia que los consume y fingir otra cosa. Sus servidumbres resultan muy semejantes, y sobre todo se parecen en que, con tal de evitar su explicitaci¨®n, el uno y el otro est¨¢n dispuestos a las sobreactuaciones m¨¢s inveros¨ªmiles.
Antonio Valdecantos es catedr¨¢tico de Filosof¨ªa en la Universidad Carlos III. Sus ¨²ltimos libros son Sin imagen del tiempo y Manifiesto antivitalista.
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