La hora de la palabra
En democracia se discuten todas las propuestas, y se decide

Malos tiempos para la democracia. Se desconf¨ªa cada vez m¨¢s de los pol¨ªticos y de la capacidad de la palabra para dar impulso a sus iniciativas. Y se impone el lenguaje de la calle, donde lo que importa es que cada movilizaci¨®n sea m¨¢s grande que la anterior. Nunca est¨¢ de m¨¢s manifestarse para reclamar atenci¨®n sobre asuntos que est¨¢n quedando fuera de la agenda pol¨ªtica, pero en la calle muchas veces se mezclan proyectos diferentes bajo un mismo paraguas. Hace falta darle forma a cada reivindicaci¨®n y que existan propuestas alternativas sobre las que pronunciarse y buscar acuerdos y armar las leyes que convengan para transformar las cosas. Para eso est¨¢ la democracia.
El historiador estadounidense David A. Bell reconstruye de manera magistral en La primera guerra total una de las m¨¢s importantes batallas parlamentarias. A?o 1790, la Asamblea Nacional surgida de la Revoluci¨®n Francesa tiene que dar respuesta a un asunto enrevesado. Al otro lado del mundo, una fragata espa?ola se ve obligada a asegurar su soberan¨ªa sobre la isla de Vancouver frente a la presencia de buques brit¨¢nicos y estadounidenses, y reclama ayuda de Francia. En 1761, los Borbones Luis XVI y Carlos IV firmaron un pacto familiar para defenderse en caso de hostilidades, as¨ª que la Asamblea tiene que decidir si aprueba los fondos para que Francia construya catorce buques y ayude a su aliado. El gran asunto que toca tratar es, pues, el de la paz y la guerra.
La democracia ten¨ªa entonces todav¨ªa algunos rasgos primitivos. La Asamblea la compon¨ªan 1200 miembros de los Estados Generales elegidos el a?o anterior, aunque solo interven¨ªan con regularidad unos 50. Para ocuparse de esta delicada cuesti¨®n se instalaron en la sala del Man¨¨ge, en el Jard¨ªn de las Tuller¨ªas: los conservadores se colocaron a la derecha; a la izquierda, los radicales del Club de los Jacobinos y los m¨¢s moderados de la Sociedad de 1789. De ah¨ª viene esa vieja divisi¨®n.
En la calle, una multitud se interesaba en un estado de alta tensi¨®n por lo que ocurr¨ªa dentro. Ah¨ª, los espectadores interrump¨ªan a los tribunos que defend¨ªan sus posiciones con pasi¨®n y s¨®lidos argumentos, y tomaban notas ¡°y las ataban con un gancho y las pasaban desde la ventana a lo largo de un hilo a sus amigos en el exterior¡±, cuenta Bell, para que terminaran llegando a las redacciones de los m¨²ltiples peri¨®dicos que se publicaban entonces, cada cual con su postura y con su mirada. ¡°Europa nunca hab¨ªa visto nada parecido¡±, e incluso se tuvo que redefinir la palabra revoluci¨®n:¡°Ya no se trataba, como antes, de un cambio s¨²bito e imprevisible en el destino de un pa¨ªs, sino el significado m¨¢s moderno de la explosiva e ilimitada expresi¨®n de la voluntad colectiva de una naci¨®n¡±. De la mano de las instituciones democr¨¢ticas.
En el debate sobre la guerra se pronunciaron 35 diputados con algunas intervenciones de gran altura, y lleg¨® a haber alguno que defendi¨®, ?en tiempos de revoluci¨®n!, la monarqu¨ªa absoluta. Se discutieron las propuestas, se pulieron, se introdujeron enmiendas y al final la Asamblea traz¨® el camino, y la aristocracia perdi¨® ¡°su tradicional raz¨®n de ser: la guerra¡±. Aquel pacto de familia de los Borbones tard¨® en morir lo que duraron unos cuantos d¨ªas de acaloradas sesiones. La democracia mostraba su raz¨®n de ser: una ciudadan¨ªa exigente, una prensa que informa y que genera opini¨®n, unos representantes que construyen sus argumentos con finura y solvencia: y luego la feroz batalla parlamentaria (con respeto a las minor¨ªas) y, al fin, los acuerdos.
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