Lo que queda tras el diluvio
Cr¨®nica de una filtraci¨®n que gener¨® un gran debate en el mundo occidental
La descripci¨®n captura de forma tan fascinante el momento que me permitir¨¢n citarla en extenso: ¡°Antes del diluvio. EL PA?S, calle de Miguel Yuste, Madrid. 14 de noviembre de 2010. Vistas en la pantalla, las siluetas desali?adas parec¨ªan rehenes retenidos en el s¨®tano de la casa franca de alg¨²n grupo terrorista. Una de aquellas figuras subterr¨¢neas, sin afeitar, se acerc¨® a la c¨¢mara. Levant¨® un papel. Ten¨ªa escrito un n¨²mero de seis cifras. ?Quiz¨¢ era una cuenta de un banco suizo? ?Un n¨²mero de tel¨¦fono? [¡] En realidad, esos misteriosos sujetos no hab¨ªan sido secuestrados por ninguna facci¨®n radical [¡] Tampoco su nota era una petici¨®n de rescate. Era la referencia indexada de uno de los m¨¢s de 250.000 cables [filtrados por Wikileaks]¡±.
As¨ª arranca el cap¨ªtulo 14 del magn¨ªfico libro que el periodista de The Guardian David Leigh escribiera sobre el asunto. En realidad se trataba de Vicente Jim¨¦nez, por entonces director adjunto del peri¨®dico, y de m¨ª. El supuesto piso franco era mi despacho en la planta tercera, un domingo por la tarde, a lo que quiz¨¢ quepa atribuir lo del aspecto desali?ado y la barba de Jim¨¦nez ¡ªambas cosas, nota bene¡ª. En Londres, al otro lado de la pantalla, se encuentra Ian Katz, tambi¨¦n por entonces director adjunto de The Guardian.
Ignoro las razones t¨¦cnicas, pero en alguna de las muchas discusiones sobre la seguridad de las comunicaciones entre los directores de los cinco peri¨®dicos, surgi¨® la idea de que, adem¨¢s de emplear todo tipo de p¨¢ginas web encriptadas pero extremadamente engorrosas, mostrar un papel escrito (con cifras o frases cortas) en una comunicaci¨®n por v¨ªdeo en Skype era una forma f¨¢cil de ocultarnos (b¨¢sicamente de los Gobiernos occidentales o de servicios secretos extranjeros, menos amigables, digamos). Todo ello era antes de Edward Snowden y sus revelaciones sobre la vigilancia masiva de las comunicaciones.
No carece de iron¨ªa pues recordar ahora que unos d¨ªas antes Julian Assange llam¨® directamente a mi m¨®vil (sin ning¨²n tipo de protecci¨®n) desde el suyo (que cambiaba con frecuencia; te pod¨ªa llamar ¨¦l, pero uno no dispon¨ªa nunca de un n¨²mero que marcar). Ten¨ªa, dijo, 250.000 comunicaciones secretas entre el Departamento de Estado y las embajadas de EE?UU en una treintena de pa¨ªses, la mayor filtraci¨®n hasta entonces de documentos de la historia. Quer¨ªa que EL PA?S estuviera en el proyecto. Era viernes. Me pidi¨® un contacto directo el lunes siguiente en Ginebra. Sin hora, sin sitio. Ya me dir¨ªa. Envi¨¦ al propio Jim¨¦nez y a Jan Mart¨ªnez Ahrens, por entonces subdirector. Una vez en Ginebra, Assange, en contacto conmigo, los localiz¨®, se sentaron a cenar en el restaurante de un hotel, en el que ambos trataron de seguir las veloces (y confusas) explicaciones de ¨¦ste mientras, envueltos ya en la atm¨®sfera ligeramente paranoica en la que habr¨ªa de desarrollarse todo el proyecto, observaban con inquietud una mesa vecina con unos tipos raros (incluso para Ginebra a esas horas de la noche).
Era m¨¢s de la una de la madrugada cuando, mientras esperaba a que Jim¨¦nez me llamase para contarme la reuni¨®n, apareci¨® en mi ordenador un mensaje de Alan Rusbridger, el director de The Guardian, con quien hac¨ªa meses que no hablaba.
¨CJavier, can we talk?
Sorprendido, le respond¨ª con una sola palabra.
¨CNow?
La pantalla parpade¨® de nuevo, pip.
¨CYes.
Cog¨ª el tel¨¦fono, marqu¨¦ su n¨²mero. Contest¨® al primer tono. Mi agenda muestra que tres d¨ªas despu¨¦s, jueves, un vuelo a las 9.50 nos llev¨® a Vicente Jim¨¦nez, Ra¨²l Rivero, entonces jefe de tecnolog¨ªa del peri¨®dico y a m¨ª a Londres. Reuni¨®n en The Guardian, King¡¯s Place, a las 14.00, con Rusbridger, Katz, Assange y varias personas m¨¢s que se alarg¨®, cena incluida, hasta la noche. Cuando Jim¨¦nez y yo volvimos al hotel, Rivero, que se hab¨ªa marchado en cuanto tuvo el CD con los datos en sus manos, ya hab¨ªa descifrado parte del embrollo que envolv¨ªa los 250.000 cables y pudo mostrarnos un par de ellos datados en la Embajada de Estados Unidos en Madrid, lo que nos permiti¨® intuir la importancia del material que traer¨ªamos, duplicado y escondido de mala manera, de vuelta a casa. Nadie nos retuvo en el aeropuerto, nadie nos registr¨®. Cuando el caso Snowden, y volviendo a Nueva York tras asistir a una reuni¨®n similar en The Guardian, la polic¨ªa retuvo en Heathrow y registr¨® a Jill Abramson, entonces directora de The New York Times, en busca del material. En previsi¨®n, Abramson hab¨ªa enviado los CD por otra v¨ªa y no llevaba nada encima.
Assange llam¨® a mi m¨®vil directamente (sin ninguna protecci¨®n) desde el suyo
Era una carrera en la que part¨ªamos con desventaja. Faltaban apenas 15 d¨ªas para la fecha acordada de publicaci¨®n. The Guardian llevaba meses trabajando con los cables. Ese viernes, mi agenda muestra un desayuno con Miguel ?ngel Fern¨¢ndez Ord¨®?ez, entonces gobernador del Banco de Espa?a, con el r¨®tulo ¡°cancelado¡±. Igualmente un almuerzo con un alto ejecutivo del Grupo Prisa, editor de EL PA?S. Lo mismo suceder¨ªa en las semanas siguientes con la mayor¨ªa de compromisos.
Ese s¨¢bado, Jim¨¦nez y yo nos reunimos con un grupo reducido de periodistas para dise?ar la estrategia. Rivero y su equipo se comprometieron a construir en dos d¨ªas un sofisticado buscador que nos permitiera encontrar y relacionar los cables entre s¨ª. Convocamos a m¨¢s de 30 periodistas, hicimos volver de sus destinos a varios corresponsales (Mosc¨², Washington, M¨¦xico, Teher¨¢n, entre otros). Todos ten¨ªan prohibido explicar las razones por las que abandonaban sus ciudades o sus puestos de trabajo en la redacci¨®n. Durante 15 d¨ªas trabajaron largas jornadas en un espacio (que pronto bautizamos como la wiki-cueva) al que no se pod¨ªa acceder sin permiso; en el que los ordenadores no estaban conectados a la red; en el que s¨®lo hab¨ªa una impresora y del que no se pod¨ªa sacar nada, ni en papel ni en soporte inform¨¢tico.
La tarea era ingente. Reconstruir las historias que los otros peri¨®dicos hab¨ªan preparado era algo m¨¢s f¨¢cil: dispon¨ªamos del titular y de los n¨²meros de los cables en los que se basaban las historias. A¨²n as¨ª, hab¨ªa que leerlos todos, aportar el contexto necesario (ah¨ª se demostr¨® el valor incalculable de a?os de experiencia acumulados por los periodistas de EL PA?S en los asuntos m¨¢s variados, desde los entramados de la corrupci¨®n y la pol¨ªtica en Rusia a las complejidades del ajedrez geoestrat¨¦gico en Oriente Pr¨®ximo) y escribir las noticias. Pero adem¨¢s, ten¨ªamos que explorar todo lo que tuviera relaci¨®n con Espa?a, algo de lo que nuestros compa?eros no se hab¨ªan ocupado, como es obvio. En Londres nos hab¨ªamos comprometido tambi¨¦n a rastrear historias de Am¨¦rica Latina en los cables. Un buen pu?ado de ellas (tanto de Espa?a como de M¨¦xico, Colombia, Venezuela o Argentina) fueron publicadas en The Guardian o The New York Times, a quienes pasamos, encriptados, los titulares y los n¨²meros de referencia de los cables.
En aquellos d¨ªas escrib¨ª un largo art¨ªculo sobre WikiLeaks, sus consecuencias en la pol¨ªtica y el periodismo, as¨ª como sobre sus implicaciones morales (Lo que de verdad ocultan los Gobiernos, EL PA?S, 19 de diciembre de 2010). El propio Leigh publica hoy en estas p¨¢ginas un an¨¢lisis sobre el caso, cinco a?os despu¨¦s. Lo ¨²nico que creo pertinente a?adir es que la recepci¨®n de los papeles de WikiLeaks en Espa?a sigui¨®, como era previsible, una pauta distinta al resto del mundo occidental. En otros pa¨ªses se debati¨® a fondo con posiciones encontradas, pero nadie cuestion¨® nunca el valor de aquello que los papeles revelaban. En Espa?a, bien al contrario, se descalific¨® de forma tajante lo que EL PA?S publicaba, d¨ªa a d¨ªa, durante semanas, actitud en la que persistieron tanto aquellos peri¨®dicos que no hab¨ªan tenido acceso al material original como los pol¨ªticos afectados, m¨¢s la inevitable cohorte de tertulianos desinformados, fil¨®sofos fr¨ªvolos y columnistas interesados que tildaron los hechos conocidos (las presiones de la Embajada de EE?UU para cerrar el caso Couso; las presiones para que bancos y empresas espa?oles dejaran de hacer negocios en Ir¨¢n pese a no haber violado ninguna norma internacional; la ayuda de Pakist¨¢n a grupos terroristas contra India y pa¨ªses occidentales; las donaciones saud¨ªes o de ciudadanos de los emiratos del Golfo para ayudar a terroristas sun¨ªes; la orden de Hillary Clinton o alguno de sus subordinados de espiar al secretario general de la ONU, por citar s¨®lo un pu?ado) de meros chismes, ligerezas o asuntos ya de sobra conocidos por la generalidad de los ciudadanos.
En Espa?a, se descalific¨® de forma tajante lo que EL PA?S publicaba, d¨ªa a d¨ªa, durante semanas
Hay una explicaci¨®n para ello. Es triste. Y aunque llevo meditando sobre ello muchos a?os, la casualidad ha querido que encontrara el siguiente p¨¢rrafo casi al final de una cr¨ªtica del ¨²ltimo libro de Umberto Eco firmada por Tom Rachman en el Sunday Book Review de The New York Times esta semana. Habla de Italia. Pero es tambi¨¦n Espa?a: ¡°En los pa¨ªses m¨¢s estables, los esc¨¢ndalos llevan a la ca¨ªda en desgracia, al arrepentimiento (sincero o no) y a dimisiones. En Italia, es en los esc¨¢ndalos donde la historia se bifurca, con l¨ªneas paralelas de explicaci¨®n que nunca se encuentran, culpas en disputa, sin final estrepitoso y, como consecuencia, con escasa regeneraci¨®n¡±. Con matices m¨¢s tr¨¢gicos, sucedi¨® con los atentados del 11-M. Sucedi¨® con WikiLeaks. Sucedi¨® con los papeles de B¨¢rcenas. Y volver¨¢ a suceder, para desgracia nuestra, puesto que ¨¦sa es la Espa?a que hemos construido. Un pa¨ªs en el que los diluvios, en periodismo y en pol¨ªtica, dejan, mayormente, barro.
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