La funci¨®n de la cr¨ªtica
La buena literatura es siempre subversiva y las buenas novelas son permanentes motores de cambio social. Los cr¨ªticos no deben solo descubrir talentos sino detectar la relaci¨®n entre la fabulaci¨®n y la realidad social
Descubr¨ª a Edmund Wilson el a?o 1966, cuando pas¨¦ de Par¨ªs a vivir en Londres. Las clases en Queen Mary College, primero, y luego en King¡¯s College, no me tomaban mucho tiempo y pod¨ªa pasar varias tardes por semana leyendo en el bell¨ªsimo Reading Room de la British Library, entonces todav¨ªa dentro del Museo Brit¨¢nico. Hab¨ªa dos cr¨ªticos que era indispensable leer todos los domingos: Cyril Connolly, el autor de Enemies of Promise y The Unquiet Grave, cuya columna versaba a veces sobre literatura, pero m¨¢s a menudo sobre pintura y pol¨ªtica, y las cr¨ªticas teatrales de Kenneth Tynan, una maravilla de gracia, ocurrencias, insolencias y cultura en general. El caso de Tynan es muy apropiado para advertir la gazmo?er¨ªa de la Gran Breta?a de entonces (en esos mismos a?os desapareci¨®). Tynan era inmensamente popular hasta que se supo que era masoquista, y que, de acuerdo con una muchacha s¨¢dica, hab¨ªan tomado un cuartito en el centro de Londres, donde una o dos veces por semana ella lo flagelaba (y aportaba tambi¨¦n el ¨¢rnica, me figuro). Que lo hicieran no importaba tanto; que se supiera, era otra cosa. Tynan desapareci¨® de los peri¨®dicos despu¨¦s del ¨¦xito de Oh! Calcutta! (¨¦l dec¨ªa que era una traducci¨®n inglesa del franc¨¦s: Oh! Quel cul tu as!) y dej¨® de hablarse de ¨¦l. Parti¨® a los Estados Unidos, donde muri¨®, olvidado de todos. Pero sus inolvidables cr¨ªticas teatrales est¨¢n todav¨ªa ah¨ª, en espera de un editor audaz que las publique.
Edmund Wilson sigue siendo famoso y, espero, le¨ªdo, porque fue el m¨¢s grande cr¨ªtico literario de antes y despu¨¦s de la Segunda Guerra Mundial, y no s¨®lo en los Estados Unidos. Acabo de releer por tercera vez su To the Finland Station y he vuelto a quedar maravillado con la elegancia de su prosa y su enorme cultura e inteligencia en este libro que relata la idea socialista y las locuras y gestas que engendr¨®, desde que Michelet en una cita a pie de p¨¢gina descubre a Vico y se pone a aprender italiano, hasta la llegada de Lenin a la estaci¨®n de Finlandia, en San Petersburgo, para dirigir la Revoluci¨®n rusa.
Hay dos tipos de cr¨ªtica. Una universitaria, que est¨¢ m¨¢s cerca de la filolog¨ªa, y trata, entre otras cosas, del indispensable establecimiento de las obras originales tal como fueron escritas, y la cr¨ªtica de diarios y revistas, sobre la producci¨®n editorial reciente, que pone orden y echa luces sobre ese bosque confuso y m¨²ltiple que es la oferta editorial, en la que los lectores andamos siempre un poco extraviados. Ambas est¨¢n de capa ca¨ªda en nuestro tiempo, y no por falta de cr¨ªticos, sino de lectores, que ven mucha televisi¨®n y leen pocos libros, y andan por eso muy confusos, en esta ¨¦poca en que el entretenimiento est¨¢ matando las ideas, y por lo tanto los libros, y descuellan tanto las pel¨ªculas, las series y las redes sociales, donde prevalecen las im¨¢genes.
Edmund Wilson, que naci¨® en 1895 y muri¨® en 1972, estudi¨® en Princeton, donde fue compa?ero y amigo de Scott Fitzgerald, pero se neg¨® siempre a ser profesor universitario y hacer ese tipo de cr¨ªtica erudita que s¨®lo leen los colegas y a veces ni siquiera ellos. Lo suyo era el gran p¨²blico, al que llegaba en sus extraordinarias cr¨®nicas semanales, primero en The New Republic, luego en The New Yorker y finalmente en The New York Review of Books. Despu¨¦s sol¨ªa reunirlas en libros que nunca perd¨ªan actualidad. Y no se crea que escrib¨ªa s¨®lo sobre los modernos. Yo recuerdo como uno de sus mejores ensayos el largo estudio que dedic¨® a Dickens. Su prodigiosa capacidad para aprender idiomas, vivos y muertos, era tal que, se dec¨ªa, cuando The New Yorker le encarg¨® escribir sobre los manuscritos del Mar Muerto, pidi¨® unas semanas de permiso para aprender antes el hebreo cl¨¢sico. Y yo recuerdo haber le¨ªdo en las p¨¢ginas del desaparecido Evergreen su pol¨¦mica con Nabokov sobre la traducci¨®n que ¨¦ste hab¨ªa hecho de Eugenio Oneguin, la novela en verso de Pushkin, que versaba sobre todo acerca de las entelequias y secretos de la lengua rusa.
?Qui¨¦n descubri¨® a la llamada ¡°generaci¨®n perdida¡± de grandes novelistas norteamericanos entre los que figuraban Dos Passos, Hemingway, el soberbio Faulkner y Scott Fitzgerald? Fue Edmund Wilson, que en sus art¨ªculos y ensayos fue promoviendo y descifrando los grandes hallazgos y las nuevas t¨¦cnicas y maneras de narrar del genio literario norteamericano, sin dejar de mencionar que hab¨ªan sido aquellos los que aprovecharon mejor que nadie las lecciones del Ulysses de Joyce.
Los grandes cr¨ªticos han acompa?ado siempre a las grandes revoluciones literarias, y, por ejemplo, en Am¨¦rica Latina, el llamado boom de la novela no hubiera existido sin cr¨ªticos como los uruguayos ?ngel Rama y Emir Rodr¨ªguez Monegal, el peruano Jos¨¦ Miguel Oviedo y varios m¨¢s. No es extra?o, por eso, que en Francia Sainte-Beuve y en Rusia Visari¨®n Belinski acompa?aran el per¨ªodo m¨¢s creativo y ambicioso de sus revoluciones literarias y les dieran un orden y unas jerarqu¨ªas. La funci¨®n de la cr¨ªtica no es s¨®lo descubrir el talento individual de ciertos poetas, novelistas y dramaturgos; es, tambi¨¦n, detectar las relaciones entre aquellas fabulaciones literarias y la realidad social y pol¨ªtica que expresan transform¨¢ndola, lo que hay en ellas de revelaci¨®n y descubrimiento, y, por supuesto, de queja y de protesta.
Yo estoy convencido de que la buena literatura es siempre subversiva, como lo estaban los inquisidores y censores que prohibieron durante los tres siglos coloniales que se publicaran novelas en las colonias hispanoamericanas, con el pretexto de que esos libros disparatados ¡ªpensaban en las novelas de caballer¨ªas¡ª pod¨ªan hacer creer a los indios que esa era la vida, la realidad, y, por lo mismo, desconcertar y amolar la evangelizaci¨®n. Por supuesto que hubo mucho contrabando de novelas y deb¨ªa ser formidable, en esos tiempos, leer esas novelas prohibidas. Pero si el contrabando permiti¨® la lectura de novelas, la prohibici¨®n se aplic¨® estrictamente en lo relativo a su edici¨®n. Durante los tres siglos coloniales no se publicaron novelas en Am¨¦rica Latina. La primera, El periquillo sarniento, sali¨® en M¨¦xico s¨®lo en 1816, durante la guerra de independencia.
Aquellos inquisidores y censores que cre¨ªan que las novelas eran subversivas estaban en lo cierto, aunque no en prohibirlas. Ellas expresan siempre un descontento, la ilusi¨®n de una realidad diferente, por las buenas o las malas razones. El marqu¨¦s de Sade, por ejemplo, detestaba el mundo tal como era en su tiempo porque no permit¨ªa a los pervertidos como ¨¦l saciar sus gustos, y sus largos discursos, tan aburridos, lo que piden es una libertad irrestricta para la lujuria y la violencia contra el pr¨®jimo. Lo que las buenas novelas no aceptan, es la realidad tal cual es. Y en ese sentido son los permanentes motores del cambio social. Una sociedad de buenos lectores es, por eso, m¨¢s dif¨ªcil de manipular y enga?ar por los poderes de este mundo. Eso no est¨¢ claro en las democracias, porque la libertad parece disminuir o anular el poder subversivo de las novelas; pero, cuando la libertad desaparece, las novelas se convierten en un arma de combate, una fuerza clandestina que va en contra del statu quo, socav¨¢ndolo, de manera discreta y m¨²ltiple, pese a los sistemas de censura, muy estrictos, que tratan de impedirlo. La poes¨ªa y el teatro no siempre son veh¨ªculos de aquel secreto descontento que encuentra siempre una v¨ªa de escape en la novela, es decir, son m¨¢s plegables a la adaptaci¨®n al medio, al conformismo y la resignaci¨®n. Todo eso deben se?alarlo y explicarlo los buenos cr¨ªticos, como hizo a lo largo de toda su vida Edmund Wilson.
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