El libro vac¨ªo
Cuba est¨¢ llena de sujetos tristes de sesenta, setenta, que se prepararon para una guerra o una invasi¨®n que nunca tuvo lugar
El hombre nos dijo que no pod¨ªamos filmar. Parec¨ªa uno de esos militares retirados que luego el Estado no sabe muy bien qu¨¦ hacer con ellos. Se trata de un parque armament¨ªstico que caduc¨®, gente que son como balas salvas, a las que les sacaron la p¨®lvora y pusieron a hacer algo sin prop¨®sito. Cuba est¨¢ llena de personas as¨ª, sujetos tristes de sesenta, setenta, que se prepararon para una guerra o una invasi¨®n que nunca tuvo lugar y que ahora est¨¢n distribuidos por todas partes, custodiando plazas que ya nadie va a destruir ni a tomar por las armas, pues ser¨ªa como apu?alar a un muerto.
Est¨¢bamos en el estadio Mart¨ª, frente al Malec¨®n de La Habana. Un amigo quer¨ªa grabar conmigo el cap¨ªtulo de una serie dedicada a la censura del pensamiento y el arte en el pa¨ªs y al uso del lenguaje dentro de una sociedad totalitaria. Las palabras, ?c¨®mo recuperarlas, c¨®mo dotarlas de un nuevo sentido o del sentido que les corresponde, c¨®mo restablecer la relaci¨®n l¨®gica entre hecho y signo? Asuntos que han sido, por a?os, mi obsesi¨®n.
Ten¨ªamos una c¨¢mara Sony y un bal¨®n de basket, quer¨ªamos unos planos para rellenar. Alg¨²n drible, alg¨²n enceste, alg¨²n triple fallido, esas cosas. El custodio se neg¨®, el reglamento del estadio lo prohib¨ªa. Lo dec¨ªa sin convicci¨®n, incluso apenado, como quien quiere dejarnos saber que ¨¦l es apenas el instrumento al que le toca prohibir, pero no quien ha pensado o dise?ado esa prohibici¨®n. Le preguntamos por qu¨¦, era absurdo. Le dio verg¨¹enza. Nos dijo que habl¨¢semos con el director. Si fuera por ¨¦l, ya estuvi¨¦ramos filmando.
Fuimos a la oficina del director, un hombre igualmente triste, m¨¢s joven y no menos afable. Tambi¨¦n quer¨ªa autorizarnos, pero miraba al custodio constantemente. Ninguno se atrev¨ªa a dar el s¨ª, ninguno confiaba por completo en el otro. Est¨¢bamos en penumbras a media ma?ana, la oficina era una suerte de b¨²nker debajo de las gradas del estadio.
Se buscaban con la mirada, el custodio y el director, para apoyarse mutuamente en esa gigantesca violaci¨®n del reglamento disciplinario que ambos estaban dispuestos a cometer, pero cada cual delegaba la responsabilidad en el otro con sutil recelo. Los atenazaba una pinza invisible, la m¨¢quina de vigilancia interior.
Los ten¨ªa casi convencidos, cuando dije que eran im¨¢genes para un documental. Esa palabra les fractur¨® la cabeza. "?Documental? ?C¨®mo que documental! No, no, por dios, un documental aqu¨ª no", dijo el director. "Son solo dos o tres v¨ªdeos y nos vamos", respond¨ª, pero ¨¦l me explic¨® que el tema con los documentales era complicado. Ven¨ªa cualquiera y filmaba el estadio y luego sacaba por ah¨ª que Cuba estaba destruida. "Y la verdad es que est¨¢ destruido [el estadio]. Hace unos d¨ªas se cay¨® otro pedazo del techo de las gradas, pero no es justo que hagan eso, porque en otros pa¨ªses pasa lo mismo. En Washington puede pasar lo mismo tambi¨¦n, ?no crees?" "Claro", contest¨¦. Entonces el director se envalenton¨® y nos autoriz¨® a filmar. Dijo que todo corr¨ªa por su cuenta. En ese momento me inspir¨® ternura.
Salimos de la oficina y mir¨¦ las gradas y el terreno de futbol. Un campo yermo y una construcci¨®n llena de escombros y hierros sueltos. El director ten¨ªa raz¨®n. Hab¨ªa una foto ah¨ª, otra m¨¢s que pod¨ªa hablar de la pobreza y la destrucci¨®n crecientes de Cuba. Pero no es una postal semejante, una postal ya infinitamente repetida, lo que mejor encapsulaba esa ma?ana aquello que el pa¨ªs era, sino el propio director: su miedo, sus palabras, sus reservas, sus argumentos, los minutos de una conversaci¨®n en la que el hombre confesaba su encomienda ¨²ltima, proteger el cuerpo de la ideolog¨ªa oficial del ojo de la realidad, o intentar que el cuerpo de la realidad solo fuera observado por el ojo de la ideolog¨ªa oficial, que los hechos no se filtraran ni se vieran. A ¨¦l no lo hab¨ªan designado director del estadio Mart¨ª para que lo arreglara, puesto que no hab¨ªa con qu¨¦, sino para que lo escondiese.
En el mapa de una neolengua las palabras son el territorio concreto, en tanto son las palabras las que se establecen directamente en la realidad, y son los hechos, la relaci¨®n entre objetos, los que gozan de inexactitud. El estadio Mart¨ª vuelto pedazos, o la escasez de combustible en las gasolineras, son en el totalitarismo errores gramaticales. El tirano copista de una doctrina importada no quiere que un lector gru?¨®n denuncie la atropellada sintaxis de su sentido particular de justicia o prosperidad, pero eso no significa que no haya lectores que fueron ense?ados a leer y que siguen leyendo de modo fluido la jerigonza de esa mala ortograf¨ªa. Ah¨ª est¨¢n, para demostrarlo, el director del estadio, el custodio, y tambi¨¦n, desde luego, la mayor¨ªa de los cubanos que uno se encuentra tanto dentro de la isla como fuera.
Estanislao Zuleta habla de "la sobrevaloraci¨®n de im¨¢genes como indicadores de esencias". A un edificio destruido se le opone una ni?a sonriente en una escuela. A una fila para comprar huevos; un m¨¦dico con su bata auscultando un paciente. A un polic¨ªa repartiendo palos; una playa con sol y una mulata zalamera. A los veinte d¨®lares de salario mensual promedio; las tasas m¨ªnimas de mortalidad infantil por cada mil nacidos vivos.
No hablo ya de la veracidad o no de alguna de estas im¨¢genes, sino de los t¨¦rminos en que el duelo por la raz¨®n ha sido planteado. Ese proceso imparable de segmentaciones y, a partir de ah¨ª, de idealizaciones tanto positivas como negativas (a veces confluyendo ambas en un mismo ¨ªcono, d¨ªgase el Che Guevara) funciona como un bucle de fuerzas hist¨®ricamente recicladas que termina consolidando el atractivo ret¨®rico de la ideolog¨ªa dominante.
El totalitarismo asimila que tomen la foto del estadio Mart¨ª depauperado, pero lo que el totalitarismo no asimila, ni tiene c¨®mo justificar, es al director del estadio, y es ese el maquiav¨¦lico m¨¦todo de enga?o con que el sistema opera sobre sus fieles. Quienes se creen vigilantes son, en verdad, reos. Las gradas aireadas se ven desde la calle, lo que no se ve es la oficina en penumbras. Al director le han hecho creer que est¨¢ ah¨ª para esconder al estadio de los malos ojos, pero es el estadio el que est¨¢ ah¨ª para esconderlo a ¨¦l, porque lo que el poder absoluto no resiste es la voluntad narrativa de la historia, la manifestaci¨®n viva de un relato inconcluso, esa evidencia secuencial que al fin y al cabo toda persona es.
Recientemente Bernie Sanders calde¨® los ¨¢nimos del exilio cubanoamericano cuando dijo que Fidel Castro hab¨ªa hecho cosas que ¨¦l consideraba buenas, como ense?ar a la gente a leer y escribir. Incomoda que un pol¨ªtico sagaz como Sanders ceda en plena contienda electoral a una debilidad sentimental de juventud, en la que se equivoca justo porque segmenta. Corta un pedazo de un telar con la tijera de su deseo.
La campa?a de alfabetizaci¨®n de 1961 forma parte de un remolino de transformaci¨®n social en el que, de manera simult¨¢nea, se est¨¢n conformando las estructuras de control que har¨¢n que esos mismos alfabetizados tengan luego, como algunos de sus muy posibles destinos, laborar en granjas de trabajo forzado, arrojarse en balsas al mar, repudiar en medio de la turba a aquellos que decid¨ªan arrojarse en balsas, cobrar al cabo de varias d¨¦cadas un retiro insuficiente y custodiar centros recreativos cuyos techos pueden venirse abajo en cualquier momento, o, el m¨¢s degradante de los caminos, convertirse en ex¨¦getas que niegan o matizan todo lo anterior.
La pregunta de d¨®nde acaba la revoluci¨®n y comienza la dictadura en Cuba no solo no tendr¨ªa nunca una respuesta precisa, ni fecha alguna que encontrar, sino que se ha convertido, al menos hasta que la dictadura no termine, en una pregunta planteada en t¨¦rminos inmorales, pues no hace m¨¢s que alargar la vida del r¨¦gimen descompuesto tras la b¨²squeda infructuosa de un momento ideal o intocado, cuando toda revoluci¨®n es siempre un embarre. Esto, a su vez, tiene otras consecuencias de peso, pues el alargamiento en el presente de la dictadura cubana trae cada vez m¨¢s el acortamiento en el pasado del tiempo de la revoluci¨®n, si no es que ya se la ha tragado por completo. Esa es la manera reaccionaria en que funciona la nostalgia y el car¨¢cter blando de una izquierda que reduce los afectos a im¨¢genes fijas y no los reivindica como una potencia sucesiva e inacabada.
El error de arrancada de Sanders arrastra otros deslices graves, pues asume impl¨ªcitamente que un pueblo debe conformarse con que lo alfabeticen, y evita reconocer que hay vigente en Cuba un r¨¦gimen pol¨ªtico de tal naturaleza que el m¨¦rito m¨¢s reciente que se le ocurre mencionar sucedi¨® hace casi sesenta a?os. De la misma manera, las risibles acusaciones de comunista que caen ahora sobre ¨¦l, por haber dicho estas palabras, no escapan tampoco de la sublimaci¨®n hist¨¦rica de un momento, de la mitificaci¨®n o la definici¨®n rotunda de alguien a partir de una declaraci¨®n puntual y, sobre todo, secundaria dentro de sus intereses y prop¨®sitos.
El excepcionalismo es el mal que padece un pueblo que no quiere reconocerse como nota al pie de p¨¢gina en los libros que son otros pueblos ajenos. Y peor a¨²n. El excepcionalismo, que en el caso de Cuba adopt¨® la forma totalitaria del castrismo, implica haber aceptado que nos escribieran como sentimentales notas al pie de p¨¢gina en los libros que son otros pueblos ajenos, y, a pesar de la alfabetizaci¨®n, haber dejado vac¨ªo el libro nuestro.
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