Guerra
La historia podr¨ªa resumirse como el esfuerzo de los seres humanos por superar sus impulsos ciegos de violencia |?Columna de Rosa Montero
Nuestro precario equilibrio mental, muy maltratado ya por la pandemia, est¨¢ siendo ahora atormentado por el retumbar de los tambores de guerra. Qu¨¦ pavor produce Putin; qu¨¦ poca confianza infunden los pol¨ªticos occidentales. ?Ser¨¢ posible que todo esto acabe en una guerra de verdad, en ese infierno que, por fortuna...
Nuestro precario equilibrio mental, muy maltratado ya por la pandemia, est¨¢ siendo ahora atormentado por el retumbar de los tambores de guerra. Qu¨¦ pavor produce Putin; qu¨¦ poca confianza infunden los pol¨ªticos occidentales. ?Ser¨¢ posible que todo esto acabe en una guerra de verdad, en ese infierno que, por fortuna, la mayor parte de los europeos solo hemos visto en pel¨ªculas? Pero as¨ª han debido de empezar todos los enfrentamientos b¨¦licos: entre la incredulidad general y el aporreo de pecho de los l¨ªderes m¨¢s testoster¨®nicos. Espero que cuando se publique este art¨ªculo, 15 d¨ªas despu¨¦s de que lo escribo, la situaci¨®n haya mejorado. Nunca se sabe; de la sensatez a la insania suicida solo media un instante de bravuconer¨ªa.
Imposible no recordar el anterior momento de v¨¦rtigo mundial, la famosa crisis de los misiles entre Estados Unidos y la URSS del 14 al 28 de octubre de 1962. Ya saben que un avi¨®n esp¨ªa norteamericano descubri¨® que los sovi¨¦ticos hab¨ªan instalado misiles nucleares en la isla de Cuba que pod¨ªan destruir Washington en tan solo siete minutos. Ah¨ª comenz¨® una escalada de violencia que puso al planeta al borde de una cat¨¢strofe at¨®mica. La cosa acab¨® bien por los pelos: Kennedy y Jruschov acordaron desmantelar misiles por ambas partes. Por cierto que fue esencial la intervenci¨®n de un militar de la inteligencia sovi¨¦tica, Oleg Penkovski, que, horrorizado al enterarse de los planes nucleares de Jruschov, comenz¨® a filtrar los datos a Occidente. Oleg fue descubierto y, seg¨²n algunas fuentes, lo ejecutaron de modo ejemplar at¨¢ndolo a una plancha de madera e introduci¨¦ndolo lentamente, los pies por delante, en un horno crematorio. La reciente pel¨ªcula El esp¨ªa ingl¨¦s habla de Penkovski, pero no cuenta su atroz final; yo lo hago aqu¨ª a modo de homenaje de un hombre que muri¨® por sus principios.
Creo que, si la crisis de los misiles se super¨®, fue porque entonces estaba muy reciente la carnicer¨ªa de la Segunda Guerra Mundial y el supremo espanto de las dos bombas at¨®micas de Hiroshima y Nagasaki en agosto de 1945. Pero ahora hace demasiado tiempo que no practicamos el deporte de matarnos unos a otros de manera directa (s¨®lo a trav¨¦s de terceros pa¨ªses). Sin el recuerdo cercano del horror que es la guerra, ?seremos capaces de superar esa loca pulsi¨®n b¨¦lica que parece envenenar el cerebro humano? Es curioso, porque en el reino animal es raro que los enfrentamientos (para aparearse, para controlar un territorio) sean a muerte. Las heridas salen muy caras para la especie y en general las batallas se solventan de forma m¨¢s bien ritualizada: s¨®lo hay que demostrar que eres m¨¢s fuerte. No hace falta da?arse gravemente ni exterminar.
Pero los humanos no. Los humanos aspiramos a aniquilar al contrario: su vida y adem¨¢s la de sus hijos, e incluso su memoria, como esos romanos que derru¨ªan las ciudades enemigas y esparc¨ªan sal para que nada creciera. ?Qu¨¦ fuego de odio nos abrasa el cerebro?, ?c¨®mo es posible que el enfrentamiento b¨¦lico haya tenido siempre semejante atractivo para los hombres? Guerras que han durado 30 a?os, o 100, generaci¨®n tras generaci¨®n. B¨¢rbaros entretenimientos cotidianos, como aquella contienda interminable que contaba el historiador Georges Duby entre el conde de Gu?nes y el se?or de Ardres, dos vecinos del siglo XII que sal¨ªan con sus huestes a matarse todos los d¨ªas en un campo cercano salvo cuando llov¨ªa (era la tregua del agua). Antes he utilizado la palabra hombres y lo he hecho a prop¨®sito, porque creo que este frenes¨ª batallador afecta fundamentalmente a los varones. Por supuesto que hay mujeres muy belicistas (recordemos a Thatcher), pero me parece que, en general, somos mucho menos proclives a liarnos a mamporros. Sin duda es cosa de la testosterona; ya lo reflej¨® hace dos milenios el griego Arist¨®fanes en su comedia Lis¨ªstrata, con aquella genial huelga de sexo que las mujeres impon¨ªan a sus ensangrentados y borricos maridos para que dejaran de una maldita vez de guerrear. Creo que la historia de la civilizaci¨®n podr¨ªa resumirse en buena medida como el esfuerzo de los seres humanos por superar sus impulsos ciegos de violencia, por librarse de la end¨¦mica pandemia de la guerra. Y se me ocurre que, si la gran mayor¨ªa de los l¨ªderes mundiales fueran mujeres, tal vez lo lograr¨ªamos.