Diana, punto final
La vista judicial en Londres por la muerte de Diana de Gales rechaza la teor¨ªa conspiratoria y cierra el caso, pero a costa de echar fango sobre sus protagonistas
Un anciano con expresi¨®n ausente, aparentemente derrotado, abandonaba el lunes el Tribunal Supremo en Londres escoltado por sus abogados, portavoces y guardaespaldas. Era el multimillonario egipcio Mohamed al Fayed, de 79 a?os. La sentencia de un jurado an¨®nimo, le¨ªda unos minutos antes en la sala, derribaba sin contemplaciones el edificio de dudas, sospechas, cabos sueltos atados a otros cabos, construido por este hombre en torno a la muerte, en accidente de tr¨¢fico, de su hijo Dodi, junto a la princesa Diana de Gales. Desde el mismo instante en que recibi¨® la fat¨ªdica llamada telef¨®nica en la que se le informaba del suceso, la madrugada del 31 de agosto de 1997, Al Fayed apost¨® por la conspiraci¨®n.
Detr¨¢s ten¨ªa que estar la mano an¨®nima del establishment brit¨¢nico, con el pr¨ªncipe Felipe de Edimburgo, marido de la reina Isabel, como gran instigador. La mano de quienes llevaban d¨¦cadas rechaz¨¢ndole, excluy¨¦ndole, record¨¢ndole una y otra vez su pasado turbio, sus mentiras para apoderarse, en 1985, de los almacenes Harrods, buque insignia de la marca brit¨¢nica; neg¨¢ndole, en suma, el ansiado pasaporte brit¨¢nico.
Diez a?os y seis meses despu¨¦s de aquel terrible golpe, la justicia ven¨ªa a cerrarle la ¨²ltima puerta. Las decenas de recursos y querellas presentados por su equipo legal en Francia, Escocia e Inglaterra, en una batalla sin precedentes alimentada por una monta?a de libras esterlinas (unos 20 millones de euros), hab¨ªan sido in¨²tiles. Como in¨²tiles se revelaron sus reclamaciones a la CIA en las que solicitaba informaci¨®n sobre la princesa. No exist¨ªan informes sobre Diana de Gales, respondieron desde Langley (Virginia), casi ofendidos. Nadie espiaba a la mujer m¨¢s famosa del planeta. Despu¨¦s de tantas entrevistas, y tantos art¨ªculos en defensa de la hip¨®tesis del complot urdido para asesinarla, el castillo de naipes se ven¨ªa abajo.
Un jurado compuesto por seis mujeres y cinco hombres rechazaba sus teor¨ªas conspirativas (por una mayor¨ªa de nueve contra dos) y sentenciaba que el accidente fue causado por algo tan comprensible como un ch¨®fer con demasiado alcohol en la sangre acosado por una decena de paparazzi. Todo un mazazo. Hasta el punto de que Al Fayed descartaba horas despu¨¦s nuevos recursos judiciales. Asum¨ªa el veredicto como una derrota parcial, mientras los medios de comunicaci¨®n brit¨¢nicos le identificaban como el gran perdedor.
Pero las estrategias no son, muchas veces, lo que parecen. ?Qu¨¦ pretend¨ªa realmente Al Fayed con sus, a menudo, disparatadas acusaciones, con su exigencia condenada al fracaso de que el duque de Edimburgo en persona se sentara en el banquillo de los testigos? ?Qu¨¦ buscaba hurgando una vez m¨¢s, a trav¨¦s de sus abogados, en los aspectos m¨¢s escabrosos de las relaciones de la princesa de Gales y su familia pol¨ªtica? ?Qu¨¦ persegu¨ªa obligando a comparecer en la audiencia a 11 miembros de los servicios secretos brit¨¢nicos, incluido uno de sus antiguos responsables? Probablemente, lo que ha conseguido: da?ar nuevamente la imagen de los Windsor, presentados como enemigos de la princesa, y sembrar dudas sobre la falta de escr¨²pulos del MI6 (servicios secretos exteriores) a la hora de planear sus acciones. Uno de sus antiguos responsables, un tipo con nombre de pel¨ªcula de Kubrick, sir Richard Dearlove, tuvo que admitir como cierto que uno de sus agentes propuso en los a?os noventa asesinar a un l¨ªder balc¨¢nico haciendo aparecer el crimen como un accidente de tr¨¢fico.
Ha quedado claro adem¨¢s que Diana sospech¨® siempre de los servicios secretos, convencida de que grababan sus conversaciones telef¨®nicas para filtrarlas a la prensa. Ocurri¨® con la escandalosa charla mantenida con su amante James Gilbey, pasto de las masas en 1992. La princesa desconfiaba de los uniformes y, tras su divorcio, en 1996, rechaz¨® la escolta policial oficial. Paul Condon, antiguo responsable de la polic¨ªa metropolitana, tuvo que admitir en la vista que lady Diana pensaba que "no est¨¢bamos de su parte".
?Por qu¨¦ ha aceptado la justicia brit¨¢nica reabrir un caso as¨ª? ?Por qu¨¦ sumergirse otra vez en el fango de un proceso tan da?ino? Sobre todo cuando ha habido dos investigaciones exhaustivas en Francia e Inglaterra, y un veredicto del m¨¢s alto tribunal franc¨¦s donde s¨®lo se habla de accidente al abordar la muerte de Diana y Dodi. La respuesta est¨¢ en el sistema legal brit¨¢nico. Todo s¨²bdito de su majestad muerto en el extranjero por causas no naturales tiene derecho a una investigaci¨®n as¨ª. No se trata de buscar culpables, sino de establecer las causas y circunstancias de la muerte. Pero reabrir el caso Diana no pod¨ªa salir gratis. Ni en tiempo, ni en dinero, ni en imagen p¨²blica. Ha costado 12 millones de euros al contribuyente; las sesiones se han prolongado seis meses (sin contar los a?os de retrasos y los cambios de juez), y aunque la inquest ha logrado al fin echar un grueso candado al asunto, ha sido a costa de reabrir viejas heridas de impredecible evoluci¨®n.
Los pr¨ªncipes Guillermo y Enrique, hijos de Diana, han tenido que digerir la implacable disecci¨®n a que ha sido sometida la personalidad y la conducta de su madre en los meses finales de su vida. La reina y su marido, el pr¨ªncipe Felipe, han tenido que apretar los labios m¨¢s de lo habitual ante los insultos de Al Fayed, que, a tenor de lo visto, parece haber gastado millones de libras en darse el inmenso gusto de difamar a los Windsor m¨¢s que en defender una tesis. En su comparecencia de febrero pasado se permiti¨® se?alar un v¨ªnculo entre los nazis y el duque de Edimburgo, cuyo apellido real, seg¨²n el multimillonario egipcio, suena algo as¨ª "como Frankenstein", dijo. Todos los representantes de ese odiado establishment han salido escaldados de una u otra forma tras pasar por la sala de audiencias n¨²mero 73 del Supremo. Las amigas de la princesa se han visto sometidas al duro interrogatorio de Michael Mansfield, uno de los m¨¢s prestigiosos penalistas brit¨¢nicos, contratado por el due?o de Harrods para la ocasi¨®n y empe?ado en probar que, en realidad, sab¨ªan poco de las intimidades de Diana Spencer.
Conscientes de la imposibilidad de demostrar la teor¨ªa de la conspiraci¨®n, Al Fayed y sus abogados han orientado la vista en otra direcci¨®n: dejar constancia de que la princesa y Dodi estaban prometidos al mes escaso de conocerse. Y de que Diana estaba embarazada al morir. Asombra comprobar como el coroner, juez Scott Baker, y los abogados de los dem¨¢s implicados en el caso se han dejado atrapar en la tela de ara?a conspirativa aunque haya sido para rechazarla. Porque no existen ya elementos para defender o atacar la tesis de manera absolutamente concluyente. En el banquillo de los testigos se sent¨® el forense Robert Chapman, que practic¨® la autopsia a la princesa en Londres, reci¨¦n repatriado el cad¨¢ver. El m¨¦dico s¨®lo pudo testimoniar que no observ¨® indicio alguno de embarazo, pero tuvo que admitir que en la fase inicial es imposible detectarlo sin an¨¢lisis espec¨ªficos que no se llevaron a cabo. Otro aspecto crucial para unos y otros fue el determinar si el anillo comprado por Dodi en Par¨ªs, en v¨ªsperas del accidente, era de prometida o no. Dato igualmente imposible de concretar.
A lo largo de 90 sesiones, durante seis meses, por la sala del Tribunal Supremo han desfilado m¨¢s de 250 testigos, que no han logrado aclarar casi nada. Declaraciones que han ido convirtiendo la vista, pese a la sobriedad del escenario, en un mero espect¨¢culo, un culebr¨®n judicial destinado a alimentar el morbo de los lectores de diarios en papel o electr¨®nicos. Material perfecto para chats en la web. La masajista de Dodi, preguntada sobre el posible embarazo de la princesa, lo rechazaba alegando que tuvo el periodo en esas vacaciones. Otra empleada del yate de los Al Fayed aseguraba haber visto una caja de p¨ªldoras anticonceptivas en la mesilla de noche de la pareja. El ¨²nico testimonio en sentido contrario era el del padre del novio. Al Fayed asegur¨® que la princesa se lo cont¨® en una conversaci¨®n telef¨®nica horas antes de morir.
El perfil de la princesa, reconstruido a trav¨¦s de los testimonios de su antigua terapeuta, Simone Simmons, autora de un libro sobre los amores de Diana, o de los de la abogada que la asisti¨® en el divorcio de Carlos de Inglaterra, no deja margen para la admiraci¨®n. La mayor estrella del firmamento medi¨¢tico brit¨¢nico ha sido retratada como una criatura compulsiva, emocionalmente inestable, que potenciaba una imagen p¨²blica triunfadora, aunque pasaba muchos fines de semana en la soledad de sus apartamentos del palacio de Kensington, calent¨¢ndose la cena en el microondas.
Diana se refugiaba en personajes tan dudosos como su ex mayordomo, Paul Burrell, al que envi¨®, en plena guerra predivorcio, una carta en la que le confesaba su temor a ser asesinada en un aparente accidente de coche. Burrell, autor de dos ¨¦xitos de venta sobre su amada patrona, fue interrogado en la vista durante tres d¨ªas, sin arrojar demasiada luz sobre los secretos que dice custodiar. De regreso a Los ?ngeles, donde vive, reconoci¨® haber cometido perjurio ante el tribunal.
La vista ha echado inevitable fango tambi¨¦n sobre los papparazzi, culpables del accidente, seg¨²n el jurado, y sobre todo culpables de una persecuci¨®n que alcanz¨® l¨ªmites inhumanos cuando rodearon el Mercedes destrozado, en el que agonizaba la princesa, y descargaron sus c¨¢maras, para ofrecer las instant¨¢neas despu¨¦s al mejor postor. Tampoco las v¨ªctimas han quedado sin mancha. Dodi Fayed, hijo del primer matrimonio de su padre con Samira, hermana del magnate y supuesto traficante de armas Adnan Khashoggi, emerge muy tocado de la investigaci¨®n. Los testigos han dejado claro que el primog¨¦nito de Al Fayed, muerto a los 42 a?os, con un divorcio a las espaldas, era una criatura inmadura, un playboy que abusaba de la coca¨ªna y que viv¨ªa a la sombra de su padre, incapaz de dar un paso sin consultarle antes. Quiz¨¢ el m¨¢s desacreditado haya sido el propio auspiciador de las teor¨ªas conspiratorias, Mohamed al Fayed, que ha asumido con total alegr¨ªa su papel de malo oficial, vilipendiando a unos y a otros. Vive en el Reino Unido desde 1964, un pa¨ªs que ha confesado admirar desde que era un chiquillo en su Alejandr¨ªa natal y ve¨ªa pasar arrobado a los oficiales de la Royal Navy con sus uniformes inmaculados y un brillo de orgullo nacional en los ojos. En este pa¨ªs ha levantado un imperio, aunque fuera gracias al dinero en met¨¢lico facilitado por el sult¨¢n de Brunei, y en este pa¨ªs han nacido los cuatro hijos que ha tenido con su segunda esposa, Heini Wathen, de origen finland¨¦s y 34 a?os m¨¢s joven.
Condenado como est¨¢ a no poseer nunca un pasaporte brit¨¢nico, para el due?o de Harrods la batalla legal ha valido la pena. Por m¨¢s que el caso quede cerrado y la tesis del accidente, por culpa de los paparazzi y de la ebriedad de Henri Paul, el ch¨®fer al volante del Mercedes, se haya impuesto, nadie puede negar que la teor¨ªa conspiratoria del magnate tiene una base l¨®gica. La asociaci¨®n de Diana de Gales con los Fayed dispar¨® aquel verano de 1997 todas las alarmas en el establishment brit¨¢nico. La inquietud tuvo que llegar a Buckingham Palace, y al n¨²mero 10 de Downing Street. ?Se hab¨ªa convertido la madre del futuro rey de Inglaterra en una persona antisistema? ?Hasta d¨®nde pod¨ªa llegar en su rebeld¨ªa? La inc¨®gnita no se despejar¨ªa nunca. Para alivio de algunos, el destino la esperaba la madrugada del 31 de agosto en el t¨²nel del Pont de l'Alma. -
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