Cuando se nos meti¨® el narco
?Cu¨¢nto de la actual crisis de violencia se gest¨® en la permisividad de los mexicanos hacia los traficantes?
La prensa, la radio y la televisi¨®n mexicanas est¨¢n llenas estos d¨ªas de cr¨®nicas de Ciudad Ju¨¢rez, en la frontera con Estados Unidos, a la cual llaman "la m¨¢s violenta del mundo". Narran los pesares de sus habitantes, hoy vistos desde la compasi¨®n por la reciente matanza de 16 personas, muchas de ellas menores, durante una fiesta de cumplea?os, y cuentan los lamentos de empresarios y comerciantes, que dicen c¨®mo tuvieron que cerrar sus negocios porque ya no pod¨ªan seguir pagando las extorsiones de bandas criminales. Las descripciones desgarran por la impotencia que reflejan. Y visto en este momento y espacio, lo que vive Ciudad Ju¨¢rez es la m¨¢s grande herida por la que sangra diariamente este pa¨ªs, en guerra contra el narcotr¨¢fico desde hace tres a?os.
La matanza fue un extra?o catalizador de indignaci¨®n nacional que finalmente se impuso al temor y rompi¨® con las zonas de confort en las que viven muchos mexicanos. Desde hace una semana y media, cuando sucedi¨®, la presi¨®n p¨²blica ha obligado a las autoridades a tomar acciones extraordinarias. El Gobierno de Chihuahua, el estado (provincia) donde se encuentra Ciudad Ju¨¢rez, anunci¨® que mudar¨ªa los poderes locales a esa entidad, como respuesta urgente a la airada cr¨ªtica que fue negligente durante largo tiempo. El gobierno federal anunci¨® una estrategia especial para esa ciudad que, si no la m¨¢s violenta en el mundo, s¨ª es donde se concentra la tercera parte de los asesinatos en M¨¦xico en el ¨²ltimo a?o.
Lo que hagan llenar¨¢ el imaginario colectivo, pero no resolver¨¢ el problema toral del porqu¨¦ los c¨¢rteles de la droga y las pandillas que son su extensi¨®n armada, se mueven tal libremente entre la sociedad, pues no resuelve la pregunta b¨¢sica: ?c¨®mo pudieron los delincuentes penetrar tan profundamente esa ciudad?
El problema de Ciudad Ju¨¢rez es el problema de M¨¦xico, donde la sociedad fue permitiendo a los criminales injertarse en sus c¨ªrculos y en su vida cotidiana. Por muchos a?os cerraron los ojos y mientras avanzaba como humedad, los negocios florecieron y muchos se beneficiaron del dinero que le inyectaban a su comunidad.
?Cu¨¢ndo se meti¨® el narco en el tejido social? Nadie puede determinar con certeza cu¨¢ndo comenz¨® el proceso. Algunos recuerdan que cuando a mediados de los setenta se dio la primera gran campa?a militar contra el narcotr¨¢fico en Sinaloa, el estado en el Pac¨ªfico norte que tiene como peculiaridad ser la tierra en donde nacieron tres generaciones de la mayor¨ªa de los jefes criminales, hubo tambi¨¦n un apoyo de la sociedad.
En aquellos a?os, dicen quienes lo vivieron, la sociedad de Culiac¨¢n, la capital del estado, le cerr¨® el paso a todos aquellos que eran delincuentes o se comportaban como criminales. Les hac¨ªan vac¨ªos en sus urbanizaciones o no los dejaban que se mudaran a ellas. Sus hijos no hac¨ªan amistad con sus hijos, y las escuelas tampoco se abr¨ªan para ellos. No los invitaban a sus clubes sociales ni a sus fiestas. Cuando lleg¨® el Ej¨¦rcito a Sinaloa, tuvo el apoyo de la poblaci¨®n. Los jefes del narco se tuvieron que trasladar al sur, a Guadalajara, capital de otro estado en el occidente, Jalisco, donde la historia fue diferente.
Los narcos empezaron a comprar residencias, con lo cual el mercado de bienes ra¨ªces tuvo un boom. Tambi¨¦n hoteles, y los constructores se pusieron felices. Las distribuidoras de autom¨®viles proliferaron. Los jefes del narcotr¨¢fico viv¨ªan en mansiones y se codeaban con las elites de la pol¨ªtica y el comercio. Hubo una sobrina de un gobernador que no se conform¨® s¨®lo con ser novia de uno de los grandes capos de la droga, sino que cuando lo empezaron a perseguir, se fug¨® con ¨¦l a Costa Rica. Los capos ten¨ªan protecci¨®n de la polic¨ªa y desde Guadalajara operaban sus negocios en el resto del pa¨ªs.
En diferentes partes del pa¨ªs la gente ve¨ªa cosas ins¨®litas, pero lejos de denunciar, se beneficiaban de ello. De esta manera, nadie dijo nada cuando en el rancho "El B¨²falo", tambi¨¦n en Chihuahua, diariamente se consum¨ªan dos millones de tortillas y 1.800 pollos. En Monterrey, la ciudad en el norte de M¨¦xico considerada la capital financiera del pa¨ªs, comenzaron a llegar a sus suburbios m¨¢s afluentes familias que comenzaron a comprar mansiones sin que los vendedores pusieran resistencia a aceptar hasta seis millones de d¨®lares en efectivo por casas que val¨ªan la mitad, y tampoco objetaron que sus hijos fueran a las mismas escuelas, y sus mujeres compartieran los mismos lugares de belleza y esparcimiento.
No quisieron aceptar, para no sentirse obligados a rechazar, que eran las familias de los jefes del narcotr¨¢fico, que hab¨ªan escogido Monterrey como su residencia, por la calidad de vida y de la educaci¨®n. Hubo hombres poderosos que se vincularon con ellos, y lleg¨® a darse el caso de un afamado periodista que se hizo compadre del cerebro financiero de uno de los c¨¢rteles, que primero fue a la c¨¢rcel y m¨¢s adelante fue asesinado. Todos cerraron los ojos.
Culiac¨¢n, donde antes los hab¨ªa rechazado la sociedad, acept¨® su regreso y sus hijos se vincularon con el crimen organizado. "Si no tienen mejores opciones de trabajo, ?c¨®mo podemos evitarlo?", dec¨ªa hace no mucho un hombre de esa ciudad, entre resignado y molesto porque no hubo mejores oportunidades de vida para los j¨®venes. Culiac¨¢n se convirti¨®, despu¨¦s de Miami, en la segunda ciudad del mundo con mayor n¨²mero de compra de unidades Hummer, de acuerdo con las estimaciones de inteligencia federal.
En otras ciudades del mismo estado, como Guam¨²chil, la lista de espera de compra de Hummer era de seis meses, y su aeropuerto, que es casi local, ten¨ªa en sus hangares privados 70 avionetas, cuyo ¨²nico trabajo era viajar a la sierra de Sinaloa para bajar drogas. Al otro extremo del pa¨ªs, en Tamaulipas, el Cartel del Golfo inund¨® el mercado de consumidores con sus licores y cigarros, a cuyas marcas trasnacionales les a?ad¨ªa su sello, un caballo alado, que es lo ¨²nico que permite que se venda en los establecimientos comerciales.
Las autoridades federales llevan a?os quej¨¢ndose de la permisividad de la sociedad. Y tienen raz¨®n. En uno de los barrios m¨¢s exclusivos de la ciudad de M¨¦xico, los vecinos fueron testigos por meses que en una de las casas hab¨ªa una enorme actividad nocturna, sin que jam¨¢s hayan reportado a la polic¨ªa la inusual actividad. Luego se sorprendieron de que fuera una casa de seguridad de los sicarios de uno de los capos m¨¢s violentos en la memoria, Arturo Beltr¨¢n Leyva, quien muri¨® en un enfrentamiento en diciembre pasado en la ciudad de Cuernavaca, dentro de su condominio, en uno de los fraccionamientos m¨¢s exclusivos y costosos de la regi¨®n.
Es cierto que hay un ingrediente de temor en la ausencia de denuncias, no sin razones. Hay tanta penetraci¨®n del crimen organizado en las polic¨ªas locales, que un ciudadano no sabe si su denuncia ser¨¢ el equivalente a firmar su sentencia de muerte. Pero tambi¨¦n hay un cierto grado de cinismo. El a?o pasado viaj¨® a Nuevo Laredo, Tamaulipas, el principal punto de entrada de productos a Estados Unidos, el secretario de Seguridad P¨²blica Federal, quien recibi¨® una catarata de reclamos por los operativos contra el narcotr¨¢fico. Queremos que se vayan, le dijeron, porque lo ¨²nico que hab¨ªa provocado la guerra contra las drogas era una crisis econ¨®mica. La acometida de las fuerzas federales hab¨ªa provocado que los narcos se retiraran con todo su dinero de la plaza y la econom¨ªa se sec¨®. Los empresarios no quer¨ªan eso. Quer¨ªan que se regresara al estatus quo y que volvieran sus ganancias. Eso no sucedi¨®.
En Ciudad Ju¨¢rez demandaban lo mismo, con una presi¨®n tan grande que las fuerzas federales se replegaron. Vino la matanza y con ello la angustia. ?Por qu¨¦ nos decimos sorprendidos de lo que nos acontece? No somos culpables de que el narco haya penetrado nuestro tejido social, pero tenemos que aceptar, para corregir, que fuimos, colectivamente, responsables de que los narcotraficantes se injertaran como uno m¨¢s entre nosotros.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.