Cuando una ciudad te rechaza
La escritora Claudia Durastanti pasea en su nueva novela, 'La extranjera', por Brooklyn, Roma, Londres o Basilicata habiendo vivido en todas esas ciudades. Y sin ser de ninguna parte
Hay escritores que se fijan sobre todo en las personas, como si los lugares fueran marcos invisibles. Los hay que, en cambio, describen c¨®mo esos mismos lugares ¨Caceras, ciudades, rotondas, arquitectura o su falta¨C?dibujan, modifican y determina la vida de las personas. La extranjera (Anagrama), la brillante cuarta novela de Claudia Durastanti (Brooklyn, 1984) recorre su infancia, la vida de sus padres ¨Cuna mujer exc¨¦ntrica y creativa y un tipo guapo e inmaduro, ambos sordos¨C y transcurre entre Nueva York y la regi¨®n italiana de Basilicata. Pasa por Roma y se detiene en Londres. M¨¢s all¨¢ de los vaivenes en la vida de su familia, en todos esos lugares las rotondas unen al mundo y desunen a sus habitantes. La falta de centro contrasta con el peso de un centro hist¨®rico y caminar se va convirtiendo en una excentricidad.
¡°Al regresar de nuestros recorridos a pie por los pueblos del Val d¡¯Agri, las personas que iban en coche se paraban por el camino porque pensaban que necesit¨¢bamos transporte y nos clasificaban de inmediato como gente pobre y no como deportistas: la falta de medio de transporte en ciertas zonas monta?osas del sur solo significa indigencia, y, si bien en la escuela me preguntaban todo el tiempo lo extra?o que deb¨ªa ser haber dejado Am¨¦rica para encontrarme en un espacio tan limitado en el que hab¨ªa casi m¨¢s ovejas que ni?os, a m¨ª me parec¨ªa estar en un lugar muy similar a Nueva Jersey donde viv¨ªa mi t¨ªo Paul, un lugar de rotondas y calles cortas sin centro¡±. ¡°En Basilicata encontr¨¦ la misma dispersi¨®n de los suburbios americanos, el mismo deseo de atrincherarme en una habitaci¨®n que ten¨ªan mis primas al otro lado del oc¨¦ano, carentes de un lugar al que ir que no fuera un centro comercial o un s¨®tano donde aturdirse¡±.
Durastanti creci¨® en un tiempo en el que todos los rascacielos de Manhattan estaban abiertos. Uno pod¨ªa entrar en la Trump Tower y darse una vuelta por su vest¨ªbulo sin que nadie le pidiera explicaciones. Pero cuando ten¨ªa tiempo libre, su familia no la llevaba al Museo de Historia Natural ni al Metropolitan, ni siquiera a la Quinta Avenida: iban a ver las casas de los ricos. ¡°Las salidas familiares eran peregrinaciones dentro de Dyker Heights para ver hermosas villas donde viv¨ªan mujeres que se parec¨ªan a las esposas de John Gotti u otros integrantes de la familia Gambino¡±. Tambi¨¦n iban a Holmdel, en Nueva Jersey, ¡°donde viven a¨²n hoy los CEO de las grandes compa?¨ªas de Nueva York¡±. El abuelo de la escritora adoraba a Rudy Giuliani ¡°hasta que este decidi¨® limpiar el Midtown y al abuelo no le gust¨® que su barrio de Brooklyn se llenara de heroin¨®manos y locales de luces rojas. Para los italoamericanos la protecci¨®n de su propio espacio tan trabajosamente conquistado siempre estaba antes que el bien colectivo¡±.
Con 36 a?os, Durastanti ha visto c¨®mo el barrio de su infancia ¡°con anuncios de abogados de divorcios que prometen deshacerse de un c¨®nyuge ingrato por solo trescientos d¨®lares¡± se convert¨ªa en un lugar ¡°con barbas espesas y cervezas artesanales¡±. ¡°Muchos de mis parientes se mudaron, en un recorrido semiobligado para los americanos de ascendencia italiana que nacen en Brooklyn, envejecen en Staten Island y mueren en Florida¡±.
Cuando de ni?a en el colegio le ped¨ªan que dibujara su casa, Durastanti ¡°sol¨ªa hacer tres habitaciones, una cocina abierta en la sala de estar, el estudio para pintar de mi madre, una sala de juegos, el gimnasio e incluso un bar¡±. Superficies cromadas, sof¨¢s de cuero negro y plantas en todos los rincones: las maestras recog¨ªan esos dibujos y me llamaban al despacho para decirme que el t¨ªtulo del ejercicio no era La casa que quiero sino La casa que tengo¡±. Ella insist¨ªa en que todo era verdad.
Ya de adulta, asentada en Londres ¨Cde la manera en la que asienta sin arraigar el mundo actual se fija en que los desire path (los senderos que acortan caminos e infringen el orden al que empuja el paisaje o el urbanismo)¨C contrastan con la certeza de que es casi imposible perderse ya en una ciudad. Y, sin embargo, es f¨¢cil perderse ante la gente. Una mujer con traje de chaqueta aborda un d¨ªa a la escritora: le pide una libra y ella le ofrece su tarjeta de transporte porque piensa que debe haber perdido el bono para regresar a casa. No es as¨ª. Necesita la libra para pagar el refugio para gente sin hogar en la estaci¨®n de King¡¯s Cross. ¡°Muchos residentes del refugio compran un traje en Primark y lo usan para pedir dinero, fingen ser empleados que han perdido la billetera. Con eso consiguen pasar el d¨ªa¡±.
¡°Podemos fracasar en una historia de amor, en la relaci¨®n con una madre. Pero cuando una ciudad nos rechaza, cuando no logramos entrar en sus mecanismos m¨¢s profundos y siempre quedamos al otro lado del cristal, nos invade un sentimiento de frustraci¨®n que puede convertirse en enfermedad. Extranjero es una hermosa palabra si nadie te obliga a serlo¡±.
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