Por qu¨¦ si la cocina est¨¢ de moda cada vez cocinamos menos
El acto de cocinar es lo contrario a consumir. Cocinando nos alzamos como seres humanos, capaces de crear y modelar el mundo para compartirlo con la familia, la comunidad, el barrio, el pueblo o los amigos.
Con la cocina tenemos un problema: se nos ha acabado el hambre. El hambre fisiol¨®gica, la del est¨®mago, ha mantenido viva la cocina durante sus m¨¢s de 200.000 a?os de historia. La ha hecho necesaria. Todo aquel que se haya dedicado regularmente a cocinar, desde los primeros hom¨ªnidos hasta la t¨ªa Paquita, lo ha hecho por necesidad; porque era la ¨²nica manera de transformar comida para unos pocos en comida para muchos, de convertir t¨®xicos en alimentos, de estirar los ¨²ltimos c¨¦ntimos de la n¨®mina una semana m¨¢s, de seguir vivos como individuos y como especie.
Hoy, esa hambre ya no est¨¢ en nuestro horizonte de posibilidades. Todos nosotros, los que hemos tenido la suerte de nacer en este lugar y este tiempo privilegiados, sabemos que de inanici¨®n nunca vamos a morir, por mucho que la vida se nos pueda llegar a torcer. Nuestro tormento no es el de no saber si ma?ana tendremos algo con que llenar el est¨®mago, sino el del engorro que supone el hecho mismo de tener que comer, de tener que pensar y hacer la cena una y otra vez. Cada. Santo. D¨ªa. No s¨¦ si nos hemos dado cuenta a¨²n de cu¨¢n reciente es este paradigma de abundancia ni de lo afortunados que somos.
En lo que a cocina se refiere, y los datos de horas y recursos invertidos en esta tarea son arrolladores, vivimos anclados entre el ¡°no tengo tiempo¡± y el ¡°no tengo ganas¡±. El clamor es casi un¨¢nime: ¡°?No nos da la vida!¡±. Concebimos cocinar como una tarea m¨¢s y a lo que aspiramos, naturalmente, es a quitarnos trabajo de encima, no a a?adirlo. Paralelamente, parece que cada d¨ªa tenemos menos ganas de hacer nada con las manos que requiera de un m¨ªnimo esfuerzo. No le vemos sentido, pudiendo comprar lo que nos apetezca, sea la cena, una mesa nueva o un seguro de vida, a golpe de clic, desde el m¨®vil, y sin siquiera salir de casa.
Hemos dejado de hacer. Nos hemos convertido en consumidores pasivos de ¨ªtems fabricados en serie por desconocidos, que no explican nada de ninguna parte, de ning¨²n tiempo y de ning¨²n alguien. Palpamos, sorbemos, mordemos, tragamos, sin a?adir significado alguno a todo aquello que tocamos con las manos, sin dejar huella que no sea en forma de residuo no reciclable, como si fu¨¦semos simples herramientas para que el dinero y los esl¨®ganes vac¨ªos puedan cambiar de manos. Consumimos comida precocinada, campa?as contra el despilfarro alimentario, y consumimos cocina como hobby y como forma de etiqueta de estatus social y de imagen. Consumimos campa?as en pro de la sostenibilidad, de lo ecol¨®gico, de lo pr¨®ximo; consumimos programas de cocina con los que dormitar y series sobre chefs fabulosos; consejos de cocina para una alimentaci¨®n saludable en paralelo a consumir comida ultraprocesada compensada con suplementos alimenticios y material de farmacia. Consumimos una ingente cantidad de material y contenido relacionado con la cocina. Y mientras tanto, m¨®vil en mano, pugnamos por encontrar la forma de conectar genuinamente con el mundo y con el otro, de descubrir qui¨¦nes somos, de d¨®nde venimos y ad¨®nde vamos, de aplacar la soledad, la sed de significado, de sentirnos parte de algo m¨¢s grande, y de expresar nuestra personalidad e identidad.
Desde el rinc¨®n, la cocina nos mira y espera, paciente, a que nos demos cuenta.
Ella ha estado siempre con nosotros, entrelazada con la tierra, la lengua, la historia y el paso de las estaciones, mutando y manifest¨¢ndose de forma particular y diferente en cada rinc¨®n del mundo, a cada d¨ªa del a?o, en cada estado de ¨¢nimo, explicando, contando qui¨¦nes somos cada uno de nosotros con una precisi¨®n que no consigue ninguna otra disciplina. Los 200.000 a?os de vida de la cocina son los 200.000 a?os de la humanidad.
Y ella espera a que nos demos cuenta de que, de la paella popular, lo m¨¢s absolutamente irrelevante y poco interesante, la peque?ez m¨¢s nimia, es la receta del arroz. De la cena de barrio, de la comida para la fiambrera del hijo, de la ristra de espetos, de la celebraci¨®n del otro d¨ªa en casa de Pedro, del botillo comunitario, de los biquinis de sobras para picar viendo una serie, de la cal?otada, o de la tortilla a la francesa de emergencia comida a solas y de pie en la cocina, lo m¨¢s importante y poderoso es el hambre que sentimos todos en el vientre de amar y ser amados, de calor humano, de comunidad real y no digital, de reivindicar nuestro lugar en el universo, de sentir que lo que hacemos tiene alg¨²n tipo de impacto en c¨®mo son las cosas, de sabernos ¨²tiles, de expresar nuestra identidad y personalidad, de religarnos con una historia que es antigua y rica, de descubrir maneras diferentes de concebir y explicar el mundo, de reconquistar el espacio p¨²blico con el fuego y las parrillas y de compartirlo con la familia, con la comunidad de vecinos, con el barrio, el pueblo, el grupo de amigos, o el club de senderismo. Todas estas ganas diferentes no puede aplacarlas la comida industrial. Es imposible.
Cocinar es lo contrario a consumir; alzarse como ser humano capaz de crear y modelar el mundo, contra la idea de ser un ternero amarrado a un saco de pienso. A la cocina no la va a mantener viva el hambre, sino nuestras ganas de seguir expresando humanidad viva y vibrante.
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