A Fadrique Enr¨ªquez, almirante de Castilla
Escribiste dos cartas, dos misivas de un anciano al se?or del mundo en las que osa advertirle contra la ciega soberbia que infunde el poder
No eras ning¨²n santo. Que les pregunten a los de M¨¢laga, a los que quisiste cobrar para tu enriquecimiento una tasa que los llev¨® a proclamar fugazmente una rep¨²blica, la primera que se conoci¨® por estos lares. O a los capitanes que te conquistaron y saquearon el feudo de Torrelobat¨®n, Juan de Padilla, Juan Bravo y Francisco Maldonado, por quienes no moviste un dedo para evitar que los descabezaran en ...
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No eras ning¨²n santo. Que les pregunten a los de M¨¢laga, a los que quisiste cobrar para tu enriquecimiento una tasa que los llev¨® a proclamar fugazmente una rep¨²blica, la primera que se conoci¨® por estos lares. O a los capitanes que te conquistaron y saquearon el feudo de Torrelobat¨®n, Juan de Padilla, Juan Bravo y Francisco Maldonado, por quienes no moviste un dedo para evitar que los descabezaran en Villalar, hace ya cinco siglos.
Y sin embargo, frente a la hoja de servicios de otros, en la que se cuentan mezquindades sin interrupci¨®n, en la tuya hay algo m¨¢s. Intentaste reconducir los ¨¢nimos inflamados, tanto los de los tuyos como los de aquellos corajudos rebeldes, hacia un posible arreglo pac¨ªfico. Cuando esa v¨ªa fracas¨®, y los enemigos de tu se?or, el joven y arrogante emperador Carlos V, quedaron derrotados y a merced de su escarmiento, reclamaste para ellos clemencia; incluso te adelantaste a conced¨¦rsela como virrey a algunos, aunque luego el monarca te desautorizara. Y como ¨¦l perseverara en su encarnizamiento, te tomaste la molestia y el riesgo de escribirle dos cartas que podemos leer a¨²n hoy, dos misivas de un anciano servidor al se?or del mundo, en las que osa advertirle contra la ciega soberbia que infunde el poder.
Tu pluma no es como la de Maquiavelo. Te excusas por la vejez del desorden de tus ideas, pero en ellas viene a articularse una teor¨ªa del arte de gobernar que se opone a la del florentino con la autoridad de quien salv¨® para su soberano un reino que ten¨ªa perdido, y que comienza por rebatir la idea maquiav¨¦lica por antonomasia: el pr¨ªncipe debe preferir, sostienes, ser amado a ser temido, gratificar y perdonar a degollar y castigar. Cantas al amo de Europa las verdades que nadie se atreviera a decirle: que fueron malos consejeros los que le empujaron a ponerle al pueblo impuestos y cargas que no pod¨ªa soportar, que lo son los que le invitan a satisfacer sus antojos, a vivir en el dispendio y en el lujo, a creerse por encima de toda ley. Ante el Supremo Juez, le recuerdas, tendr¨¢ que responder como el m¨¢s peque?o de sus s¨²bditos, y como pr¨ªncipe, antes que dejarse halagar por ser tratado como alteza o majestad, deber¨ªa esmerarse en ser acreedor a que lo nombraran por su capacidad de sacrificio y su esfuerzo, porque a aquel que es se?or de muchos se le impone la penosa carga de perder el sue?o por m¨¢s gente y m¨¢s causas que quien no es se?or de nadie o lo es s¨®lo de unos pocos.
As¨ª le hablaste, desde la atalaya de tu vejez, al c¨¦sar de tu tiempo, y a trav¨¦s de ¨¦l a cuantos sobre otros mandan. Poco le cuesta leer una carta a un joven de 20, le dijiste, menos que subir a un caballo para ir a la batalla a los 60 como hiciste t¨² por ¨¦l. Si hubieras sido ingl¨¦s o estadounidense todos sabr¨ªan de ti. Como eras castellano, ni Castilla hoy de ti se acuerda.
El escritor Lorenzo Silva es autor de Castellano (Destino).