La jeringuilla
Se equivoca quien afirma que la muerte de cualquier adicto encuentra su final en una suerte de resignado anclaje en el puerto feliz de su elecci¨®n
Se equivoca quien afirma que la muerte de cualquier adicto, montado al potro de su alcoholismo o asido a la aguja de sus peores desencantos, encuentra su final en una suerte de resignado anclaje en el puerto feliz de su elecci¨®n. El periodista Michael Wilson ha publicado una espl¨¦ndida cr¨®nica de los ¨²ltimos d¨ªas y horas de Philip Seymour Hoffman, cuya muerte ha desatado no s¨®lo un duelo generalizado sino la frustrada conciencia de que una gran mayor¨ªa lo consider¨¢bamos el mejor actor de los ¨²ltimos tiempos. Tambi¨¦n circulan ya las inevitables conjeturas de quienes aseguran que lo mat¨® la mala calidad de una hero¨ªna que algunos juran saber que era de procedencia mexicana y, al mismo tiempo, los que perjuran que precisamente por ser mexicana, de la buena, esa hero¨ªna incit¨® a la sobredosis. En realidad, consta por la cr¨®nica de Wilson que Hoffman viv¨ªa en un infierno.
Tiene toda la raz¨®n Antonio Mu?oz Molina cuando afirma que ¡°ahora escuchamos la voz extraordinaria de Seymour Hoffman y nos parece que en su desmesura y en sus resonancias de furia y oscuridad ya se transparentaba su desgracia secreta¡±. Seg¨²n consta, el actor anduvo el ¨²ltimo d¨ªa de su vida con sus hijos en un parque de Greenwich Village; luego, fue visto ¨Cdesali?ado¡ªvarias veces sacando dinero de un cajero autom¨¢tico en un supermercado y pr¨®ximo a su final, env¨ªa un mensaje de texto a un amigo para invitarlo a ver por televisi¨®n el final de un partido de baloncesto de los Knicks. Hasta aqu¨ª, cr¨®nica de una soledad que se sobrelleva despeinado y sin corbatas, lejos de la pel¨ªcula que filmaba en Atlanta durante las pasadas semanas, lejos de la fama y el Oscar que reposaba en un librero de su apartamento, pero las circunstancias empiezan por enredar las etimolog¨ªas del desahucio: el gran actor que iba y ven¨ªa de Atlanta fue visto en dos aeropuertos como indigente, en alguno de ellos cay¨¦ndosele los pantalones en el control de polic¨ªa, con la mirada al vac¨ªo; el hombre de la voz entra?able que se impon¨ªa en cada escena, a¨²n as¨ª capaz de modularla con el acento aterciopelado con el que reencarn¨® en Capote, de pronto deambula por el ins¨®lito laberinto de un mercado para orde?ar paulatinamente un cajero, sumando en total m¨¢s de mil d¨®lares con lo que no se necesita que Sherlock Holmes se inyecte su dosis de coca¨ªna al siete por ciento para que incluso el Dr. Watson deduzca que con ese dinero se iba a comprar m¨¢s de una dosis del inevitable veneno en el que hab¨ªa reca¨ªdo recientemente. Escribe Michael Wilson que ¡°su muerte, seg¨²n todos los indicios, fue el final t¨ªpico de un drogadicto, con periodos de aparente normalidad interrumpidos por otros de comportamiento err¨¢tico. Rodaje de una pel¨ªcula. Reuniones de trabajo. Partidos de baloncesto. Borracheras. Drogas.¡±
All¨ª est¨¢ precisamente el dintel del infierno personal de todo adicto. La soledad no necesariamente es un mon¨®logo triste, pero para el adicto ¨Cy m¨¢s con la compulsiva obsesi¨®n por cualesquiera de sus dependencias¡ªjam¨¢s podr¨¢ reconvertir su soledad en constructiva conversaci¨®n consigo mismo. Duele saber que Hoffman llevaba dos meses de haber reconocido en un grupo su reca¨ªda en la adicci¨®n a la hero¨ªna, de la cual se hab¨ªa mantenido en remisi¨®n m¨¢s de 25 a?os¡ pero el infernal laberinto segu¨ªa rondando la mazmorra de su conciencia.
Habl¨¢bamos de naufragios y hoy estas l¨ªneas lamentan el tormento de un admirado y ejemplar actor que fue hallado con la jeringuilla clavada en el brazo, rodeado de un manantial de dosis enfiladas como necio espejismo. Habiendo asumido por m¨¢s de dos d¨¦cadas el triunfo de la derrota, ese impalpable instante de lucidez o conciencia en que cualquier guerrero reconoce que precisamente para estar a la altura de su propio hero¨ªsmo ha de tirar la toalla y rendirse con el ¨²ltimo gramo de dignidad u honor que le queda en la sangre, duele profundamente el espejo donde se refleja cualquier pr¨®jimo o pr¨®ximo, cualquier semejante que sucumbe ante el tormento irascible y enga?oso de un dolor irrefrenable¡ y as¨ª que en M¨¦xico sea jeringa o en Espa?a, jeringuilla; churro o chocolate, hash o mota, la cultura del pulque hasta no verte Jes¨²s m¨ªo o el vino de mesa, tanto que se habla en nuestro d¨ªas de las legalizaciones y parecen no escucharse las instancias que advierten sobre los linderos reales de la enfermedad, los peligros de la dependencia, el infierno de la adicci¨®n y el silencio inapelable de la muerte que calla incluso a las voces m¨¢s entra?ables.
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