Japonesada
He estado cuatro noches en Jap¨®n e impugno la idea prepotente de ser habitante del futuro
He pasado cuatro noches en Jap¨®n. Si hubiese pasado un a?o no podr¨ªa escribir esta columna: habr¨ªa llegado a la conclusi¨®n de que solo s¨¦ que no s¨¦ nada. Pero cinco d¨ªas me alientan a la temeridad. He visto muchas cosas y he cre¨ªdo ver muchas otras. Me han contado historias. Comparto lo que siento. Es un derecho.
Al llegar a Jap¨®n me advierten: nunca debo dejar propina ni fumar en la calle ni hablar por el m¨®vil en el metro. En los restaurantes la gente disfruta de sus cigarrillos mientras come sopitas, sashimi y sushi. En Jap¨®n no hay anisakis porque evisceran y limpian los pescados tan primorosamente que en la carne no quedan larvas ni excrecencias. En Jap¨®n hay casi pleno empleo y Tokio es una ciudad donde no me piden limosna ni veo perros abandonados. Los japoneses trabajan mucho; me cuentan que algunos mueren frente a sus ordenadores. Cortocircuito total. El suicidio se practica en los andenes del metro. Los suicidas dejan preparada la suma necesaria para limpiar su sangre de la estaci¨®n; unas son m¨¢s caras que otras: suicidios de centro y periferia, de primera y segunda. Me dicen que casi todas las mujeres aspiran a contraer matrimonio antes de los treinta. Ellas administran el dinero de sus infatigables esposos y les dan una cantidad semanal para sus gastos. Las mujeres tienen amantes, van al teatro y abarrotan las cafeter¨ªas donde degustan reposter¨ªa europea. Los hombres que pierden el ¨²ltimo tren pernoctan en karaokes y hoteles c¨¢psula. Expresar sentimientos o mostrar afecto f¨ªsico no es habitual. Pero hay sex shops de ocho pisos, graduados por la dureza de lo que se vende, que no llegan a culminar los m¨¢s avezados porn¨®grafos occidentales. Nadie asiste a esas chicas borrachas que se acurrucan en pasadizos: prestarles ayuda ser¨ªa humillante para ellas. Las japonesas se emborrachan con facilidad porque carecen de una enzima para metabolizar el alcohol. En el barrio de Shinjuku adivino a Godzilla entre dos rascacielos. Hay restaurantes de robots. Los neones son tan potentes que casi me producen ataques epil¨¦pticos. Si pierdes el ordenador, lo recuperar¨¢s. Nadie roba: hay quien da una raz¨®n animista ¡ªel alma impregna los objetos¡ª y hay quien apela al budismo ¡ªlo que hagas en esta vida te ser¨¢ devuelto en la otra¡ª. No entiendo de religiones. Por Takeshita pasean lolitas g¨®ticas y muchachas con peluches anudados a la cintura. Chicas que visten a sus novios a juego con su indumentaria. Los cazadores de tendencias paran a algunas y apuntan sus nombres en un papelito. Hay cafeter¨ªas de erizos y b¨²hos. Muchas personas van enmascaradas para no contagiar o no contagiarse: en el avi¨®n una japonesa se quita la m¨¢scara, se maquilla, no se la vuelve a poner. Yo he visto cosas que vosotros no creer¨ªais si es que a¨²n los seres humanos conservamos la capacidad de asombro. He pasado por uno de los callejones donde se rod¨® Blade Runner y he atravesado diagonalmente el cruce de Shibuya. He estado cuatro noches en Jap¨®n e impugno la idea prepotente de ser habitante del futuro. Ahora me cuesta m¨¢s distinguir el original de la copia, la tradici¨®n de la globalizaci¨®n, la realidad de los relatos, la libertad de las esclavitudes, lo honorable de lo cruel, la soledad del hikikomori del gregarismo, el ombliguismo occidental del exotismo papanatas. Y ya no s¨¦ qu¨¦ puede ser el infierno y qu¨¦ el para¨ªso.
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