República Centroafricana se despedaza
Miles de musulmanes resisten en Bangui el cerco de la milicia cristiana
“Con cuchillos, granadas y fusiles. Así nos están matando”. El viejo Yaya Ndiako dibuja cada método con un explícito movimiento. El machete. La granada. El fusil. Pero, sentado entre sus únicas y recicladas posesiones, está hoy de buen humor. Espera poder salir pronto del cerco mortal en el que ha vivido los últimos cuatro meses. El peligroso reducto musulmán de PK12, en Bangui —la capital de República Centroafricana— es un trozo de carretera de apenas 500 metros y dos líneas de casas a ambos lados, en el que quedaron atrapados unos 1.300 musulmanes al empezar los combates. Detrás quedan sus hogares quemados, una infranqueable y siniestra tierra de nadie y los enemigos: los milicianos antibalaka, que les tienen rodeados. “Si sales, los antibalaka te matan”.
El conflicto en el país enfrenta a dos desorganizadas milicias: los antiguos Séleka, una coalición de grupos armados de mayoría musulmana, y a los antibalaka que, de mayoría cristiana, se levantaron en armas después que los Séleka tomaran el país. Los antibalaka han emprendido su venganza contra la minoritaria comunidad musulmana. “Los jóvenes antibalaka han sufrido, muchos han visto cómo mataban a sus padres y sus hermanos, están solos y furiosos. Y son ellos los que liberaron el país de las exacciones de los Séleka”.
Edouard Ngaissona, custodiado en un barrio popular por jóvenes, cuchillos y Kaláshnikovs, se proclama el coordinador de los antibalaka, aunque sobre el terreno cada parcela tiene su líder y algunos no saben ni que existe un coordinador. Fue un movimiento popular de autodefensa que surgió durante la rebelión de los Séleka, en el que ahora se mezclan jóvenes que buscan venganza, otros que intentan sobrevivir y criminales comunes. En diciembre “cuando los antibalaka entraron en Bangui para liberarla, vinieron a pie, y lo hicieron con machetes y palos”, cuenta un ciudadano. “En realidad ambos grupos son lo mismo, sin líder, sin objetivo y cometen ejecuciones sumarias”, dice un periodista local.
Grupos antibalaka se levantaron tras la toma del poder por los Séleka
El mercado, el arroz, los trajines de madera… el bullicio del resto del barrio queda a cinco minutos a pie. Pero para los musulmanes es inalcanzable. “Algunos cristianos nos traen algo de comer, pero nosotros no podemos ni enterrar dignamente a los que han asesinado”. Yaya se levanta ágil y sale de la necesaria sombra del enorme mango que le escudaba del sol. Salta de una sombra a otra en el reducido espacio de su cárcel al aire libre. “Aquí mismo hemos tenido que cavar las tumbas, así de cualquier manera”, dice y se pasea entre ellas en una peque?a parcela de tierra rojiza, que si no fuera porque está removida, difícil sería imaginar que es el nuevo e improvisado cementerio. A Yaya le han matado a dos hijos y ha perdido todos sus bienes. “Estos fardos”, los que tiene listos para el deseado viaje de huida, “son de cosas que he acumulado en las últimas semanas, de las basuras”.
Un coche troceado, sin ruedas ni motor, y un carro de combate marcan la frontera de la tierra de nadie que separa al reducto musulmán de los agresores y del resto de la población no musulmana. Dentro y fuera del tanque, en posición de guerra, los soldados congole?os de la misión de paz de la Unión Africana (MISCA) —mucho mejor equipados que los militares congole?os que minan el este de su propio país— intentan proteger a los musulmanes de las infiltraciones. Los antibalaka han lanzado granadas, además de dispararles. Otro tanque, con bandera francesa, se posiciona unos metros más arriba, donde arranca ya el bullicio y el mercado.
A Moussa Dibo, otro anciano, un enfermero le supervisa las heridas de bala. Cuatro tiros le alcanzaron, pero sobrevivió. Médicos sin Fronteras ha instalado una clínica en el enclave, que no solo atiende a las víctimas de la violencia, si no también a los enfermos de malaria —endémica en la región— y otras dolencias.
“No podemos ni enterrar dignamente a los asesinados”, dice el viejo Yaya
La actividad estas últimas horas es frenética. Entre plegarias y rezos —la mezquita es el centro del reducto— los hombres embalan, enroscan trozos de uralita y tratan de empaquetar todo lo que pueden. Esperan ansiosos por recuperar su libertad de movimiento y escapar. Las organizaciones humanitarias han preparado la evacuación y soldados congole?os de la misión africana desplegada en el país escoltarán, por tierra y aire, a este millar de refugiados hacia el norte, donde se podrán unir a otras comunidades musulmanas.
El dilema está servido. Sacar a “los últimos musulmanes de Bangui”, como les llaman —aunque quedan algunos miles en el barrio de PK5— significa para algunas autoridades contribuir a la división del país. Pero para los trabajadores humanitarios es una cuestión de vida o muerte para las personas atrapadas. Y también lo es para recuperar una arteria fundamental para el comercio. El reducto del PK12 se encuentra en uno de los principales accesos de la capital. El camino se presenta complicado: dos días de camión por una ruta plagada de controles antibalaka. El centenar evacuado la semana pasada tuvo suerte. Recibieron solo pedradas.
Se calcula que un 20% de los 4,5 millones de habitantes se ha tenido que desplazar y los trazos de los linchamientos son cada vez más claros. La brecha se ahonda cada día, ante la inutilidad de la misma comunidad internacional que hace apenas tres semanas entonaba en Ruanda el “nunca más”, en las conmemoraciones del 20 aniversario del genocidio.
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