?Qu¨¦ nos une?
El Parlamento est¨¢ sujeto a las reglas comunes que impone su reglamento. Y ofrece una magn¨ªfica caja de resonancia de toda nuestra diversidad y pluralismo
El comienzo de la XIII legislatura ha tenido rasgos teatrocr¨¢ticos. Como se vio por los peculiares y variados modos de jurar la Constituci¨®n, algunos grupos parlamentarios se han esforzado por hacer expl¨ªcitas sus muchas diferencias con respecto a la Carta Magna. O, lo que viene a ser lo mismo, han querido simbolizar su distancia respecto a aquello que supuestamente existe para unificarlos a todos, las reglas de juego. Esto se vio confirmado despu¨¦s en la votaci¨®n sobre la suspensi¨®n de los diputados presos. El peligro de una deslegitimaci¨®n de las reglas que nos dimos desde la Transici¨®n es, pues, un dato real. Con el agravante de que no hay una mayor¨ªa suficiente para consensuar otras nuevas. Ni, al parecer, ning¨²n incentivo para hacerlo. El aliciente est¨¢ en mantener vivas las diferencias, en practicar una pol¨ªtica schmittiana de amigo/enemigo, de buscar la mayor confrontaci¨®n directa. A poder ser, adem¨¢s, de la forma m¨¢s expresiva e impactante posible.
Que hemos pasado de democracias de consenso a democracias de conflicto es un hecho observable en casi todos los parlamentos del mundo. En el nuestro se ve agravado por nuestras profundas diferencias territoriales y por la nueva fragmentaci¨®n del sistema de partidos, que le ha dado un punto m¨¢s neur¨®tico al tradicional enfrentamiento pol¨ªtico. Ya ni siquiera nos sirve esa distinci¨®n entre el as¨ª llamado ¡°bloque constitucional¡± y el resto. El propio Rivera se encarg¨® de finiquitarlo, aunque otros dir¨¢n que fue el PSOE al entrar en pactos con Podemos o al valerse de votos independentistas. Ni siquiera sobre esto hay acuerdo. En suma, nuestra democracia camina por la senda de la ausencia de los tradicionales consensos b¨¢sicos que permit¨ªan regular las discrepancias, los acuerdos encargados de dirimir los desacuerdos. Un c¨ªnico dir¨ªa que s¨ª hay algo que nos une: nos une la propia desuni¨®n. Esta es perceptible en la derecha, en plena lucha por la hegemon¨ªa interna; en la izquierda, entre el Podemos tradicional y sus muchas confluencias, o entre Podemos y el PSOE, que no coinciden en visi¨®n de Espa?a, por ejemplo; y en el interior de los territorios hist¨®ricos del nacionalismo perif¨¦rico. Y, desde luego, entre todos y cada uno de estos bloques.
Ante esta situaci¨®n nos podemos rasgar las vestiduras y a?orar melanc¨®licamente los viejos tiempos del bipartidismo o, por el contrario, tratar de hacer de la necesidad virtud y arremangarnos para hacer frente a la nueva coyuntura. Porque, al fin y al cabo, lo que nos une de verdad es el propio parlamento. Este s¨ª est¨¢ sujeto a las reglas comunes que impone su reglamento. Y ofrece una magn¨ªfica caja de resonancia de toda nuestra diversidad y pluralismo. La balcanizaci¨®n de las redes sociales se transmuta en ¨¦l en un espacio p¨²blico compartido, visible y accesible para todos. A pesar de toda la gestualidad, al final lo gobierna la palabra. Y por sus propias din¨¢micas dirigidas a producir decisiones nos obliga a explorar consensos para conseguir mayor¨ªas. Permite, por decirlo as¨ª, que el disenso devenga en algo productivo y no se quede en meras discrepancias ret¨®ricas. Dicho esto, no envidio para nada la tit¨¢nica tarea que espera a M. Batet y al profesor Cruz.
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