Carta a Bartleby
No se llega al silencio, que es la meta, si no se recorre antes el territorio de la palabra. La palabra es un sendero y el silencio es un destino
BARTLEBY: ESTA? carta, que vas a preferir no leer, ha sido escrita justamente para no serte enviada. Como todos, tambi¨¦n he sido t¨². Tengo 29 a?os y parezco joven, aunque uno siempre est¨¢ en el tope de su edad, siendo m¨¢s viejo de lo que se ha sido y tan viejo como se puede nunca llegar a ser. He publicado un par de libros, pero tambi¨¦n aspiro al silencio.
He pensado detenidamente en que emito todo el tiempo se?ales que son contrarias a la ¨²nica se?al que me interesa emitir; la idea de que la literatura no puede escribirse si no lleva impl¨ªcita la conciencia absoluta de que parece ser siempre una fuerza que huye del sitio al que quiere llegar, un cuerpo que sale en busca de un lugar en el que ya se encontraba y del que no ten¨ªa que haberse movido.
Pero la literatura es, al mismo tiempo, ese movimiento y ese extrav¨ªo que ya no puede nunca componerse. Una catedral que solo sabe y debe rendirle culto al dios de la equivocaci¨®n, en alg¨²n sentido el ¨²nico dios que est¨¢ en todas las cosas.
No se llega al silencio, que es la meta, si no se recorre antes el territorio de la palabra. La palabra, siempre anterior, es un sendero, y el silencio es un destino. El sendero de la palabra, que pareciera habitado por muchas voces, es muy estrecho y ¨²nicamente puede atravesarse solo. En el silencio, en cambio, cabemos todos. No hay nada lo suficientemente pesado o voluminoso que no quepa en el hueco del silencio o para lo que el silencio no pueda abrir siempre un espacio m¨¢s.
Es una elecci¨®n avanzar hacia ah¨ª, desde luego, renunciar al ruido. T¨² elegiste callar, Bartleby, y fue como poner un punto final est¨¦tico a la larga oraci¨®n moral de una vida entera. Mi ambici¨®n, abundante y desbordada, que chorrea y embarra, me hace preguntarme si lo que publiqu¨¦ lo publiqu¨¦ demasiado pronto. Pero yo s¨¦, independientemente de lo que est¨¦ sucediendo o vaya a suceder con mis libros, que siempre todo se publica demasiado pronto, que todo lo que se ha dicho est¨¢ dicho al menos un segundo antes del momento en que de verdad deber¨ªa haber sido dicho, y publicar es precipitar y forzar esa decisi¨®n que de manera natural no va a llegar, porque lo natural parece ser siempre aguantar lo que se va a decir un poco m¨¢s, siempre un poco m¨¢s, hasta perder las ganas de decirlo, si fuera posible, y luego no tener que decir nada y quitarse ese peso de encima.
¡°Qu¨¦ hermosos son los trenes en el atardecer cuando ya se ha librado uno de la carga de tener que dar cuenta de esa hermosura¡±, dice el buen maestro franc¨¦s llamado Michon, quien, al escribirlo, no parece haberse librado de carga alguna. Y no estoy seguro tampoco de que haya belleza fuera de esa misma carga, de la carga de tener que dar cuenta, es decir, si hay placer sin responsabilidad. El esfuerzo es el hilo que teje las figuras hermosas. Una mirada que renuncia a esa angustia es una mirada que directamente no puede ver.
Si he asumido, por otra parte, que cada d¨ªa he sido tan viejo como he podido llegar a ser, entonces mis libros no se han publicado temprano respecto de nada. Una palabra, luego otra, despu¨¦s otra y as¨ª. Valientes, todas, avanzando sin chistar hacia la justa extinci¨®n.?
Carlos Manuel ?lvarez es autor de Los ca¨ªdos (Sexto piso).
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