La brecha generacional es un plato de lentejas
Cuando mi padre era peque?o viv¨ªa en el campo con su familia y apenas cocinaban ni com¨ªan nada que no viniese de la finca. La mas¨ªa era una criatura plenamente integrada en el entorno
Cada d¨ªa que pasa me atraen m¨¢s las cosas muy peque?as y las muy grandes, y me interesan un poco menos las que quedan en medio. Me puedo pasar un par de d¨ªas d¨¢ndole vueltas a por qu¨¦ carajo me entra hipo cada vez que como cortezas de cerdo, y meses rumiando alrededor del fen¨®meno de c¨®mo ha cambiado nuestra relaci¨®n con la cocina en apenas un par o tres de generaciones.
Cuando mi padre era peque?o viv¨ªa en el campo con su familia y apenas cocinaban ni com¨ªan nada que no viniese de la finca. La mas¨ªa era una criatura plenamente integrada en el entorno. Su despensa se llenaba como los animales acumulan grasa en oto?o en previsi¨®n de la escasez del invierno. Con sus ap¨¦ndices y brazos de madera, de metal o de carne, intercambiaba fluidos y alientos con la misma tierra que rascaban y transformaban los gusanos y los escarabajos. Bolitas de esti¨¦rcol y balas de paja eran instantes de tiempo diferentes dentro de un c¨ªrculo sin principio ni fin. La diferencia entre alimento y excremento era una cuesti¨®n de perspectiva.
La casa viv¨ªa en simbiosis con el resto de animales y plantas. Su actividad no era puramente extractiva ni iba s¨®lo en una direcci¨®n: prados de siega y campos de cereales acog¨ªan un sinf¨ªn de aves de las que anidan en el suelo, y alimentaban tanto a cuervos, urracas y mirlos como a rapaces de las que cazan conejos, topillos y serpientes. En el tejado criaban avispas, golondrinas y vencejos. En el pajar, las pulgas. En el granero merodeaban los ratones, que terminaban atrapados en los huevos, transformados por la digesti¨®n de las gallinas, la versi¨®n moderna de los tiranosaurios ¡ªellas dan a los roedores una muerte m¨¢s r¨¢pida e indolora que los gatos, que, como los ni?os peque?os, tienen el vicio de jugar con la comida.
La casa era hogar incluso para las tormentas: cuando llov¨ªa fuerte ¡ªantes, que el cielo sab¨ªa llover y lo hac¨ªa durante semanas seguidas; antes, que el mundo se oscurec¨ªa hasta que era imposible saber si era de d¨ªa o de noche¡ª, los rayos entraban por la ventana y se quedaban un rato haciendo piruetas a ras de suelo antes de salir por la puerta. Una casa de pay¨¦s no era una casa para vivir, era una casa viviente, en la que era dif¨ªcil precisar d¨®nde empezaba y d¨®nde terminaba la cocina. Plantar, regar, cavar, abonar, cosechar, pelar, cortar y sofre¨ªr eran etapas de la vida de una cebolla, por ejemplo. En todas ellas exist¨ªa intervenci¨®n humana, y cada paso respond¨ªa a la intenci¨®n ¨²ltima de alimentar. No ten¨ªan neveras; los vegetales se guardaban vivos, en el huerto. No ten¨ªan congeladores; la prote¨ªna animal y la grasa se transformaban y almacenaban en los cuerpos del ganado, un sistema m¨¢s eficiente de conservaci¨®n que el de la mejor nevera actual de la gama m¨¢s alta. La cocina era un arte de nigromancia, de dar vida a la muerte. Cerca de la naturaleza es f¨¢cil ver el hecho de cocinar como una funci¨®n corporal m¨¢s, tan natural y sustancial como respirar, moverse, o reproducirse, y no como una actividad externa o accesoria.
Las verduras las hac¨ªan de todas las maneras y aprovechando todas sus partes, a veces directamente, a veces a trav¨¦s de los cerdos, la m¨¢quina m¨¢gica de convertir pieles de patatas y nabos y c¨¢scaras de grano en chuletas. Se cocinaban una infinidad de samfainas, pistos, pucheros, tortillas y cazuelas que empezaban siempre con un sofrito de cebolla, pero que nunca se sab¨ªa de entrada ni qu¨¦ se les iba a echar ni d¨®nde pod¨ªan terminar. Nada estaba escrito.
Aparte del par de cerdos, criaban gallinas y conejos. Las primeras se ten¨ªan por los huevos. Por eso se dice que las gallinas viejas son las que hacen buen caldo; no porque el suyo sea mejor que el que da una gallina joven, sino porque s¨®lo se mataban cuando ya no val¨ªan como ponedoras.
Ten¨ªan una yegua dif¨ªcil, demasiado impulsiva y nerviosa para el trabajo, de la que, sin embargo, nunca fueron capaces de deshacerse, porque tambi¨¦n era buena y noble. La relaci¨®n entre humanos y bestias se reg¨ªa por el pacto ancestral que desde hace m¨¢s de ocho mil a?os los ata, y seg¨²n el cual unos ofrecen protecci¨®n de los depredadores, cobijo, cuidados y comida, y otros, a cambio, trabajo, carne, piel, lana y leche. No exist¨ªa la ganader¨ªa intensiva.
El d¨ªa que el abuelo lo decidi¨®, se marcharon. Esa tierra de la que no eran propietarios, que hasta ese momento hab¨ªa dado lo suficiente para vivir bien, no bastar¨ªa para alimentar las cinco familias de los cinco hijos ya en edad de casarse. Hicieron las maletas y se fueron a la ciudad. Era el a?o 1968. Como tantos otros, dejaron de ser campesinos y se convirtieron en obreros. En la ciudad encontraron pisos peque?os, trabajo con horarios, capacidad de ahorro y supermercados.
Pienso a menudo en esto cuando alguien, en redes sociales, me pide, a¨²n hoy y por en¨¦sima vez, la receta para guisar unas simples lentejas, o las instrucciones para hacer un caldo, cosas que antes sab¨ªa hacer todo el mundo sin saber leer. Observo el abismo. La brecha. Y m¨¢s que ning¨²n tipo de nostalgia, me invaden, por un lado, el asombro, ante la capacidad de adaptaci¨®n y de resiliencia (esta palabra tan moderna) de nuestros abuelos, y por el otro, la necesidad de reiterar, una vez m¨¢s, y aprovechando que ya se atisba el fin del a?o en el horizonte, que para decidir hacia d¨®nde queremos ir es necesario saber de d¨®nde venimos.