Esperando las armas en el frente de Luch: ¡°Ni mi comandante tiene una ametralladora decente¡±
En una guerra en la que se mata desde aviones no tripulados y se ataca con misiles que salen de bases ubicadas a cientos de kil¨®metros, un heroico batall¨®n ucranio mira frente a frente a los rusos
Los seis primeros soldados en llegar al destacamento se toman un respiro apoyados en el muro. El primero se afloja los cordones de las botas, el segundo apura el cigarro y el tercero se limpia el sudor con un pa?uelo tan negro como las cartucheras. Dos m¨¢s, exhaustos, aparecen detr¨¢s cargando una aparatosa ametralladora y detr¨¢s de ellos, con el fusil Kal¨¢shnikov colgando en la mano derecha, el ¨²ltimo alcanza el destacamento arrastrando los pies dentro de un chaleco del que cuelgan todos los aderezos posibles: balas, cargadores, walkie-talkie, linterna, gomas para hacer un torniquete, cuatro granadas y un cuchillo a la altura del hombro que hoy no ha servido para matar enemigos, sino para pelar una manzana. Los seis guardan silencio menos el alto que masculla y carraspea hasta que escupe sangre que se limpia con el pa?uelo negro.
Apoyados en el muro destruido de la que fue la casa del m¨¦dico, el abatido batall¨®n encarna la crueldad del campo de batalla y el coraje de un ej¨¦rcito que combina en la trinchera a profesionales con entusiastas voluntarios. En una guerra en la que se mata desde aviones no tripulados y se ataca con misiles que salen de bases ubicadas a cientos de kil¨®metros de distancia, los soldados y milicianos apostados en Luch son la primera l¨ªnea de una resistencia que cada d¨ªa ve frente a frente a los soldados rusos moverse. Un ej¨¦rcito de soldados como ellos, que est¨¢ apenas a siete kil¨®metros de distancia, si el d¨ªa ha sido bueno.
Envueltos en sudor y barro, el batall¨®n recupera poco a poco el habla. Lo primero es llamar a casa. Aunque los mandos proh¨ªben a la tropa dar su ubicaci¨®n, en la conversaci¨®n el m¨¢s menudo telefonea para decir que todo est¨¢ bien, pero ni siquiera es capaz de enga?ar a la familia porque los bombazos suenan cada pocos minutos y se cuelan por la l¨ªnea. Unas veces las explosiones de la artiller¨ªa rusa suenan con 30 minutos de diferencia y otras veces el suelo tiembla tres veces en menos de un minuto. En ocasiones las pausas son largas e inquietantes. Es dif¨ªcil saber si el enemigo se ha ido a descansar o viene lo peor. Sergei, que antes de la guerra trabajaba en un astillero reparando barcos y no fumaba, ahora se come los cigarrillos.
Luch, el lugar que protegen a modo de avanzadilla, es un peque?o pueblo ubicado a 20 km de Mikolaiv, considerada el principal parapeto de Odesa, la gran ciudad del sur del pa¨ªs, a 135 kil¨®metros de distancia. Con medio mill¨®n de habitantes, hasta antes de la guerra Mikolaiv era un importante motor econ¨®mico del pa¨ªs que viv¨ªa de los tres astilleros y el puerto en el mar Negro que dan de comer a la ciudad. Paradojas de la historia, aqu¨ª se han fabricado muchos de los buques rusos que hoy lanzan los misiles que castigan Odesa y Mikolaiv desde febrero. Solo esta semana, cuando todos los ojos estaban puestos en Mosc¨², ambas ciudades celebraron el D¨ªa de la victoria recibiendo una lluvia de misiles de Vlad¨ªmir Putin que destroz¨® objetivos militares y viviendas civiles a partes iguales. Despu¨¦s de m¨¢s de dos meses y medio de ataques, la consecuencia es que Mikolaiv, situada en el estuario m¨¢s grande de Europa, no tiene agua y la imagen diaria de la ciudad es la de miles de personas haciendo largas colas frente a los camiones cisterna.
En esta zona del pa¨ªs la guerra se pelea palmo a palmo. A solo 90 kil¨®metros al sureste de Mikolaiv est¨¢ Jers¨®n, una ciudad controlada por Rusia. En Jers¨®n se obliga a utilizar el rublo, las banderas ucranias han sido reemplazadas por las rusas rojas, blancas y azul y el alcalde impuesto por el Kremlin pidi¨® un refer¨¦ndum para la inmediata anexi¨®n a Rusia. Y en medio de ambas locuras ¡ªel Mikolaiv sin agua y el Jers¨®n que paga en rublos¡ª un peque?o pueblo, Luch, y el destacamento apoyado en el muro que lo defiende.
Hasta el 24 de febrero, Luch era un pueblo tranquilo y arbolado de aceras limpias ubicado entre dos preciosas r¨ªas que ten¨ªa una escuela, dos iglesias y un parque infantil en el centro. A cada lado de la calle principal hab¨ªa construcciones sencillas de dos y tres alturas que la artiller¨ªa rusa ha reducido a un mont¨®n de cascotes, cristales rotos, puertas desgajadas, paredes derrumbadas, cocinas que saltaron por los aires y salones devorados por el fuego. Donde antes hab¨ªa ni?os jugando, mujeres comprando en el mercado y campesinos en bicicleta, ahora es un pueblo fantasma en el que la maleza ha comenzado a devorar los columpios. Las antiguas calles arboladas son ahora una sucesi¨®n de agujeros de proyectil en los que cabe un veh¨ªculo.
Dos calles en l¨ªnea recta y una a la izquierda desde el parque infantil aparece el primer atisbo de vida. Se trata de Andrei, un electricista de 62 a?os que despu¨¦s de una semana viviendo en el s¨®tano por fin asoma a la cabeza como un topo miedoso. Harto de conservas y comida enlatada, ha decidido salir al jard¨ªn y cocina con le?a una sopa de setas, lo ¨²nico que ha encontrado con posibilidad de darle sabor al agua. ¡°?C¨®mo est¨¢, se?or? ¡°A veces mal y a veces peor¡±, contesta ir¨®nico.
?Ha sido dura esta semana? ¡°?Ves ese agujero?¡±, dice se?alando el cr¨¢ter en su jard¨ªn, ¡°es de hace tres d¨ªas. Y ese otro, y aquel, y aquel de all¨ª¡±, se?ala sin necesidad de levantarse de la silla cada impacto de las bombas. ¡°Si quiere ir a verlos, tenga cuidado con las minas y no se salga del sendero¡±, aclara. Para explicar el nivel de destrucci¨®n, Andrei, muestra vacil¨®n la jarra en la que sol¨ªa calentar la leche, un cuenco de hierro destrozado a jirones por la metralla del ¨²ltimo proyectil. ¡°Los rusos han matado m¨¢s que los nazis cuando pasaron por aqu¨ª¡±. La m¨²sica de fondo de la conversaci¨®n son las explosiones de los proyectiles. Despu¨¦s de muchas semanas, Andrei ha aprendido a distinguir hasta el modelo del proyectil ¡°eso es una bomba de racimo. Ese sonido m¨¢s largo es un grad¡±, dice.
?Y por qu¨¦ no se va? ¡°Porque aqu¨ª est¨¢ mi casa, mis vecinos, mis gatos¡¡±, explica el electricista con un tronco en la mano para meter al fuego. El orgullo le impide admitir que mucha gente de los pueblos no quiere irse a ciudades donde no conocen a nadie, aunque corra peligro su vida, para no terminar viviendo de la caridad en otros refugios rodeados de extra?os. Puestos a vivir en un s¨®tano durante semanas, prefieren su pueblo.
Andrei, que no quiere dar su apellido, parece ser el ¨²nico habitante de Luch hasta que invita al periodista a conocer su nueva vivienda, una peque?a caseta con aspecto de bodega de aperos. Pero el lugar contiene un secreto, en concreto, 30. Cuando Andrei abre la puerta, muestra una escalera que conduce a un s¨®tano fr¨ªo y oscuro, iluminado solo por un par de bombillas de un generador. A 10 metros bajo tierra, el silencio y la humedad son espesos. Al terminar las escaleras hay un pasillo donde se almacenan latas de conservas y despu¨¦s una cortina que Andrei descorre y tras la que aparecen una decena de ancianos esperando sobre camastros. No hablan, no rezan, no se mueven, solo esperan. ¡°Yo sab¨ªa unas palabras en espa?ol¡±, dice el anciano m¨¢s lanzado, un viejo de pelo blanco y bigote feliz de ver a un extranjero que no es ruso: ¡°Viva Espa?a, paella, sangr¨ªa¡±, y se r¨ªe ¨¦l solo con generosidad antes de regresar al silencio de velatorio. En la habitaci¨®n contigua, otros 20 vecinos hacen lo mismo desde hace d¨ªas. Esperar. Cada poco tiempo, el suelo se mueve con las explosiones. ¡°Antes ten¨ªamos animales: cerdos, gallinas, conejos... pero salieron corriendo con los bombardeos¡±, dice Andrei de regreso a la superficie para explicar el agua incolora de su sopa.
¡°?D¨®nde est¨¢n las armas que manda Europa?¡±
La moral entre la tropa no es la m¨¢s alta. Despu¨¦s de m¨¢s de dos meses de guerra, el entusiasmo patri¨®tico ha dado paso a los heridos, la sangre, los inv¨¢lidos, los evacuados y los miles de milicianos que se apuntaron inicialmente a luchar contra Rusia han descubierto la dureza de dormir cada d¨ªa bajo tierra en una bodega rodeado de lombrices, botes de conservas, explosivos, latas de at¨²n y una bandera azul y amarilla. ¡°Aqu¨ª duermo yo¡±, dice el soldado Sergei, se?alando un lugar as¨ª bajo tierra.
Sergei, que lleva un traje color caqui varias tallas m¨¢s grande, piensa que Rusia ¡°est¨¢ empleando armas viejas, pero cuando vengan con las nuevas esto ser¨¢ un horror¡±, opina abatido despu¨¦s de un d¨ªa duro en el frente. ¡°?D¨®nde est¨¢n las armas que manda Europa? Aqu¨ª no est¨¢n llegando. Mira, mi arma es un cacharro viejo¡±, dice sobre el kal¨¢shnikov de hace 25 a?os que le cuelga del cuello. ¡°Ni mi comandante tiene una ametralladora decente¡±, dice se?alando al superior que dirige al grupo de h¨¦roes que protege un mont¨®n de escombros, un parque infantil, una escuela y dos iglesias.
Junto al fr¨ªo camastro de cada noche, Sergei es la imagen del miedo. Los ojos se le aguan cuando detalla el d¨ªa a d¨ªa en la primera l¨ªnea frente. As¨ª que trata de cambiar de tema mostrando al periodista en el m¨®vil unas fotos de su vida anterior en el astillero. Entonces mueve el dedo con tal velocidad sobre el tel¨¦fono que cuando se terminan las fotos de barcos, hierros, y soldaduras aparece la foto de una mujer y luego unos padres y una familia¡ y regresa el silencio espeso, ese en el que nadie est¨¢ tranquilo.
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