La ¡®soluci¨®n Middletown¡¯ a la epidemia: dejar morir a los drogadictos
Las sobredosis de opi¨¢ceos se disparan en EEUU y hay quienes prefieren que el adicto pierda la vida antes que atenderlo
John Wayne. Muhammad Ali. Ronald Reagan. Donald Trump. El sheriff Richard K. Jones vive a la sombra de sus ¨ªdolos. Sentado en su despacho, los acaricia con la mirada. Ah¨ª est¨¢n sus retratos, junto a dos banderas americanas y una metralleta Madsen Ligera de 1946. Alcance 2.800 yardas; 600 balas por minuto. ¡°Esto mata tanto como la hero¨ªna¡±, dice Jones. El sheriff es el encargado de velar por la seguridad en el condado de Butler, Ohio. Enclavado en el Medio Oeste, la circunscripci¨®n tiene s¨®lo 376.000 habitantes pero registr¨® el a?o pasado 210 muertes por sobredosis, casi la mitad que Espa?a, con una poblaci¨®n 120 veces superior. Es la epidemia. La devastadora ola de opi¨¢ceos que en 2016 mat¨® a m¨¢s estadounidenses que toda la guerra de Vietnam y que en el peque?o condado ha llevado a algunos de sus m¨¢s notables ciudadanos a plantear una soluci¨®n tan ins¨®lita como sencilla: dejar morir a los heroin¨®manos.
La propuesta ha surgido desde las ruinas del sue?o americano. En el antiguo cintur¨®n industrial, las grandes factor¨ªas han cerrado sus puertas y la mayor¨ªa blanca que antes ve¨ªa el universo a sus pies ha quedado atrapada en un recuerdo que ya no existe. El trabajo seguro, la casita de madera, el c¨¦sped cortado milim¨¦tricamente han dado paso al miedo. Hay paro y sueldos cada vez m¨¢s bajos. China, M¨¦xico y los fantasmas de la derecha radical asoman por todas las esquinas. ¡°La gente quiere soluciones y trabajo. Est¨¢ harta de los partidos¡±, explica Jones.
El sheriff ,1,95 de altura y bigote vikingo, es un tipo resolutivo. Poco dado a la divagaci¨®n, lleva dos pistolas al cinto y tiene una respuesta siempre lista.
¡ª ?C¨¢rteles de la droga?
¡ª Habr¨ªa que lanzarles la madre de todas las bombas.
¡ª ?Muro con M¨¦xico?
¡ª Perfecto para frenar la hero¨ªna.
¡ª ?Atenci¨®n a las v¨ªctimas de sobredosis?
¡ª Eso no es trabajo de la polic¨ªa.
¡ª Pero la vida¡
¡ª La vida no tiene precio, cierto, por eso quiero que mis polic¨ªas regresen cada noche a casa con vida.
Desde hace dos semanas, el sheriff vive en el ojo del hurac¨¢n. Ha decidido que sus agentes no lleven ni administren Narcan (naloxona), un antagonista de la hero¨ªna que revierte de modo fulminante la sobredosis. Este tratamiento, con un coste de unos 40 d¨®lares, representa la salvaci¨®n diaria de miles de toxic¨®manos. Y en un pa¨ªs de donde los opi¨¢ceos generaron el a?o pasado 1,3 millones de atenciones hospitalarias, se ha vuelto crucial. Lo llevan los encargados de primeros auxilios, los bomberos y, desde luego, los polic¨ªas. En 38 estados est¨¢ regulado su uso. Pero no en el condado de Butler. Justo uno de los sitios donde m¨¢s adictos mueren en Am¨¦rica.
¡°No ataca la ra¨ªz del problema: s¨®lo lo prolonga. En lo que va de a?o se han registrado 200 fallecimientos. Tenemos casos de adictos que en un mes han sufrido hasta 20 sobredosis. Yo no soy quien decide, son ellos al ponerse la aguja en el brazo. Estamos para prevenir el crimen no para dar primeros auxilios. Tampoco doy insulina a los diab¨¦ticos¡±, zanja el sheriff.
Sus palabras han desatado una tormenta nacional. Organizaciones humanitarias y m¨¦dicas le han condenado. Las autoridades le han dado la espalda e incluso el fiscal del condado le ha censurado. Pero no le han faltado defensores. Algunos incluso han ido m¨¢s lejos.
Daniel Picard es republicano, cat¨®lico y un destacado miembro de la sociedad civil de Middletown (50.000 habitantes), en el condado de Butler. Como concejal ha propuesto una f¨®rmula para resolver el problema. A la tercera urgencia por sobredosis, en caso de que el afectado no haya pagado con dinero o trabajos sociales las anteriores intervenciones, se deja de atender al drogadicto. Simple y claro. Si no tiene dinero, se muere.
Sentado en su despacho de abogados, Picard trata de explicar con n¨²meros su iniciativa. ¡°Las sobredosis aumentan sin fin. En 2016 tuvimos 526 casos y 72 fallecidos, y solo en el primer trimestre de este a?o 596 casos y 54 muertes. Muchos no son de este pueblo o sus familias no quieren saber nada de ellos, por lo que el Ayuntamiento tiene que hacerse cargo de todo. Cada actuaci¨®n por sobredosis nos cuesta 1.104 d¨®lares, y cada incineraci¨®n 700. Es un gasto desbocado y hay que tomar decisiones. Lo siento, pero a alguien le toca pensarlo¡±, afirma con aire de haber convencido a su interlocutor.
¡ª ?Y no siente piedad por los que mueran?
¡ª Si cumplen o pagan, ser¨¢n atendidos, Todo depende de ellos.
Ellos. Los otros. Los adictos. Sarah es uno de ellos. Acaba de entrar en la sala. Llega esposada y con el uniforme a rayas verdes y blancas de los presos del condado de Butler. Tiene 27 a?os. Naci¨® en Hamilton y nunca ha salido de Ohio. Ni siquiera para ver el mar. Es toxic¨®mana desde los 13 a?os. Ese es su mundo. Su padre muri¨® alcoholizado, y su madre, tras a?os de analg¨¦sicos, falleci¨® de una sobredosis de hero¨ªna cortada con fentanilo.
Sarah ha ingresado en la c¨¢rcel por quebrantar la libertad condicional. Antes rob¨® e ¡°hizo lo que ten¨ªa que hacer¡± por un chute. Ha pasado en tantas ocasiones por el filo de la navaja que se ha olvidado de cu¨¢ntas veces ha sido salvada. ¡°Hubo un mes en que sufr¨ª 18 sobredosis. Sin el Narcan estar¨ªa muerta, bien muerta. Una noche me tuvieron que meter cuatro para que me recuperase¡±, cuenta.
Tras escuchar con atenci¨®n, Sarah no entiende bien el debate. Para ella, salvar la vida es una obligaci¨®n ¨C¡°?es as¨ª, no?¡±¨C y Narcan el ¨²nico modo de hacerlo. ¡°Si lo quitan nos morimos, no le d¨¦ m¨¢s vueltas¡±. Extra?ada por las propuestas del concejal Picard y del sheriff Jones, agranda sus ojos negros y, por si acaso, pide una oportunidad. Afirma que lleva ocho meses limpia y que est¨¢ segura de que podr¨¢ llevar una vida normal. Si se le pregunta qu¨¦ quiere ser, no sabe responder. Y cuando se le insiste, explica: ¡°A m¨ª me basta con sobrevivir".
Sarah vive al ras. Como tantos otros afectados no es consciente de que su caso se repite a lo largo y ancho del pa¨ªs. S¨®lo el a?o pasado 60.000 personas perdieron la vida por la epidemia. Fue la principal causa de mortalidad en menores de 50 a?os. M¨¢s que el c¨¢ncer, las armas o los accidentes de coche. Cerca de 35.000 de estas muertes se debieron al consumo de hero¨ªna sola o adulterada. El resto correspondieron en su mayor parte al abuso de opi¨¢ceos de prescripci¨®n. Una plaga legal que empez¨® a generalizarse en los noventa y que ahora, tras d¨¦cadas de inmenso negocio, ha roto los diques de contenci¨®n. En 15 a?os, seg¨²n el Centro de Prevenci¨®n y Control de Enfermedades, las recetas de opi¨¢ceos contra el dolor se han triplicado y cerca de dos millones de adictos pululan por el pa¨ªs. Son la retaguardia de los yonquis. El gran favor de la industria al narco. Como ha demostrado un estudio de Jama Psychiatry, el 75% de los heroin¨®manos empez¨® con estos analg¨¦sicos. Fueron su puerta de entrada a un mercado donde los c¨¢rteles mexicanos no han dejado de mejorar sus redes de producci¨®n, s¨ªntesis y distribuci¨®n. La ecuaci¨®n es endemoniada. El material es m¨¢s puro, los precios han bajado y los consumidores crecen a diario. Bajo estas condiciones, la epidemia se ha extendido fuera de control.
La reacci¨®n ha llegado tarde y, de momento, no ha logrado nada. El Congreso ha aprobado un plan extraordinario de 1.100 millones de d¨®lares, y los Estados buscan cada uno sus salidas. En Maryland se ha declarado estado de emergencia, y en Ohio el fiscal general ha demandado a los cinco mayores fabricantes por fomentar la adicci¨®n. Son parches a una crisis que, como reconocen los expertos, requiere una actuaci¨®n mucho m¨¢s poderosa y conjunta. ¡°O estamos todos en ellos, o no hay nadar que hacer¡±, admite el ind¨®mito sheriff Jones.
En las calles tampoco se ve una soluci¨®n cerca. Las muertes siguen en aumento y los afectados permanecen abandonados por un sistema sanitario que para 28 millones de estadounidenses no existe. ¡°En este pa¨ªs, si te caes, nadie te va a ayudar. Te quieren muerto. Por eso pretenden quitar el Narcan¡±, sostiene Errol Monroe, de 57 a?os. Es un yonqui gastado. Ojos azules, gesto seco. En su juventud fue mec¨¢nico, pero una lesi¨®n de espalda le incapacit¨®. Para mitigar el dolor, le recetaron pastillas. Catorce a?os estuvo tomando opi¨¢ceos legales hasta que un d¨ªa descubri¨® la hero¨ªna. M¨¢s barata, m¨¢s potente. 20 d¨®lares por un trozo de cielo. Y ah¨ª se hundi¨®.
Errol ha buscado cobijo en un refugio para vagabundos de Hamilton. Tiene un caf¨¦ en la mano y pocas esperanzas para s¨ª mismo. Pero su vida, cuenta, no ha terminado. Si a¨²n lucha por abandonar la hero¨ªna, es por su hija. Ella tambi¨¦n vive en Hamilton. Tiene 19 a?os, y algunas noches, cuando Errol se arrastra tambaleando, se la encuentra. De pie, en una esquina. Ella tambi¨¦n es heroin¨®mana. Y se prostituye. Errol sue?a con salvarla. S¨®lo por eso quiere vivir.
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