Sobre el arte de no escuchar
Frente a la nube de banalidad de muchos discursos pol¨ªticos, tal vez no prestar atenci¨®n sea una soluci¨®n
El escritor y editor ingl¨¦s J.?R.?Ackerley consign¨® en una entrada de su diario una de esas peque?as epifan¨ªas dom¨¦sticas que a veces nos hacen comprender s¨²bitamente el car¨¢cter de un familiar. ?l, que siempre se hab¨ªa quejado de la incapacidad cr¨®nica para escuchar de una hermana con la que conviv¨ªa, se dio cuenta durante una cena de que el ensimismamiento de su hermana estaba acompa?ado ¡ªcomo en el caso de esos animales min¨²sculos que se ven obligados a sobrevivir en un entorno hostil¡ª de un don de proporciones equiparables: el de ser capaz de repetir las ¨²ltimas palabras que se hab¨ªan dicho y a las que, por supuesto, no hab¨ªa prestado ninguna atenci¨®n. De ese modo, cada vez que ¨¦l la acusaba de no escuchar, ella era capaz de repetir ¡ªcomo si recogiera del aire una especie de reverberaci¨®n¡ª la informaci¨®n necesaria para hacerle creer que s¨ª lo hab¨ªa hecho, cosa que era evidentemente falsa.
Esa peque?a epifan¨ªa, curiosamente, le hizo ser indulgente con ese defecto que hasta entonces le hab¨ªa sacado de sus casillas.
Si es cierto que es molesto que no nos escuchen, no lo es menos que la gente lo hace por distintos motivos. Resulta extra?o, por ejemplo, que la incapacidad para escuchar sea el defecto compartido de dos perfiles de personas tan distintas como los ensimismados y los egomaniacos. Cada uno por sus motivos, los dos acaban en el mismo lugar. Unamuno, que odiaba particularmente a la segunda categor¨ªa, se quejaba en su Diario ¨ªntimo de esas personas que conversan sin escuchar a su interlocutor ¡°impacientes por decir siempre lo suyo¡± y conclu¨ªa que ese fen¨®meno es ¡°s¨ªntoma de una enfermedad doloros¨ªsima¡± a la que no pone nombre, pero que no nos cuesta reconocer como propia. Podr¨ªamos preguntarnos qu¨¦ habr¨ªa pensado Unamuno, por poner un caso, del debate televisivo previo a las ¨²ltimas elecciones en el que no solo era evidente que los candidatos no se escuchaban entre s¨ª, sino que ni siquiera parec¨ªan entender las preguntas que les hac¨ªan los moderadores, porque contestaban ¡ªbordeando el autismo¡ª lo que ya hab¨ªan preparado sus asesores de prensa. Tal vez a?adir¨ªa que se trata de un c¨ªrculo vicioso: quien habla sin saberse escuchado cada vez se preocupa menos por no decir estupideces ya que, al fin y al cabo, todo da lo mismo.
Lo que nos llevar¨ªa a sumar una tercera observaci¨®n: la de que en ese estado de cosas resulta inevitable que cada vez tenga menos consecuencias haber dicho una estupidez. Pero dej¨¦moslo ah¨ª.
Ante el vicio de pedir, la virtud de no dar, sol¨ªa decir mi abuela con sadismo castizo cada vez que le ped¨ªa dinero para un helado. Frente a la nube de banalidad de muchos de los discursos pol¨ªticos, tal vez el arte de no escuchar sea, al fin y al cabo, una soluci¨®n posible. Y es que el tan cacareado ¡°arte de escuchar¡± tambi¨¦n puede llegar a rozar lo siniestro. La ¨²ltima publicaci¨®n que he encontrado al respecto, el libro de la norteamericana Kate Murphy, tiene un t¨ªtulo que es, en s¨ª, una reprimenda: You¡¯re not Listening: What You¡¯re Missing and why it Matters (No escuchas: lo que te pierdes y por qu¨¦ es importante). ?C¨®mo confiar en un libro que te echa la bronca antes de abrir la primera p¨¢gina? Murphy comienza su aleccionamiento con un p¨¢rrafo m¨¢s que revelador: ?cu¨¢ndo fue la ¨²ltima vez que escuchaste a alguien?
Me refiero a escuchar de verdad, sin pensar en lo que quieres a?adir a continuaci¨®n, sin mirar el celular cada tres segundos o saltar para decir lo que opinas. Y todo bien con la atenci¨®n, pero esa escena que describe como el ep¨ªtome de la felicidad podr¨ªa interpretarse tambi¨¦n de una forma aterradora: la de imaginarnos, como en una pesadilla afiebrada, que esa persona a la que hay que atender es, imaginemos, Santiago Abascal hablando sobre violencia de g¨¦nero y que, frente a cada una de esas palabras, debemos abrir las compuertas de nuestra mente de manera completamente rendida, sin pensar en lo que queremos a?adir a continuaci¨®n, sin saltar para decir lo que opinamos.
En su peque?a epifan¨ªa dom¨¦stica, J.?R. Ackerley acaba concluyendo que, si bien cometen la impertinencia de no atender, algunas de las personas que no escuchan al menos tienen la dignidad de no exigir una atenci¨®n tan inmisericorde, lo que no deja de ser signo de grandeza en este mundo de beb¨¦s chillones.
No escuchar es, al fin y al cabo, un sistema de defensa tan elemental como cualquier otro. Y no menos eficaz. Si no nos empe?¨¢ramos en combatir algunas de las estupideces que nos empe?amos en o¨ªr, tal vez dejar¨ªamos de o¨ªrlas antes de lo que imaginamos. Hasta del bicho m¨¢s peque?o del bosque, sigue diciendo Ackerley, puede aprenderse algo. Podemos perdonarle que llame bicho a su hermana. La lecci¨®n, al menos, est¨¢ clara: no siempre es razonable indignarse, el invierno es largo; la energ¨ªa, limitada.
Andr¨¦s Barba es escritor.?
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