Naples, el d¨ªa del apocalipsis
En la ciudad que puede convertirse en zona cero de la cat¨¢strofe unos creen que perder¨¢n sus casas, otros rebuscan comida y otros brindan como en el Titanic
Si el Vesubio sepult¨® Pompeya bajo lava hace 2.000 a?os, este domingo se ha desatado sobre Naples una tormenta que amenaza con dejar parte de su borde costero bajo el mar. A mediod¨ªa un voluntario que organizaba la seguridad de un hotel 15 kil¨®metros alejado de la playa, avisaba a los hu¨¦spedes de que a la una y media deb¨ªan meterse en sus habitaciones y a las cuatro encerrarse en el ba?o, fuera del alcance de ventanas cuyo refuerzo especial antihuracanes pudiera ser reventado por la demencia de Irma. Jeff Arman, de 56 a?os, dec¨ªa en el vest¨ªbulo, con los vientos empezando a plegar palmeras de ocho metros y la lluvia cayendo en diagonal como una cortina enfebrecida, que el nivel de la cat¨¢strofe depender¨ªa de que el ojo del hurac¨¢n pasase justo por encima de Naples o con suerte ¨Caunque tambi¨¦n de forma demoledora¨C veinte o treinta kil¨®metros al norte. El v¨®rtice del s¨²per tif¨®n se abat¨ªa sobre al suroeste de Florida girando como rojas y negras de la ruleta rusa.
Es dif¨ªcil asumir, concebir la verosimilitud del peor de los escenarios que pintan los meteor¨®logos para este domingo y para el lunes en esta curva de la pen¨ªnsula: que la tormenta haga crecer tanto el mar que lo meta ciudad adentro sumergiendo por completo casas bajas. El agua podr¨ªa subir hasta cinco metros y dejar los tejados bajo el mar. Naples como una Atl¨¢ntida, la posibilidad de una inundaci¨®n apocal¨ªptica que podr¨ªa causar v¨ªctimas y poner en cuesti¨®n la viabilidad del anillo costero metropolitano, mina de oro inmobiliaria y tur¨ªstica, de un territorio como Florida plano como un plato y expuesto a estallidos cicl¨®nicos. La factura de p¨¦rdidas de Irma podr¨ªa ser de unos 200.000 millones de d¨®lares. La industria aseguradora lleva d¨ªas sudando fr¨ªo.
Peter Akey, de 64 a?os, bronceado, pelo revuelto color plata, tiene su casa en la playa de Naples desde hace 40 a?os y dec¨ªa que, pese a que tiene seguro a todo riesgo, "esa casa vale m¨¢s que cualquier indemnizaci¨®n millonaria. Yo soy esa casa, muchacho". Akey ten¨ªa ese maravilloso aspecto de viejo surfero que abofetear¨ªa a un tibur¨®n antes que perder su tabla.
Desde la ma?ana los bomberos y la polic¨ªa de Naples (un ¨¢rea metropolitana de unos tres millones de habitantes) hab¨ªan recibido la orden de dejar de patrullar las calles y refugiarse en sus bases hasta despu¨¦s de la tempestad, en el mejor de los casos este lunes por la ma?ana. No habr¨ªa auxilio para quien no estuviese en un refugio, en un hotel con garant¨ªas o en una casa segura y alejada lo m¨¢s posible de la costa. "Nuestra casa est¨¢ buena pero nos vinimos para el hotel por pura seguridad, pap¨¢. Tenemos babies", dec¨ªa en el hotel el cubano Raidel Navarro, de 29 a?os. La se?al de cable se hab¨ªa ido, los tel¨¦fonos fallaban, la luz iba y ven¨ªa y quedaba cada vez menos para el apag¨®n garantizado en el que Naples masticar¨ªa una tarde-noche y una madrugada infernales. La ciudad conten¨ªa el aliento, aterrorizada, sabiendo que podr¨ªa ser la zona cero. Afuera Irma bramaba, bramaba, bramaba.
Sobre las tres de la tarde el panorama era abrumador. Daba l¨¢stima ver a los ¨¢rboles soportar esa bestialidad, tumbados por un maldito torbellino de agua y aire asesino que los iba quebrando uno tras otro con el ¨ªmpetu irracional de la naturelza. Durante el domingo y la madrugada del lunes los vientos pueden llegar a alcanzar m¨¢s de 160 kil¨®metros por hora. Millones de personas enclaustradas. Solo quedaba atrincherarse entre cuatro paredes hasta que pasase la tormenta del siglo.
Pero en EE UU siempre se debe sonre¨ªr. Y el alcalde Bill Barnett, un regidor de tercera edad para una ciudad que acoge el retiro dorado de miles de jubilados norteamericanos, sonre¨ªa en v¨ªspera del caos a quien se encontrase a pesar de que luc¨ªa agotado con un destartalado chubasquero amarillo, y repet¨ªa: "Espero que todo el mundo est¨¦ bien y que superemos este hurac¨¢n". Y Naples, de alguna manera, saldr¨¢ adelante. Y tal vez fuerte. ?Pero unidos?
Mirando por la ventana las palmeras tumbarse, el agua jarrear, el cielo entero gris como si al dios de Am¨¦rica lo hubiesen dejado desde junio sin prozac, la incomensurable locura del cicl¨®n, se sabe que no. Que unidos, no.
Ante Irma ¡ªo ante la vida¡ª?Florida se divide entre los que tienen ventanas antiimpacto y los que no las tienen. Los amigos que han dado refugio este fin de semana de terror a Regla Pino en su casa de Naples son de los segundos. Tampoco han podido tapar los delgados ventanales de entrada de la vivienda porque, buscados a ¨²ltima hora, hasta los tablones escasean. Su situaci¨®n se vuelve todav¨ªa m¨¢s preocupante por los ¨¢rboles cortados hace d¨ªas en la finca de enfrente y abandonados en el arc¨¦n. Nadie ha movido un dedo para recogerlos y sus troncos apuntan en bater¨ªa hacia la casa de sus amigos, como alistados para que el s¨²per tif¨®n los propulse como cohetes vegetales.
Adem¨¢s, Regla Pino, de 60 a?os, pertenece a otra subescala de la vulnerabilidad. La de los que no tienen casas s¨®lidas sino habit¨¢culos prefabricados. "Yo vivo en una casa traila", dijo, "y me hicieron salir de ella. Vine aqu¨ª, aunque tampoco hay mucha seguridad". Define su tipo de vivienda como tr¨¢iler, no porque sean casas m¨®viles sino porque son preparadas en f¨¢bricas y trasladadas despu¨¦s a lugares donde las dejan fijas. Aunque fijas es mucho decir. El s¨¢bado por la tarde, Regla regres¨® un momento a su casa, adornada por una solitaria palmera que empezaba a abanearse, la mir¨® desde fuera y dijo: "Lo que me da miedo es que se vaya volando". Sac¨® el m¨®vil y le hizo fotos como quien quiere asegurarse de poder recordar algo que va a perder.
En la casa de al lado, un hombre de unos 60 a?os con una camiseta de los Caballeros Templarios sac¨® la cabeza y dijo qu¨¦ hacen aqu¨ª.
Le preguntaron qu¨¦ hab¨ªa hecho para proteger su casa ante el hurac¨¢n.
¨CNada ¨Crespondi¨® en ingl¨¦s, y dijo¨C: Oh, Espa?a, Espa?a.
Una mujer m¨¢s joven apareci¨® a su espalda sonriendo. De la vivienda prefabricada sal¨ªa un potente olor a marihuana. Un coloc¨®n antes de huir.
Regla Pino no sabr¨¢ si seguir¨¢ teniendo casa hasta que el leviat¨¢n haya pasado y pueda volver. Esta inmigrante cubana trabaja en un supermercado por ocho d¨®lares la hora, vive sola y tiene un hijo al norte de Florida. Tuvo tres, pero el mayor muri¨® asesinado en Cuba, dijo, y el mediano se mat¨® en un accidente de tr¨¢fico hace un a?o, poco despu¨¦s de llegar desde la isla tras a?os de tanto aguardarlo su madre. "Cuando lleg¨®, me dur¨® poco", se lamentaba.
Regla Pino cuenta que lleg¨® a Estados Unidos hace 12 a?os despu¨¦s de haberse ido de Cuba en una lancha de zinc y madera hasta M¨¦xico. Dice que uno de los que iba dentro se volvi¨® loco y se tir¨® por la borda. "Hubo una tormenta y el chiquito se enferm¨® de los nervios. Empezamos a gritarle pero no lo pudimos salvar". Los relatos de los balseros siempre suenan tan inveros¨ªmiles como inhumanas deben de ser las experiencias de aquellos que han padecido esa ruta, la misma que remont¨® Irma esta madrugada, las c¨¦lebres 90 millas que separan la Florida capitalista de la Cuba comunista, unidas este 10 de septiembre de 2017. Al menos en la desgracia.
En el frigor¨ªfico de su casa, Regla tiene un im¨¢n de colores que pone La Habana y encima las fotos de sus hijos muertos, una figura de San Judas y otra de la Caridad del Cobre. La vivienda tiene una sala y tres habitaciones, todo precario pero amplio para ella sola. Los materiales son de p¨¦sima calidad. Es una chabola de pa¨ªs ultradesarrollado. "Me cost¨® 50.000 pesos hace seis a?os. Todo lo que ten¨ªa", dijo Regla, que como acostumbran los cubanos le llama al d¨®lar como le da la gana.
As¨ª que recorri¨® su casa; su casa arreglada, digna, con televisor grande, con un simp¨¢tico cuadro en la sala de cinco palmeras, dos grandes y tres menores como una familia, con pegatinas de monstruitos y de palabras bonitas ¡ªpeace, love¡ª?en la puerta del cuarto donde duerme su nieta cuando va de visita, y dijo: "Hay que irse". Regla Pino sali¨® de su casa traila y cerr¨® con llave. No llevaba "ni un d¨®lar encima", asegur¨®, y no tiene ninguna cuenta en un banco. La ropa ya se la hab¨ªa llevado antes a casa de sus amigos. Ahora vest¨ªa una malla oscura de flores, unos pendientes dorados y un bolso negro. "Si me quedo sin casa, a ver si el Gobierno me da algo", suspir¨®.
En la calle del barrio trabajador de Goldengate dos hondure?os en bicicleta buscan nerviosos comida enlatada. "Ya se est¨¢n yendo todos, y nosotros qu¨¦", dijo Carlos Canales, de 41 a?os, junto a su amigo tocado con una gorra de los s¨²per h¨¦roes de Marvel, Daniel Castellano, de 19, que al modo heroico de los centroamericanos, menos taquillero que el de Superman pero verdadero, lleg¨® hace dos a?os a lomos de ese tren pasto de saqueadores, violadores, proxenetas y asesinos de toda laya conocido en M¨¦xico como La Bestia. "Aguant¨¦ hambre, desvelos y gangas [pandillas], pero no s¨¦, qui¨¦n sabe si puede que este hurac¨¢n sea hasta m¨¢s tremendo que aquello", dijo.
Anoche en el hotel, un amigable matrimonio de jubilados de Boston que viven en Naples, se pimplaban una botella de vino chileno pel¨¦on en el sal¨®n del vest¨ªbulo. En su dulce retiro de Naples tienen una casa "manufacturada" en un muelle con un peque?o bote. Ante la amenaza de inundaciones costeras apocal¨ªpticas, se han hospedado aqu¨ª. "A ver si el de arriba se levanta por la ma?ana y decide salvar mi botecito del ojo del hurac¨¢n", brome¨® John Flaherty. El s¨¢bado temprano salieron de casa aprisa y se trajeron lo que consideraron "b¨¢sico". "Unas chanclas, mi esmoquin y suficiente vino para sobrevivir al peor hurac¨¢n de la historia", dijo ¨¦l, y brindaron con sus copas como en el Titanic.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.