¡°A¨²n sigo viendo las caras de quienes orden¨¦ ejecutar¡±
Arkansas prepara la mayor ejecuci¨®n en serie desde la reinstauraci¨®n de la condena de muerte. Allen Ault mand¨® matar en la silla el¨¦ctrica y ahora recuerda el horror de la pena capital
Allen Ault tiene cuatro hijos, diez nietos y tres biznietos. Vive con su esposa en Kentucky, cobra una buena pensi¨®n y se le ve un anciano tranquilo y educado. Pero cuando ese hombre de pelo blanco y manos anchas se mira al espejo, encuentra a un asesino. Alguien que mat¨® con premeditaci¨®n y que jam¨¢s fue perseguido por ello. Entre el 29 de junio de 1993 y el 17 de mayo de 1995 orden¨® cinco ejecuciones en la prisi¨®n estatal de Jackson (Georgia). ?l era el responsable del sistema penitenciario . Y como tal, el encargado de la pena m¨¢xima. ¡°Otros delegaban en sus empleados, yo no, yo daba las ¨®rdenes y les ve¨ªa morir en la silla el¨¦ctrica¡±, afirma.
Ault habla con firmeza. A veces se r¨ªe de s¨ª mismo y otras llora. Tiene 80 a?os y dice que se esfuerza todos los d¨ªas por llegar a los 81. Ha pasado mucho tiempo, pero todo sigue ah¨ª, en su cabeza, listo para apu?alarle. Es una puerta que no se cierra.
Dentro aguardan los presos que mand¨® matar. Entre ellos, Christopher Bulger y Thomas Dean Stevens. Ambos asesinaron en 1977 al taxista Roger Honeycutt. Le robaron 16 d¨®lares, le violaron, le encerraron en el coche y lo arrojaron a un lago para que se ahogase en el interior de su veh¨ªculo. ¡°No se puede justificar lo que hicieron, pero ten¨ªan 17 y 19 a?os cuando entraron en prisi¨®n y m¨¢s de 34 cuando fueron electrocutados. Los conoc¨ª. Estudiaron, aprendieron, cambiaron. No eran los mismos al morir. Y fueron los primeros que ejecut¨¦¡±, rememora Ault. Despu¨¦s mira al periodista y cuenta lo que sabe que tiene que contar.
En la c¨¢rcel de Jackson, la c¨¢mara de la muerte ocupaba 14 metros cuadrados. Era rectangular; luz blanca, paredes blancas. La silla estaba hecha a mano, de madera oscura. Los electrodos, cables y correajes la recorr¨ªan por fuera.
La preparaci¨®n era minuciosa. El d¨ªa anterior se sacaba al preso del corredor de la muerte y se le conduc¨ªa a una celda contigua a la silla el¨¦ctrica. El capell¨¢n pasaba la mayor parte del tiempo haci¨¦ndole compa?¨ªa. En las horas finales, al condenado se le rapaba y se le depilaban las piernas y los brazos. Luego, en los ¨²ltimos minutos, se le pasaba con delicadeza una esponja h¨²meda.
En la sala permanec¨ªa un guardia. El preso, amarrado, quedaba ante un cristal de dos metros de largo por uno de alto desde el que le contemplaban los testigos. Antes de la ejecuci¨®n era frecuente o¨ªrles re¨ªr. Una risa nerviosa, incontenible. ¡°Nunca se cuenta, pero es lo normal¡±, recuerda Ault.
Las risas atravesaban las paredes, inundaban la c¨¢mara, se met¨ªan en la habitaci¨®n donde aguardaban los familiares del condenado. ¡°Ten¨ªa que ir a explicarles que aquello era una reacci¨®n nerviosa¡±.
Ault regresaba y se situaba en otra sala, de espaldas al recluso. Tras un cristal, ve¨ªa la coronilla del condenado, sus hombros, los cables y los testigos. Cuando ya estaba todo listo y el preso hab¨ªa dicho sus ¨²ltimas palabras, el guardia se lo indicaba con una se?a. Ault revisaba los tres tel¨¦fonos instalados a su lado: el del Tribunal Supremo, el gobernador y la comisi¨®n penitenciaria. Si ninguno sonaba, daba la orden.
¨C¡°Ha llegado el momento, Brad¡±.
Brad era el electricista. Nunca asomaba la cabeza por el cristal. Tampoco dudaba. Simplemente apretaba el interruptor y desaparec¨ªa.
Ault s¨ª que miraba. El latigazo restallaba en su pupila. Un abismo de 2.000 voltios. ¡°La corriente recorre el cuerpo del preso, lo sacude. La electricidad se ve, se oye y hasta se huele¡±.
Los testigos enmudec¨ªan. ¡°A algunos hab¨ªa que sacarlos a rastras y enviarlos en una furgoneta a casa. Nunca volv¨ªan a repetir¡±. Pero antes hab¨ªa que entrar en la sala. Entre el olor a carne quemada y deposici¨®n, el m¨¦dico certificaba el ¨®bito. Un forense practicaba la autopsia. Como causa del fallecimiento apuntaba homicidio.
Todo el proceso era supervisado por Ault. Hablaba con los parientes, recib¨ªa los documentos, controlaba la retirada del cad¨¢ver. Despu¨¦s, volv¨ªa a casa solo. No dorm¨ªa; no pod¨ªa.
A¨²n hay noches en que no puede.
Han pasado 22 a?os desde la ¨²ltima vez. Ault est¨¢ sentado en una silla de metal en un bar anodino de Lexington, Kentucky. El hilo musical desgrana los grandes ¨¦xitos americanos de toda la vida. Grease, Sister Sledge, Madonna, Chuck Berry... La voz del verdugo se superpone. Es lenta, grave, a veces se vac¨ªa.
Confiesa que ha de tener cuidado y que debe dosificarse. No puede contarlo todo. Ni demasiadas veces. Durante d¨¦cadas guard¨® silencio. Vivi¨® en Colorado, Florida, Washington DC. Rehizo su carrera, lleg¨® a decano de Derecho de la Universidad de Kentucky Oriental. Pero nunca se ha escapado del horror. ¡°Yo quer¨ªa ayudar a la gente, no matarla¡±, recuerda.
Ault estudi¨® Psicolog¨ªa. Tras doctorarse en Georgia, fue contratado para dise?ar el proceso de clasificaci¨®n y diagn¨®stico de los presos. Poco a poco ascendi¨® hasta dirigir el sistema penitenciario estatal. Cuando lleg¨® el momento de ejecutar, no era la primera vez que se enfrentaba a la muerte. En los a?os cincuenta, hab¨ªa servido en la Guerra de Corea para la 101 Divisi¨®n Aerotransportada. ¡°Pero aquello era defensa propia. Yo ten¨ªa un arma y el enemigo tambi¨¦n. En la c¨¢mara de la muerte no hay azar. Todo est¨¢ ensayado, premeditado hasta sus ¨²ltimas consecuencia. Dig¨¢moslo claro, es un asesinato¡±.
En su primera ejecuci¨®n, Ault se sinti¨® un criminal. Y aquello fue a m¨¢s. ¡°Mi departamento ten¨ªa a su cargo 1.000 millones de presupuesto, 15.000 empleados y 38.000 presos; la pena de muerte representaba una fracci¨®n m¨ªnima de mi tiempo, pero acab¨® consumi¨¦ndolo todo¡±.
En 1995 abandon¨® Georgia convencido de que era un monstruo. Sufr¨ªa desorden postraum¨¢tico. El pasado engull¨ªa su futuro. Se hund¨ªa. Un fen¨®meno habitual. El propio Ault cuenta historias de otros verdugos rotos, de exmarines que acabaron consumidos por el alcohol o peg¨¢ndose un tiro. ¡°Yo me salv¨¦ porque estaba entrenado para ayudar y me aferr¨¦ a ello para sobrevivir¡±.
¨C ?Sigue pensando en lo que hizo?
¨C Todav¨ªa veo sus caras en mis pesadillas. Aunque no recuerdo sus nombres, me sigue afectando, me golpea.
¨C ?Y rememora las ejecuciones?
¨C S¨ª, a¨²n las veo.
¨C ?Se siente culpable?
¨C S¨ª, s¨ª, s¨ª¡ Intento racionalizar lo que hice, pero no funciona. Ten¨ªa familia, hipoteca, gastos, era la ley, pero todo eso no me vale de nada; podr¨ªa haber hecho otras cosas. Lo s¨¦, y por eso me siento culpable. No es tan inmediato como antes, pero a veces me viene y se desencadena¡±.
Durante d¨¦cadas, Ault arrastr¨® su pasado en silencio. Se proteg¨ªa de s¨ª mismo, hasta que hace unos a?os un profesor de su facultad le pidi¨® que contase a los alumnos qu¨¦ pensaba de la pena capital. Su relato estremeci¨® a lo estudiantes: desde entonces, lucha contra las ejecuciones. Ahora ha decidido hablar con EL PA?S ante la decisi¨®n de Arkansas de matar a siete presos en solo 10 d¨ªas. Es la mayor ejecuci¨®n en cadena en Estados Unidos desde la reinstauraci¨®n de la pena de muerte en 1977. Una sangr¨ªa ordenada por el gobernador Asa Hutchinson para evitar que caduque uno de los tres componentes de la inyecci¨®n letal, cuya reposici¨®n rechaza la industria farmac¨¦utica. ¡°Ninguna ejecuci¨®n sirve para nada. No evita otras muertes, no disuade a nadie. Pretender inculcar el respeto a la vida matando es un sinsentido. Lo ¨²nico que te queda es la venganza y ni siquiera esta basta para calmar a las familias¡±, reflexiona.
El tiempo para las ejecuciones, con un aplazamiento de ¨²ltima hora, empieza a correr esta semana. La proximidad de la sangre hunde a Ault. Ha pasado mucho tiempo, pero ese hombre de pelo cano vuelve a verse a s¨ª mismo de pie detr¨¢s del cristal, mirando los electrodos, a los testigos, comprobando los tel¨¦fonos, dici¨¦ndole a Brad que ha llegado el momento. Ese momento que nunca acaba.
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