Mars¨¦ y el sur
¡°Andaluc¨ªa, para el extranjero que la visita, acaso pueda ser una grata sorpresa y un nuevo amor. Para Espa?a es, entre otras cosas, como un amor perdido¡±. Octubre de 1962. Juan Mars¨¦ viaja por varias provincias y escribe una cr¨®nica que ahora se publica p¨®stumamente. Este es un extracto.
Tarifa 14 de octubre
Emprendemos la marcha hacia Tarifa a las 8.15 de la ma?ana, en La Barca, cruce en la carretera de M¨¢laga y Barbate, al pie del cerro de Vejer. En la parada de coches de la empresa Comes, dos n¨²meros de la Guardia Civil embroman para matar el aburrimiento a un vendedor ambulante de tortas de aceite.
En Tarifa nos alojamos en una casa particular, en dos habitaciones que dan a un patinillo fresco y lleno de tiestos con plantas. Resulta complicado lavarse, solo hay un peque?o lavadero en el pasillo, y, como no son m¨¢s que las diez de la ma?ana, decidimos ir a ba?arnos en el mar. La playa es extensa y huele a salazones, a algas y a maderos podridos; hay unos ni?os de unas barracas cercanas que se ba?an desnudos bajo la mirada vigilante de una muchacha; un hombre cava con un azad¨®n, la espalda doblada sobre un terreno envallado donde la arena se mezcla ya con la tierra y donde se alza, en el centro, una casita de hojalata y madera. Los desag¨¹es de la ciudad y de las f¨¢bricas de salazones vienen a parar aqu¨ª.
Al regreso del ba?o echamos una ojeada a las f¨¢bricas de salazones. De vez en cuando, de los amplios portales salen ni?os corriendo con pescados de dos o tres kilos cogidos por la cola. Nos piden cigarrillos y nos explican que el pescado van a venderlo por las calles, y lo que saquen de la venta es suyo.
Tarifa es una hermosa ciudad, con calles empedradas al estilo de Vejer, casas cuidadosamente encaladas y algunos patios bonitos que pertenecen a las fuerzas vivas ¡ªm¨¦dicos, notarios, abogados, propietarios, etc¨¦tera¡ª. Hay diminutos jardines, algo cursis y sin car¨¢cter, con mucha coloraina y chatos, sin la soberbia frondosidad que proporciona esa aut¨¦ntica paz y que tienen otros jardines de Andaluc¨ªa. El cord¨®n de la ciudad, el del litoral sobre todo, est¨¢ a¨²n provisto de chabolas y lleno de ni?os que juegan con el fango, hombres ociosos que pasean con las manos en la espalda y la vista baja, borricos trotando, mujeres de rostro curtido y manos de hombre, que trabajan en las f¨¢bricas de salazones o que remiendan redes. El olor de esas f¨¢bricas de adobe de pescado, esparcido por el viento, invade la ciudad de punta a punta. Pasamos por la avenida de Jos¨¦ Antonio (antigua calle de la Luz) y por calles que llevan nombre de general: General Queipo de Llano, General Varela, General Mola, General Moscard¨®. Ni m¨¢s ni menos que en cientos de poblaciones espa?olas. En eso, lo bueno son los nombres antiguos: plazuela del Viento, plaza Perulero, calle del Lorito, calle de la Fuente, calle de la Esperanza, calle de la Amargura, Aljaranda, Pe?ita, Comendador.
Muchos soldados por las calles. Es domingo. Pasean en grupos, con las manos en la espalda y mir¨¢ndose las puntas de las botas, hablan poco y a veces se dejan caer sentados en los bancos con ese particular aire de cansancio producido por el desesperante y absoluto no hacer nada. En el suelo de las tabernas hay virutas y serr¨ªn, c¨¢scaras de gambas, huesos de aceitunas y colas de pescado que los soldados pisan con sus botas durante horas y horas sin decidirse a hacer nada como no sea permanecer aqu¨ª y seguir bebiendo.
Otra vez la lluvia. Nos refugiamos en un portal de la calle de la Amargura, junto a dos soldados extreme?os que fuman en silencio y con expresi¨®n de profundo aburrimiento. Nos dicen que en Tarifa jam¨¢s hay baile.
¡ªJam¨¢s de los jamases, redi¨®s.
¡ªCine, s¨ª.
Parece que las chicas se dan dif¨ªciles, y lo mejor que uno puede hacer, si es un poco listo, es emborracharse y santas pascuas.
¡ªAqu¨ª ¡ªdice el otro¡ª las ni?as no quieren saber nada con lo caqui. Ahora que, la que se descuida sale pinchada.
¡ªVaya.
¡ªNi una mala puta que meterse a la boca ¡ªexclama su compa?ero¡ª. Una vez, cuando las ferias, vinieron dos de Algeciras, muy feas y viejas, y en cinco d¨ªas se zumbaron a m¨¢s de quinientos soldados detr¨¢s del campo de f¨²tbol. ?Y que no iban ligeras ni nada!
El castillo de Guzm¨¢n el Bueno est¨¢ restaurado y convertido en cuartel de Infanter¨ªa. Al entrar, el oficial de guardia se queda con la c¨¢mara fotogr¨¢fica de Alberto, seg¨²n exigen las ordenanzas. El castillo tiene escaso inter¨¦s, la posible evocaci¨®n que podr¨ªan despertar las viejas piedras est¨¢ totalmente ahogada por la mezquina y degradante atm¨®sfera cuartelera, ese olor a empedrado de garbanzos, a sobaco y a correajes. Nos acompa?a uno de los soldados de la guardia, con evidente desgana. Al salir nos es devuelta la c¨¢mara, y Alberto descubre que la funda ha sido abierta y registrado el contenido, algunos documentos personales.
Al atardecer, Tarifa se hunde en el ba?o rosado del poniente: el encalado de las casas se ti?e ligeramente de rosa, lo mismo que los rostros de los paseantes. Desde las ocho hasta las diez y media, como en tantos pueblos y ciudades, la calle principal y la alameda son escenarios del bullicioso, lento y un tanto penoso paseo dominical. Empieza siempre siendo alegre, como una promesa de felicidad que ha de verse cumplida de inmediato, y termina como una procesi¨®n, la gente arrastr¨¢ndose como gatos enfermos bajo la lluvia o como si tuvieran dolor de muelas, cruz¨¢ndose docenas de veces antes de dejar de saludarse, demasiado vistos, con los temas de conversaci¨®n agotados. De pura inercia mueven las piernas. Durante este paseo, la luz se apaga en toda la ciudad por tres veces, lo cual provoca el recochineo general y de manera particular en la gente joven, sobre todo en los soldados, algunos de los cuales seguramente aprovechan para pellizcar y meter mano a las muchachas que les niegan conversaci¨®n. En medio de la oscuridad, las risas y los chillidos parecen clamar al cielo, por espacio de unos segundos, en favor de la restauraci¨®n de todo cuanto hab¨ªa de pagano y aut¨¦ntico en la condici¨®n humana del alma mediterr¨¢nea, hoy sometida a extra?as ceremonias de santurrones de vasto est¨®mago y de h¨¦roes enfajados que remojan su espada en agua bendita antes de cortar cabezas con ella. Quiero creer que bajo esos gritos desarm¨®nicos, como de alegr¨ªa y de espanto a la vez, como si atravesaran la noche de los tiempos y de nuestra m¨¢s deprimente historia nacional, palpitan los m¨¢s aut¨¦nticos anhelos del pueblo.
En medio de la gente hemos visto pasar varias veces al se?or cura y a alguna autoridad militar con la familia. Y durante los apagones yo pienso en ellos, desorientados en medio de la muchedumbre por unos segundos, qui¨¦n sabe si con una repentina y fugaz lucecita de espanto en sus ojos. Me gustar¨ªa poder decir ¡ª aunque s¨¦ muy bien que no es verdad¡ª que acaso un antiguo y conocido escalofr¨ªo ha recorrido de nuevo su espina dorsal, y que aquella fr¨ªa, terror¨ªfica y solitaria gota de sudor ha resbalado otra vez desde su nuca hasta sus nalgas.
Con el ¨¢nimo de escapar por un rato a la contemplaci¨®n ¡ªque empieza a ser obsesiva¡ª de este espect¨¢culo, abrimos los peri¨®dicos. ?Pero hoy parece como si incluso los peri¨®dicos espa?oles hubiesen perdido su natural y desvergonzada disposici¨®n a la mentira! ¡ªapresur¨¦monos a decir que no es m¨¢s que un espejismo nuestro, por si al se?or Fraga se le ocurre tomarnos la palabra¡ª, y leemos, por ejemplo en El Correo de Andaluc¨ªa, curiosidades como esta: Secci¨®n de C¨¢ritas.
Viaje al sur, de Juan Mars¨¦, con fotograf¨ªas de Albert Ripoll Guspi, se publica en la editorial Lumen el pr¨®ximo 27 de agosto.
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