El despilfarro universitario
La precarizaci¨®n acad¨¦mica no solo conlleva sufrimiento personal, tambi¨¦n un inmenso desperdicio cient¨ªfico
Hace una semana firm¨¦ mi primer contrato estable como profesor universitario. Tengo casi 45 a?os y desde que termin¨¦ la carrera de Filosof¨ªa, a finales de la d¨¦cada de los a?os noventa, he pasado por un par de universidades y varias facultades: como investigador predoctoral, como profesor asociado ¡ªcompatibilizando a trancas y barrancas la docencia con un trabajo fuera de la universidad¡ª y, ya a los treinta y muchos, como profesor ayudante e incluso, brevemente, como profesor visitante en mi propia universidad. No me quejo. Para empezar, porque he tenido una suerte enorme: si al final he conse...
Hace una semana firm¨¦ mi primer contrato estable como profesor universitario. Tengo casi 45 a?os y desde que termin¨¦ la carrera de Filosof¨ªa, a finales de la d¨¦cada de los a?os noventa, he pasado por un par de universidades y varias facultades: como investigador predoctoral, como profesor asociado ¡ªcompatibilizando a trancas y barrancas la docencia con un trabajo fuera de la universidad¡ª y, ya a los treinta y muchos, como profesor ayudante e incluso, brevemente, como profesor visitante en mi propia universidad. No me quejo. Para empezar, porque he tenido una suerte enorme: si al final he conseguido un contrato indefinido ha sido por una serie de carambolas improbables, no gracias a mis talentos. Muchos compa?eros de mi edad, algunos realmente brillantes, est¨¢n en una situaci¨®n bastante peor. En torno al 30% de los profesores universitarios espa?oles son asociados, una figura que se cre¨® para que personas cuyo trabajo principal est¨¢ fuera de la universidad tengan la oportunidad de compartir su experiencia profesional en las aulas. Hoy los asociados se han convertido en mano de obra barata: las universidades no pagan la seguridad social de esos docentes ¡ªlo hace la empresa donde desempe?an su actividad laboral principal¡ª, por lo que por unos seiscientos euros limpios disponen de alguien que imparte dos tercios de las clases de un profesor contratado. Lo m¨¢s incre¨ªble es que algunos de esos profesores no tienen realmente otro trabajo sino que se pagan ellos mismos su propia seguridad social para poder dar clase. Eso significa que hay gente trabajando en la universidad p¨²blica por cuatrocientos euros al mes. Muchos lo hacen con la esperanza de acceder en alg¨²n momento a un puesto estable, lo que supone un fuerte sesgo de clase: para poder jugar a esa loter¨ªa universitaria es casi imprescindible contar con un colch¨®n econ¨®mico familiar.
Por supuesto, no todos los profesores estamos en tan mala situaci¨®n, y podemos llegar a ser un gremio bastante quejica. A tenor de la descripci¨®n de sus condiciones de trabajo que dan algunos profesores titulares, cualquiera pensar¨ªa que trabajan en una mina de colt¨¢n a cambio de una escudilla de arroz vigilados por fuerzas paramilitares. Y la presuposici¨®n de que la precariedad de alguien con un doctorado constituye una infamia social y, por el contrario, la de los reponedores de supermercado forma parte del orden natural de las cosas es asquerosamente clasista. Pero, m¨¢s all¨¢ de la inseguridad o de la magnitud del sufrimiento personal, hay una experiencia colectiva sobre la que creo que merece la pena reflexionar. De vez en cuando a¨²n me pasa que alg¨²n profesor se dirija a m¨ª diciendo: ¡°Vosotros, los j¨®venes...¡±. Durante alg¨²n tiempo me hice ilusiones sobre mi aspecto juvenil. Luego me di cuenta de que lo que ocurr¨ªa es que los profesores mayores asocian la edad con tu categor¨ªa laboral. Como hasta hace poco era impensable que hubiera profesores ayudantes de cuarenta a?os, inconscientemente los catedr¨¢ticos tratan a cualquiera con ese contrato como si fuera un chaval.
Muchos investigadores dedican los a?os inmediatamente posteriores al doctorado, a menudo el momento de su vida en el que tienen m¨¢s energ¨ªa, tiempo e imaginaci¨®n, a hacer toda clase de malabarismos para abrirse un hueco en la universidad. Desperdician las fuerzas que deber¨ªan estar volcando en la investigaci¨®n encadenando trabajos de subsistencia y robando horas al sue?o para publicar y, as¨ª, satisfacer las demenciales exigencias de las agencias de acreditaci¨®n. Sometemos a los j¨®venes que aspiran a convertirse en investigadores a una criba despiadada ¡ªla competici¨®n por los contratos predoctorales se ha convertido en una especie de juegos del hambre cient¨ªficos¡ª, y los pocos que sobreviven a esa selecci¨®n salvaje se encuentran con que deben dedicar sus mejores y m¨¢s fruct¨ªferos a?os a convertirse en buscavidas acad¨¦micos. Llegamos al momento en que, por fin, podemos dedicarnos con toda intensidad a la investigaci¨®n a una edad en la que nuestra principal preocupaci¨®n es no llegar tarde a recoger a nuestros hijos al colegio. La precarizaci¨®n acad¨¦mica no solo conlleva sufrimiento personal, tambi¨¦n significa un inmenso desperdicio cient¨ªfico, un enorme despilfarro de talento y esfuerzo colectivo.