Saber llorar
El b¨¦isbol es un deporte que, adem¨¢s de fuerza, inteligencia y talento, a?ade una dimensi¨®n que el resto de competiciones suelen eludir o de la que prefieren renegar: la superstici¨®n
El out veintisiete de un partido de b¨¦isbol ha inspirado tantas frases hechas, tantos lugares comunes como historias de partidos tirados a la basura, precisamente, en ese ¨²ltimo lance del juego, un juego que, en nuestro pa¨ªs, es el ¨²nico que se atreve y que cuenta con argumentos para disputarle al futbol el trono del deporte m¨¢s seguido, del m¨¢s jugado en los recreos, del que m¨¢s pasiones levanta.
Para no ir m¨¢s lejos, en el cl¨¢sico de oto?o que reci¨¦n termin¨® hace unos d¨ªas, el cuarto juego de la serie volvi¨® a mostrarnos el abismo que se abre hacia el final de cada uno de los encuentros en un deporte que, adem¨¢s de fuerza, inteligencia y talento, a?ade una dimensi¨®n que el resto de competiciones suelen eludir o de la que prefieren renegar: la superstici¨®n ¡ªal interior del diamante, cuentan tanto la concentraci¨®n y la elecci¨®n de un lanzamiento, como el n¨²mero de parpadeos o el lugar sobre el que cae un escupitajo.
Pero vuelvo al final de ese cuarto juego: los Dodgers de Los ?ngeles llegaban con ventaja de una carrera, tras un partido de volteretas que hab¨ªa resultado sumamente extra?o, si pensamos en el resto de los encuentros de la serie: no era para menos, el resultado habr¨ªa de decidir el empate a dos juegos o una ventaja de tres a uno para los angelinos, ventaja que casi siempre resulta irremontable, en series a ganar cuatro de siete. As¨ª, cuando el partido estaba a nada de definirse, Tampa Bay mand¨® a la caja de bateo, para enfrentar al otrora mejor cerrador de los angelinos, a un bateador in¨¦dito.
In¨¦dito no porque no hubiera bateado nunca o porque nunca hubiera jugado un partido de postemporada ¡ªhab¨ªa participado como corredor emergente en alg¨²n encuentro olvidado e intrascendente¡ª sino porque nadie contaba con ¨¦l. Pues bien, ese muchacho que reci¨¦n hab¨ªa dejado las ligas menores y que de pronto se enfrentaba al turno de su vida, conect¨® una recta que al contacto astill¨® el bat. La bola ¡ªpodrida, esforzada, lastimera¡ª sali¨® entonces hacia el pasillo que separa el jard¨ªn central del izquierdo, donde un jardinero de los angelinos, al tratar de levantarla, titube¨®, perdi¨® un tiempo fundamental y, consciente del error que estaba cometiendo, precipit¨® su tiro a home.
El resto de la jugada, como mandan las leyes de la improbabilidad, como dicta la voz esquizofr¨¦nica de la superstici¨®n ¡ªel error llama al error¡ª se convirti¨® entonces en el non plus ultra del sinsentido: el tiro que hab¨ªa salido del oasis que se abri¨® entre los jardines, mientras el p¨²blico trataba de entender lo inentendible, lleg¨® desviado a home, al tiempo que el corredor de Tampa, que dirig¨ªa su carrera hacia aquel mismo lugar, fue detenido por el coach de tercera, quien parec¨ªa convencido de que, a¨²n con aquel tiro pedorro, la posibilidad de anotar era min¨²scula. En su intento de detenerse, sin embargo, el corredor de Tampa tropez¨® y rod¨® por el suelo, al tiempo que el c¨¢tcher de los angelinos, apenas sentir el golpe de la pelota en su guante, gir¨® el cuerpo.
Justo entonces, ambos, no, los tres: corredor, c¨¢tcher y coach de tercera; no, tampoco, los cuatro: corredor, c¨¢tcher, coach de tercera y umpaier, se dieron cuenta ¡ªal mismo tiempo, en realidad, que lo hac¨ªan el pitcher, el resto de jugadores sobre el campo, quienes yac¨ªan en las casetas, el p¨²blico presente en el estadio y todo aquel que estuviera observando el juego por televisi¨®n¡ª que la pelota no yac¨ªa en el guante del c¨¢tcher, que no la hab¨ªa atrapado, que se le hab¨ªa colado y que ah¨ª no hab¨ªa posibilidad alguna de poner out a ese corredor que, levant¨¢ndose de un salto, reanud¨® su carrera rumbo al home, a donde lleg¨® lanz¨¢ndose de boca teatralmente y al que aporre¨® con la palma de la mano en una mezcla de alegr¨ªa culpable, regresi¨®n infantil y aplausos dedicados a los hoyos de gusano del destino: el error hab¨ªa llamado al error que hab¨ªa llamado al error.
Por supuesto, todas las miradas se concentraron en ese hombre que acaba de anotar la carrera que daba el triunfo a Tampa Bay y dejaba tirados, sobre el campo, a los jugadores de los Dodgers: era eso, precisamente, lo que esperaban todos y cada uno de los fan¨¢ticos de los Rays, m¨¢s a¨²n: todos y cada uno de los fan¨¢ticos del b¨¦isbol que no fueran aficionados de Los ?ngeles. Para colmo, quien acababa de anotar era, ni m¨¢s ni menos, el mejor jugador del equipo ¡ªel mejor jugador, en realidad, de la serie¡ª, el cubano Arozarena, en torno a quien, evidentemente, formaron pi?a todos sus compa?eros, menos dos: el desconocido que hab¨ªa bateado aquel podrido que lleg¨® llorando a los jardines y un loco que prefiri¨® salir corriendo detr¨¢s de ¨¦l.
Cuando los saltos, los gritos, las risas, los empujones y los abrazos de la pi?a humana en ¨¦xtasis, a punto de tepache, se cansaron, es decir, cuando el arrobamiento de la alegr¨ªa m¨¢s com¨²n de todas finalmente calm¨® sus aguas y los latidos de todos esos cuerpos recuperaron sus ritmos normales, aquellos otros dos muchachos que hab¨ªan echado a correr por los jardines segu¨ªan, todav¨ªa, corriendo de un lado hacia el otro, de izquierda a derecha y de derecha a izquierda, en frenes¨ª ingobernable, como si algo o alguien los estuviera persiguiendo. Solo entonces el resto de los jugadores de Tampa Bay se acord¨® de aquellos dos seres in¨¦ditos y quiso celebrarlos.
As¨ª fue como se dirigieron hacia el jard¨ªn derecho, donde el hombre que reci¨¦n hab¨ªa hecho la jugada de su vida, finalmente, se desplom¨® sobre el suelo, a metro y medio de ese otro jugador que no dej¨® de perseguirlo ni un instante pero que, apenas alcanzarlo, respet¨® la burbuja ritual que el momento impon¨ªa: hincado, ¨¦l tambi¨¦n, sobre la hierba, contemplaba y compart¨ªa el llanto del desconocido, que no dej¨® de llorar ni cuando el resto de jugadores y entrenadores y utileros alcanzaron el lugar en donde habr¨ªa de desmayarse, instantes antes de que fuera necesario conectarlo a un tanque de ox¨ªgeno.
La alegr¨ªa, cuando es, cuando parece, cuando creemos que es absoluta y nos resulta, por lo tanto, ingobernable, tiene estas dos caras: la de la risa y la del llanto. ?Por qu¨¦, sin embargo, lleva a un hombre al paroxismo de la carcajada y a otro al del sollozo? Me parece que todo se reduce, igual que el juego, cualquier juego, a la sabia de la infancia. Y es que as¨ª como hay ni?os que, sosteniendo un bat, una pelota y una manopla, descubren la valent¨ªa, la bondad y la felicidad, hay otros que descubren la impotencia, la crueldad y la tristeza.
Lo que pas¨® despu¨¦s, lo sabemos: los Dodgers ganaron los juegos cinco y seis, coron¨¢ndose campeones tras treinta y dos a?os de derrotas. Por eso, tras el out veintisiete del sexto y ¨²ltimo juego, en la memoria de casi todos los jugadores de Tampa, el recuerdo del cl¨¢sico de oto?o empez¨® a desvanecerse. En la memoria de todos ellos, menos dos: el in¨¦dito que hab¨ªa perdido todas las series de su vida y aquel otro que sigue corriendo detr¨¢s suyo.
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