Los ni?os de Altamira
La masacre de los inocentes en la ciudad m¨¢s violenta de la Amazonia
Quiero contar esta historia real porque me doy cuenta de que muchos no entienden la dimensi¨®n ¡ªy las consecuencias¡ª de lo que pasa en Brasil. Parece que ya no basta la imagen de cabezas y brazos y piernas cercenadas para que los brasile?os ¡ªy el mundo¡ª entiendan lo que pasa en Brasil. Parece que ya no nos impresionamos con cabezas y brazos y piernas cercenadas. Algo nos ha pasado. Y, si prestamos atenci¨®n, quiz¨¢ podamos sentir el olor a podrido que esta vez no emana de fuera.
Esa imagen es la que tiene en la cabeza la mujer, todav¨ªa joven, de cabellos negros y rasgos que marcan una ascendencia ind¨ªgena y tambi¨¦n negra. En aquel momento, todav¨ªa no sab¨ªa si su hermano, de 20 a?os, ten¨ªa todos los miembros en su sitio. Todav¨ªa no sab¨ªa si la cabeza de la persona a la que ama estaba en el mismo cuerpo que los brazos. Tampoco sab¨ªa si los brazos estaban cerca de las piernas. O si no era nada de eso. Si hab¨ªa muerto quemado, si el cuerpo joven del hermano con quien creci¨® era una masa carbonizada en medio de otros cuerpos de hermanos, padres, hijos. Gente.
Grita. Junto a ella est¨¢ su madre. La madre del joven de 20 a?os. Gest¨® y carg¨® en el ¨²tero durante nueve meses al que ahora no sabe si tendr¨¢ que buscarle la cabeza o adivinar qu¨¦ carne es la de su carne en medio de la masa de cuerpos incinerados. Es madre y no sabe si el ¨²ltimo suspiro de su hijo se produjo en el dolor insoportable de la decapitaci¨®n o en el dolor insoportable de la asfixia mientras su cuerpo ard¨ªa. No quiere, pero no puede evitar pensar si tard¨® en morir, y reza para que fuera r¨¢pido. Esas eran las dudas de la madre en aquel momento. Y no solo las de esta madre, sino las de todas.
No es solo que su hijo est¨¢ muerto, una inversi¨®n del orden de la vida cuyo dolor (casi) cualquier persona es capaz de imaginar. Es incluso m¨¢s que ese dolor. Es el dolor de la forma de morir, del convencimiento de que su hijo muri¨® en el horror. Esa madre entonces grita y grita. Porque no hay palabras para nombrar lo que vive. Esa hermana grita y grita. Otra mujer, tambi¨¦n con el rostro arado por el sufrimiento, abraza su cuerpo, como si quisiera contener aquel grito que rasga el mundo. Un hombre abraza el cuerpo de la madre, pero tiene la sensaci¨®n de que no tiene fuerza para contener el grito que emana de ella.
Hay im¨¢genes que documentan este momento. Pero las fotos no pueden publicarse. Encima esto. Ellas no pueden tener rostro, no pueden tener nombre, no pueden tener voz. Ni siquiera pueden contarse los detalles de la historia del joven asesinado bajo la guarda del Estado, en el Centro de Recuperaci¨®n Regional de Altamira. Si las facciones criminales las identificaran, sus cabezas podr¨ªan rodar ¡ªliteralmente¡ª por las calles de la periferia de la ciudad. Son fantasmas. Fantasmas vivos.
?El presidente sin empat¨ªa ni responsabilidad
La masacre de Altamira, que se produjo la ma?ana del 29 de julio, es la segunda mayor de la historia del sistema carcelario brasile?o: 58 hombres, bajo la tutela del Estado, fueron asesinados. A diecis¨¦is los decapitaron, al resto los incineraron. Despu¨¦s, cuatro hombres fueron estrangulados durante el traslado a otra prisi¨®n. Estaban esposados, bajo la custodia del Estado. Total: 62 personas que estaban bajo la responsabilidad del Estado murieron dentro de las dependencias de un edificio del Estado y de un cami¨®n-celda del Estado. Seg¨²n un an¨¢lisis realizado por el peri¨®dico Folha de S. Paulo, casi la mitad no hab¨ªan sido condenados, la mayor¨ªa eran negros y ten¨ªan hasta 35 a?os. Casi ninguno hab¨ªa terminado la escuela.
La masacre se atribuye a una guerra entre las facciones del crimen organizado Comando Vermelho y Comando Classe A. El Consejo Nacional de Justicia ha clasificado las condiciones de la prisi¨®n como ¡°p¨¦simas¡±: con plaza para 163 internos, hab¨ªa m¨¢s de 300 amontonados en las celdas. El n¨²mero de agentes era mucho menor al necesario y se hab¨ªan encontrado armas.
Cuando le preguntaron sobre la masacre, el antipresidente Jair Bolsonaro respondi¨® as¨ª: ¡°Preg¨²ntales a las v¨ªctimas de los que han muerto, a ver qu¨¦ opinan. Cuando respondan, les respondo a ustedes¡±. El obispo em¨¦rito de Xing¨², Don Erwin Kr?utler, reaccion¨® a las declaraciones del que desgobierna Brasil: ¡°Leo en el peri¨®dico que nuestro presidente dice que debemos preguntar a las v¨ªctimas de los que han muerto. Esa respuesta no la puede dar un presidente a esas familias, por el amor de Dios. Todos los presos tienen madre, tienen padre. Las madres est¨¢n llorando¡±. Cuando estrangularon a cuatro presos durante el traslado, Bolsonaro declar¨®: ¡°Cosas que pasan¡±.
La ni?a con nombre de calle?
Esto es lo que escuchan los familiares del que ha sido elegido para gobernar Brasil. Y tambi¨¦n es lo que escucha aquella madre. Y aquella hermana. Y tambi¨¦n est¨¢ la ni?a. Tiene cinco a?os y el nombre de una calle de S?o Paulo. El muerto por quien gritan las dos mujeres es su t¨ªo, el hermano de su madre. Ella quiere saber qu¨¦ ha pasado. ?C¨®mo explicarle lo que ha pasado? ?C¨®mo le explicar¨ªas a esta ni?a lo que ha pasado?
La violencia no le es extra?a a la ni?a. Hace menos de dos a?os, su padre fue ejecutado por la polic¨ªa en uno de los denominados Reasentamientos Urbanos Colectivos (RUC), los barrios lejos del centro de la ciudad construidos por Norte Energia SA, la empresa que materializ¨® la central hidroel¨¦ctrica de Belo Monte, en el r¨ªo Xing¨². En esas casas hechas para no durar, la empresa arroj¨® a centenares de familias expulsadas por la hidroel¨¦ctrica.
Antes de que Belo Monte se impusiera a los pueblos del Xing¨² y a los habitantes de Altamira, en uno de los procesos m¨¢s criminales de la historia reciente de Brasil (lee aqu¨ª), los m¨¢s pobres viv¨ªan en situaci¨®n precaria, pero en comunidad. En la ciudad, las relaciones de solidaridad mutua amenizaban la ausencia de pol¨ªticas p¨²blicas. Si no hab¨ªa guarder¨ªas, las vecinas se turnaban para cuidar a los ni?os. Si una familia no ten¨ªa frijoles, otras le daban unos cuantos. Cuando los dispersaron por los RUC, todo eso se rompi¨®. Y los miembros de las facciones criminales tambi¨¦n se mezclaron aleatoriamente, multiplicando la violencia.
Entre 2000 y 2015, el ¨ªndice de asesinatos en Altamira aument¨® un 1.110%. La violencia est¨¢ directamente relacionada con la construcci¨®n de Belo Monte. En 2017, el Atlas de la Violencia, realizado por el Instituto de Investigaci¨®n Econ¨®mica Aplicada (IPEA) y el Foro Brasile?o de Seguridad P¨²blica, indic¨® que Altamira era la ciudad con m¨¢s de 100.000 habitantes m¨¢s violenta de Brasil. Este a?o, Altamira ¡°ha perdido¡± el puesto frente a Maracana¨², ubicada en la regi¨®n metropolitana de Fortaleza, en el estado de Cear¨¢.
La Altamira donde se han masacrado a 62 personas es hoy la segunda ciudad m¨¢s violenta de Brasil: 133,7 muertes por 100.000 habitantes. Para que se entienda lo que eso significa, cabe recordar que en R¨ªo de Janeiro, s¨ªmbolo internacional de la violencia, se producen 35,6 muertes por 100.000 habitantes. Brasil es hoy el campe¨®n mundial de letalidad: concentra el 14% de los homicidios del planeta. Y armando a la poblaci¨®n no va a mejorar, como ya est¨¢ demostrado. Al contrario, como tambi¨¦n est¨¢ demostrado.
El padre de la ni?a con nombre de calle era alfarero. Como tambi¨¦n lo era su abuelo. Cuando lleg¨® la represa, la zona de las alfarer¨ªas se expropi¨®, lo que significa que les expulsaron. Hasta entonces, la familia viv¨ªa en la pobreza, pero no pasaba hambre. La peque?a alfarer¨ªa familiar produc¨ªa suficientes ladrillos como para mantenerlos a todos con un m¨ªnimo de dignidad. Al perder lo que les permit¨ªa sobrevivir, la pobreza se convirti¨® en miseria.
El padre de la ni?a busc¨® empleo, pero no ten¨ªa estudios. Antes de morir, lo hab¨ªan detenido por atracar una gasolinera. Cuando lo mataron, seg¨²n un polic¨ªa, ¡°estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado¡±. Quien ten¨ªa que morir, seg¨²n el mismo polic¨ªa, era el amigo que estaba con ¨¦l. La polic¨ªa hab¨ªa ejecutado al hombre equivocado. Eso le dijeron a su familia, como si el Estado pudiera ejecutar. Sin embargo, la familia tiene miedo de enfrentarse al Estado. Y tiene que tenerlo. Si protestan, los pueden matar. Entonces, la cosa qued¨® as¨ª: ¡°Oye, perdona, hemos matado a tu hijo por error¡±.
La ni?a sin padre hoy vive con su abuela materna en un complejo de viviendas sociales del programa Mi Casa Mi Vida. El transporte p¨²blico es escaso, la ¨²nica zona de ocio est¨¢ abandonada, el barrio son ruinas que generan m¨¢s ruinas. En esta peque?a casa viven ocho ni?os y cuatro adultos. La mayor¨ªa de los ni?os han perdido a sus padres de forma violenta y, por eso, los cr¨ªa la abuela, que trabaja de barrendera. El a?o pasado, a la abuela la atropell¨® en la acera un comerciante que estaba ebrio, y perdi¨® una parte del pie.
La amputaci¨®n de miembros por accidentes de tr¨¢fico ¡ªo abusos de tr¨¢fico¡ª es otra violencia que persiste en la ciudad. Por las calles llenas de baches circulan todoterrenos con los cristales tintados, con conductores al volante que act¨²an como si fueran los due?os de la ciudad. Y una legi¨®n de motocicletas de baja cilindrada que utilizan los m¨¢s pobres, familias enteras montadas en ellas, para compensar el transporte p¨²blico deficiente. En Altamira, los m¨¢s pobres pierden pedazos de su cuerpo por violencias que pueden empezar con accidentes de tr¨¢fico, en general con motocicletas implicadas, y terminan en la falta de asistencia sanitaria.
A veces, los ni?os se quedan solos en casa. Antes de juzgar a los adultos, entiende la vida. Hay que trabajar para poner comida en la mesa. Esta abuela se las apa?a como puede. Hace unas semanas, fue a llevar a su nieto a que visitara a su madre, que hab¨ªa sido atacada por una facci¨®n del crimen organizado y tuvo que dejar la ciudad a toda prisa para no morir. Durante el ataque, una persona recibi¨® un tiro en la cabeza y entr¨® en coma. A ella, un tiro le dio en un dedo. Solo se salv¨® porque dej¨® al ni?o de cuatro a?os en el suelo y luch¨®. Ese ni?o de cuatro a?os, primo de la ni?a, presenci¨® toda la violencia. Ser pobre y huir, sin poder contar con nadie a parte de otros pobres, es aterrador. Otra hija tambi¨¦n huy¨®, esta vez porque un exnovio la amenaz¨® de muerte.
La violencia dom¨¦stica es una parte naturalizada de la vida de muchas mujeres de la periferia de Altamira, casi tan segura como que nace el sol todos los d¨ªas. En las casas diminutas, los ni?os presencian las palizas que sufren sus madres, t¨ªas y hermanas, a veces cotidianamente. Una adolescente me dijo: ¡°No controlarse forma parte de la naturaleza de los hombres. Por eso no s¨¦ si quiero casarme¡±.
En el entierro de su padre, la ni?a con nombre de calle les explicaba a todos los que llegaban: ¡°La polic¨ªa ha matado a mi padre. La polic¨ªa ha matado a mi padre¡±. De repente, la imagen del cuerpo ensangrentado y acribillado de su padre lleg¨® al WhatsApp de una t¨ªa. Despu¨¦s, un v¨ªdeo en que los polic¨ªas arrastraban su cuerpo. Es com¨²n que la polic¨ªa y grupos que los acompa?an hagan fotos y v¨ªdeos de los cuerpos y difundan las im¨¢genes. Los cuerpos se convierten en cosas cuando las personas se deshumanizan al deshumanizar a las dem¨¢s. Para la ni?a con nombre de calle, aquella ¡°cosa¡± cubierta de sangre era su padre. Y explicaba a todos los que llegaban: ¡°La polic¨ªa ha matado a mi padre¡±.
El ni?o que ya tiene arrugas
El hermano de la ni?a no dec¨ªa eso. Tiene 9 a?os. Parece haber desarrollado una manera de aceptar una realidad que es casi toda ella violencia. Repet¨ªa: ¡°Me quedar¨¦ aqu¨ª (junto al f¨¦retro) hasta que pap¨¢ se despierte¡±. Tiene nombre de futbolista y sigue esperando que su padre se despierte. No tiene ninguna deficiencia, sabe que su padre no se despertar¨¢ nunca, pero dice eso. Para sobrevivir, se cuenta otra historia. Y esta es, posiblemente, la elecci¨®n m¨¢s inteligente para quien no tienen elecci¨®n y quiere desesperadamente vivir. Es eso o: la represa le rob¨® el sustento a mi familia, mi padre fue asesinado por quien deb¨ªa protegerlo, mi abuela fue atropellada por un borracho y perdi¨® una parte del pie, mi t¨ªa est¨¢ escondida para que no la ejecute una facci¨®n criminal, otra t¨ªa tuvo que huir para que no la matara su exnovio, el t¨ªo de mi hermana se transform¨® en carb¨®n en la c¨¢rcel.
Lo miro y s¨¦ que sabe todo esto. Pero salva una peque?a parte de s¨ª mismo cuando mira al vac¨ªo, lo que hace a menudo. Por la noche, tiene pesadillas. Muchas. Pesadillas que no quiere contar. Secretos, dice. Despu¨¦s, tiene largas tristezas.
Tengo que decir algo sobre este ni?o. A lo largo de mi vida como reportera, he visto a muchos ni?os con ojos de viejo. Ya he escrito sobre ello. Son ni?os que conviven con la muerte todos los d¨ªas, son ni?os que temen morir y que corren el riesgo real de morir a cualquier momento. Ni?os para quienes la muerte es m¨¢s segura que la vida.
Cuando encontramos ni?os con ojos de viejo sabemos que ha sucedido un crimen, porque los ni?os no pueden tener ojos de viejo. Pero siempre que hablo de ellos me refiero a su mirada, la mirada de quien ya ha vivido varias vidas en solo un pu?ado de a?os, la mirada de quien ha visto demasiadas muertes antes de ni siquiera poder elaborar qu¨¦ es la muerte, la mirada de quien vive con miedo de morir mientras su cuerpo ni siquiera se ha desarrollado. Lo que vi en el ni?o con nombre de futbolista es diferente. El ni?o tiene arrugas bajo los ojos. Nunca hab¨ªa visto a un ni?o con arrugas.
Es hermano de la ni?a solo por parte de padre. Del padre ejecutado con menos de 30 a?os. Su madre fue asesinada por un cu?ado cuando ten¨ªa menos de un a?o. La familia estaba reunida frente a su casa cuando apareci¨® el cu?ado. Estaba borracho. E indignado. Unos polic¨ªas militares le hab¨ªan rociado la cara con espray de pimienta. La madre del ni?o se re¨ªa de otra cosa, pero al o¨ªr su risa crey¨® que se estaba riendo de ¨¦l, de su humillaci¨®n. La humillaci¨®n se convirti¨® en rabia, quer¨ªa que alguien pagara por lo sucedido. Y ella era la m¨¢s fr¨¢gil. Cogi¨® el arma y le dispar¨®. La mujer estaba dando de mamar al ni?o. La bala le dio en el pecho, casi roz¨® al beb¨¦. Ella no solt¨® al ni?o. Protegi¨® a su hijo y muri¨® cuatro d¨ªas despu¨¦s en el hospital.
El ni?o es hu¨¦rfano de padre y de madre. Cuando lo conoc¨ª, estaba feliz. Fue en junio. Y las pupilas encima de las arrugas centelleaban. Hab¨ªa una procesi¨®n fluvial y, por primera vez, navegaba por el r¨ªo Xing¨². No me lo pod¨ªa creer. El ni?o hab¨ªa nacido en una ciudad al borde del r¨ªo Xing¨² y nunca hab¨ªa navegado por ¨¦l. Naci¨® en el r¨ªo, apartado del r¨ªo.
Desde entonces, empec¨¦ a incluir esta pregunta en mis entrevistas. Y he descubierto que muchos ni?os de la periferia de Altamira desconocen el r¨ªo, que est¨¢ solo a unas decenas de metros del centro comercial de la ciudad. Muchos no salen de la periferia, por la dificultad del transporte p¨²blico, por la dificultad de que un adulto los pueda llevar a la orilla, por la miseria de todo. Sin que el transporte p¨²blico funcione y la tarifa sea accesible, lo que est¨¢ cerca se vuelve lejos, lo que est¨¢ cerca se vuelve nunca. El ¨²nico mundo que esos ni?os conocen son casas en las que falta de todo y calles llenas de baches a las que les falta de todo. Esa es otra violencia innominable. Es una prisi¨®n, sin que hayan cometido ning¨²n crimen. Y por ser los sin nada, muchos de estos ni?os pasan de esta prisi¨®n a la prisi¨®n oficial. Y mueren antes de cumplir los 20.
?En qu¨¦ pa¨ªs vives?
El ni?o est¨¢ haciendo cuarto. Le preguntan al ni?o. ?Qu¨¦ es la Amazonia? No lo sabe. Con 9 a?os, le informan de que vive en una ciudad en la selva amaz¨®nica. Nunca ha estado en la selva, como nunca hab¨ªa estado en el r¨ªo. Le preguntan al ni?o: ?en qu¨¦ pa¨ªs vives? Responde con el nombre del barrio donde vive.
No es una respuesta ¡°incorrecta¡±. Es la respuesta m¨¢s precisa que el ni?o puede dar. Su barrio es su pa¨ªs. Y su pa¨ªs lo circunscribe. Y lo determina. Le muestran un mapa. Y el ni?o se extas¨ªa, casi como cuando estuvo navegando en el r¨ªo. Ve Brasil, ve la Amazonia y, de repente, hay un planeta que no es plano.
Ya he perdido la cuenta de los adultos y ni?os a quienes he mostrado por primera vez un mapa de Brasil y del mundo. Y les he explicado d¨®nde estamos con relaci¨®n al mundo. Los ni?os de la periferia de Altamira me recuerdan a los adolescentes que entrevist¨¦ en una favela de R¨ªo de Janeiro. Una favela sin vistas ni glamur. Nunca hab¨ªan ido a la playa. Adolescentes cariocas que no conoc¨ªan el mar. Y, en aquel momento, tampoco pod¨ªan ir, porque si sal¨ªan del territorio los matar¨ªa la facci¨®n rival. Ninguno hab¨ªa cumplido los 20. Y sab¨ªan que su futuro ser¨ªa el cementerio o la c¨¢rcel. En Altamira, a los ni?os les han amputado el r¨ªo. El Xing¨², al que el ni?o deber¨ªa pertenecer, es uno de los m¨¢s m¨ªticos de la Amazonia. Y se lo robaron.
Altamira es un retrato de Brasil, pero con colores todav¨ªa m¨¢s dram¨¢ticos y un calor extremo, como son las ciudades infiltradas en los tr¨®picos. En el 2000, ten¨ªa 77.000 habitantes. Hoy, por la obra de Belo Monte, se ha inflado hasta 111.000. En el auge de las obras, hab¨ªa todav¨ªa m¨¢s gente. Tambi¨¦n es el municipio que m¨¢s deforesta en la Amazonia, exponiendo la relaci¨®n directa entre violencia y destrucci¨®n de la selva.
Una minor¨ªa de ni?os viven en casas buenas, hijos o de hacendados o de comerciantes o de funcionarios o de profesionales liberales. En general, son casas con muchas paredes de vidrio templado, una moda que lleg¨® con la represa. Estos ni?os estudian en colegios privados y viven en casas con vistas al r¨ªo, o por lo menos pasean por la orilla. En vacaciones, muchos se van a Disney con sus padres y hacen parada en Miami, un destino muy apreciado tambi¨¦n por las ¨¦lites de Altamira. Y hay una mayor¨ªa de ni?os abandonados a la extrema violencia, empezando por la falta de acceso a pol¨ªticas p¨²blicas. Si hay una falta evidente de pol¨ªticas p¨²blicas en las periferias de las capitales del Sur y del Sudeste de Brasil, imag¨ªnate en una ciudad del interior amaz¨®nico. Es com¨²n que los ni?os lleguen a los cursos avanzados de la ense?anza b¨¢sica sin estar totalmente alfabetizados.
Si se analiza la trayectoria de la familia de estos ni?os, lo que aparece en la mayor¨ªa de los casos es que se ha perdido la relaci¨®n con el r¨ªo y con la selva o con la regi¨®n de origen. O los padres o los abuelos provienen de alg¨²n otro lugar del pa¨ªs, muchas veces del Nordeste, en busca de una vida mejor mediante un empleo en una de las obras megal¨®manas o expulsados del r¨ªo y de la selva por una de las obras megal¨®manas. Entre la carretera Transamaz¨®nica, construida en los a?os 70, y la hidroel¨¦ctrica Belo Monte, en esta d¨¦cada, se han destruido miles de vidas. Y se ha condenado a muchos ni?os.
La m¨¢s reciente conversi¨®n de los pueblos de la selva, ricos, en poblaci¨®n urbana perif¨¦rica, pobre, la provoc¨® Belo Monte, con consecuencias devastadoras, como muestran los ¨ªndices de homicidios. Los ni?os de los pueblos de la selva, ya sean ind¨ªgenas, ribere?os o quilombolas (descendientes de esclavos rebeldes), tienen un enorme conocimiento, transmitido por sus padres y abuelos. Desde peque?os conocen en profundidad el territorio. Saben pescar y navegar, conocen los ¨¢rboles y las plantas que pueden comer, aprenden a hacer lo que necesitan con las manos, est¨¢n poblados de historias que cuentan qui¨¦nes son y de d¨®nde vienen.
A los ni?os cuyos padres y abuelos fueron expulsados de la selva se les ha robado todo esto. Cuando el ni?o no sabe qu¨¦ es la Amazonia y cree que su pa¨ªs es su barrio, lo que muestra es la radicalidad de la experiencia de desterritorializaci¨®n. Est¨¢ perdido, de la forma m¨¢s profunda que alguien puede estar perdido. Sin norte, pero tambi¨¦n sin sur, este y oeste. Son ni?os sin pasado ni futuro, cuyo presente es violencia.
Estos ni?os est¨¢n siendo tratados como restos. Ya est¨¢n aprisionados en guetos, por falta de pol¨ªticas p¨²blicas y porque sus padres perdieron su modo de vida. Mientras nacen para morir, los perversos abrigados en el Gobierno y en el Congreso quieren desecharlos en las prisiones formales cuando todav¨ªa son ni?os, en lugar de cumplir con su obligaci¨®n constitucional de garantizarles la vida. Es urgente que se llame por su nombre al crimen real y a los criminales de hecho. Y que los responsabilicen de lo que hacen. Lo que presenciamos ¡ªmuchos de nosotros sin verlo o querer verlo¡ª es genocidio.
Belo Monte y Norte Energia SA ampl¨ªan su campo de destrucci¨®n
La central hidroel¨¦ctrica de Belo Monte fue autorizada a finales de 2015 sin que cumpliera las condiciones b¨¢sicas, las obligaciones que condicionaban su autorizaci¨®n. Por lo tanto, lo que era condici¨®n dej¨® de condicionar, algo que desaf¨ªa cualquier orden l¨®gico. El gobierno de Dilma Rousseff autoriz¨® la central sin que la empresa hubiera cumplido todos sus deberes. Solo otra violaci¨®n escandalosa m¨¢s de las que rodearon la construcci¨®n de Belo Monte. Una de las obligaciones de Norte Energia SA era construir el complejo penitenciario de Vit¨®ria del Xing¨², una ciudad a 48 kil¨®metros de Altamira, con el objetivo de desahogar las c¨¢rceles de la regi¨®n y dar unas m¨ªnimas condiciones de dignidad a los internos. Ahora, tras la masacre, la empresa se apresura a decir que entregar¨¢ el complejo dentro de unos meses. Y, como es habitual, afirma que no tiene ninguna responsabilidad en la muerte de 62 seres humanos.
Vale la pena repetirlo: fue una masacre. No fue una rebeli¨®n. Habr¨ªa sido una rebeli¨®n si los internos se hubieran unido para reivindicar que el Estado cumpliera la Constituci¨®n. Lo que sucedi¨® en el Centro de Recuperaci¨®n Regional de Altamira fue que unos presos mataron a otros presos porque el Estado lo permiti¨®, por acci¨®n u omisi¨®n. Y despu¨¦s permiti¨®, por acci¨®n u omisi¨®n, que otros cuatro fueran ejecutados cuando estaban esposados de camino a otra c¨¢rcel. La barbarie ya est¨¢ anunciada cuando se permite que m¨¢s de 300 personas sean encarceladas en un edificio que solo tiene espacio para la mitad. La barbarie ya existe. Hab¨ªa decenas de presos amontonados en contenedores. Intenta imaginarte qu¨¦ es estar encarcelado en un contenedor, con otros presos, en una ciudad en que la temperatura muchas veces sobrepasa los 30 grados y donde la sensaci¨®n t¨¦rmica puede llegar a los 40. Si eso no es tortura, tenemos que volver a discutir qu¨¦ somos nosotros.
Cuando la madre de la ni?a con nombre de calle supo que su hermano no estaba entre los decapitados, sino entre los carbonizados, recibi¨® la noticia como una nueva muerte. Todav¨ªa no ha podido enterrar a quien amaba. No se puede reconocer a los cuerpos deformados por el fuego. Hay que esperar a las pruebas de ADN. Y, as¨ª, la vida contin¨²a. Los familiares esperan un cuerpo al que llorar, d¨ªa tras d¨ªa, mientras la vida de miserias contin¨²a. Y mientras la ciudad, de nuevo, se olvida de ellos. O ni siquiera los recuerda, porque no los reconoce como habitantes del mismo mundo.
?C¨®mo nosotros, los b¨¢rbaros, recuperamos la humanidad perdida?
La manera como casi todos nosotros miramos a los que est¨¢n presos expone la deformaci¨®n de nuestras almas. No se puede vivir en un pa¨ªs con este nivel de violencia, en todas las ¨¢reas, agudizada ahora por un perverso en el poder, sin que nos contamine y nos transforme. Si 62 personas blancas, de clase media, hubieran sido decapitadas o carbonizadas o estranguladas, las reacciones ser¨ªan inmensamente mayores. La presi¨®n por cambios y la elocuencia tambi¨¦n. Si 62 ind¨ªgenas hubieran sido decapitados o carbonizados o estrangulados, las reacciones ser¨ªan menores. Pero, especialmente por la repercusi¨®n internacional, todav¨ªa habr¨ªa gran visibilidad y presi¨®n. Pero cuando 62 personas encarceladas son decapitadas o carbonizadas o estranguladas, la reacci¨®n, la presi¨®n y las medidas son mucho menores y el clamor se extingue r¨¢pidamente. A los que est¨¢n entre rejas los ven como restos incluso muchos de los que defienden los derechos humanos. No en el discurso formal, ni en la racionalidad del pensamiento, sino en la forma como la indignaci¨®n se encarna menos en la acci¨®n.
En v¨ªsperas del fin de semana tras la masacre, circul¨® por WhatsApp una carta-amenaza de una de las facciones que dec¨ªa que habr¨ªa represalias si se celebraban fiestas en la ciudad tras las muertes. Es posible que la carta fuera falsa. Pero, falsa o no, escrita o no para generar el p¨¢nico, hab¨ªa algo que nos denunciaba si pensamos que es necesario amenazar a los vivos para que respeten a los muertos y respeten el dolor de los que lloran a los muertos. La cuesti¨®n es: ?qu¨¦ tipo de personas somos si creemos que podemos volver a la rutina sin reconocer y marcar la barbarie, despu¨¦s de que 62 seres humanos fueran decapitados, carbonizados o estrangulados y mientras sus familias lloran a los muertos en absoluta desesperaci¨®n? Si fu¨¦ramos dignos, ?no tendr¨ªamos que cerrar todas las puertas, ponernos el brazalete negro y unirnos a los parientes?
Incluso los que denuncian la deshumanizaci¨®n se est¨¢n deshumanizando. Y lo digo mir¨¢ndome a m¨ª misma tambi¨¦n. En un pa¨ªs sumergido en la cotidianidad de excepci¨®n, tenemos que estar m¨¢s atentos y ser m¨¢s exigentes con nosotros mismos para no volvernos tambi¨¦n violentos sin darnos cuenta.
En Altamira, las periferias est¨¢n pobladas por personas expulsadas de la selva. Expulsadas recientemente, expulsadas hace tiempo. Hay gente que lucha para que los pueblos de la selva permanezcan en la selva, lo que tambi¨¦n significa que las posibilidades de que la selva permanezca en pie sean mayores. Y luchar por la selva y por los pueblos de la selva hoy significa luchar contra la fuerza de destrucci¨®n del bolsonarismo. Pero hay pocos que luchan por los que ya se han convertido en pobres urbanos. En este movimiento de lucha, ellos tambi¨¦n son restos, se los considera los que ya est¨¢n perdidos, los que est¨¢n m¨¢s all¨¢ de cualquier salvaci¨®n. Eso tiene que cambiar si queremos recuperar el pa¨ªs. Los lazos que se rompieron con la violencia de las grandes obras y el robo de tierras p¨²blicas tienen que reconectarse, reatarse como memoria y pertenencia. Tener acceso al r¨ªo y a la selva es tener acceso a la historia. Hay que devolver la memoria a los ni?os de Altamira.
La ni?a con nombre de calle y el ni?o con nombre de futbolista se han puesto sus mejores vestimentas para que les hicieran una foto para esta columna, con la debida autorizaci¨®n de los responsables. Est¨¢n aqu¨ª, en un art¨ªculo sobre cabezas cercenadas, con trajes de domingo. Para ellos, fue un escaso momento feliz. Despu¨¦s de la foto, se ba?aron en el r¨ªo por primera vez en toda su vida. Jugaron mucho, como hacen los ni?os. ¡°El Xing¨² es mi r¨ªo favorito¡±, repet¨ªa la ni?a. Una y otra vez. Este es el Xing¨². Esta es la Amazonia. Si pudieran volver el rostro, ver¨ªan que el ni?o tiene los ojos brillantes. Por encima de las arrugas.
Despu¨¦s, el ni?o y la ni?a volvieron a Brasil.
Eliane Brum es escritora, reportera y documentalista. Autora de los libros de no ficci¨®n Coluna Prestes ¨C o Avesso da Lenda, A Vida Que Ningu¨¦m v¨º, O Olho da Rua, A Menina Quebrada, Meus Desacontecimentos, y de la novela Uma Duas. Sitio web: desacontecimentos.com. E-mail: elianebrum.coluna@gmail.com. Twitter: @brumelianebrum.Facebook:@brumelianebrum
Traducci¨®n de Meritxell Almarza.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.