¡°Yo quiero que Dios bendiga a quien dispar¨® a mi hijo¡±
Confieso que prefer¨ª siempre la fe de las personas sencillas a la de mis estudios acad¨¦micos de teolog¨ªa
Siempre me impresionaron las madres pobres de las favelas de Rio que acaban perdonando a los asesinos de sus hijos. Es cierto que el perd¨®n a los enemigos es el acto m¨¢s sublime de amor, pero no es f¨¢cil ser capaz de tanto.
Entre esas madres, Wania Moraes, que hace d¨ªas tuvo que enterrar a su hijo de 13 a?os, matado por una bala perdida, fue a¨²n m¨¢s all¨¢. Ante el cadaver del peque?o Jerem¨ªas, lleg¨® a confesar en voz alta: "Quiero que Dios bendiga a quien dispar¨® a mi hijo". Y a?adi¨®: "Yo estoy feliz porque se que ¨¦l est¨¢ cerca de Dios".
Son palabras graves en los labios de una madre ante el hijo muerto. Palabras que ya he visto criticadas por alg¨²n especialista en teolog¨ªa, el cual las tach¨® de "alienaci¨®n religiosa". Son esos intelectuales incapaces de interpretar los mecanismos de defensa de una mujer sencilla, en el paroxismo de su dolor de madre al perder un hijo violentamente. ?Hubiesen preferido verla retorci¨¦ndose en una escena teatral, derramando rios de l¨¢grimas y maldiciendo a Dios por no haber salvado a su hijo inocente?
Todos tenemos el derecho de buscar en los momentos de dolor extremo algo que nos impida enloquecer. Si a esa madre la sostuvo en ese momento su fe religiosa, nadie tiene derecho a condenarla.
La madre del peque?o Jeremias, un joven que so?aba con un futuro mejor que el infierno de la favela prepar¨¢ndose para ser pastor evang¨¦lico, estaba orgullosa de que su hijo tuviese aquella oportunidad, mejor que el que acabara tentado por las sirenas de los traficantes de drogas.
Ya he oido a madres de esas favelas decir: "Mejor un hijo muerto que bandido". Nadie debe arrogarse el derecho de juzgar el coraz¨®n de una madre cuando sue?a con el futuro del fruto de su vientre. Ese es un sagrario inviolable.
Existe la fe del te¨®logo y la de las personas simples. Yo estudi¨¦ teolog¨ªa en la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma, el centro internacional de los jesuitas que propon¨ªa una visi¨®n moderna de la religi¨®n. Quien, sin embargo, me ense?¨® la fe vivida sin complicaciones teol¨®gicas, fue la actitud de mi madre ante su hija muerta con 41 a?os, v¨ªctima de un c¨¢ncer, y que dejaba a cinco hijos peque?os.
Mi madre era maestra de escuela en Espa?a, y toda la vida escogi¨® ense?ar en aquellos lugares a los que el gobierno no obligababa a ir a los maestros, porque eran peligrosos o dif¨ªciles para vivir. Al despedirse de su hija, antes de cerrar el ata¨²d, la bes¨® en la frente y sin derramar una l¨¢grima le dijo: "Esp¨¦rame. Yo soy la m¨¢s anciana aqu¨ª y ser¨¦ la primera en reencontrarte". Un familiar se le acerc¨® con un vaso de agua y una pastilla de Valium. Mi madre le dijo serena: "No hace falta, mi fe me sostiene". Confieso que prefer¨ª siempre aquella fe sencilla a la de mis estudios acad¨¦micos de teolog¨ªa.
Dedicatoria
Deseo dedicar esta columna al misionero y obispo catal¨¢n Pedro Casald¨¢liga, que hoy cumple 90 a?os y a quien considero un santo en vida. Ha dedicado su existencia, en Mato Grosso, a la defensa de los campesinos pobres y de los indios, v¨ªctimas del capitalismo salvaje. Mal visto siempre por el Vaticano, Pedro, por coherencia con su fe, vivi¨® y sigue haci¨¦ndolo ¨Caunque hoy golpeado por la enfermedad¨C, encarnado con los pobres y perseguidos, compartiendo sus necesidades y sus peligros.
Estoy seguro de que ¨¦l entiende, sin juzgarla, la fe extrema de esas madres pobres que, como Wania, v¨ªctimas de la violencia que les arranca a sus hijos, abandonada por los poderes que deber¨ªan defenderlas, no encuentran otro consuelo para sobrevivir que refugiarse en el misterio.
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